La judicializaci¨®n de la lengua
El espa?ol, como todas las grandes lenguas y muchas de las peque?as, est¨¢ dejando de ser una lengua natural. Una lengua natural es la que una comunidad conforma en el proceso largo de interiorizaci¨®n de unas normas y va regulando por consenso t¨¢cito de los hablantes, que comparten un mundo conocido por todos en una medida sustancialmente igual y en el que todos pueden influir con m¨¢s o menos la misma competencia idiom¨¢tica. Una lengua natural es tambi¨¦n, pues, un fen¨®meno arcaico, de otro tiempo.
Hoy, bien de otro modo, la inmensa mayor parte del mundo que habitamos, el que constituye nuestro principal horizonte de referencias cotidianas, est¨¢ ocupado por los productos de las t¨¦cnicas, los medios, la industria, las propagandas, las administraciones..., que, por necesidad, por capricho o por perversa conveniencia, no s¨®lo tienden a expresarse en un lenguaje propio, sino que lo imponen a la comunidad sin posibilidad de reacci¨®n.
El meollo del 'caso Camps' no son los regalos, sino la amistad con un tipo como El Bigotes
Los lenguajes sectoriales ocultan la realidad tras cortinas de humo
Ocurre a menudo que las jerigonzas que llegan de las alturas atentan contra la naturaleza del idioma, desmembr¨¢ndolo y volvi¨¦ndolo artificial. Cuando alguien pide "una segunda taza de caf¨¦" (y no "otro caf¨¦") es que ya no habla castellano, sino que recurre a un artefacto ajeno: se ha quedado hu¨¦rfano de sistema ling¨¹¨ªstico. Pero mayor gravedad tiene que la jerga de un cierto sector se instaure socialmente como ¨²nica y establezca unas categor¨ªas est¨¢ndar de pensamiento y de valoraci¨®n en detrimento de las normales en la lengua de todos: entonces el ciudadano se queda hu¨¦rfano de criterio.
Un triste ejemplo est¨¢ en la judicializaci¨®n de la lengua aneja seg¨²n es obvio, a la judicializaci¨®n de la pol¨ªtica. Espa?a ha sido siempre tierra de leguleyos, amigos de liquidar una cuesti¨®n con un tecnicismo jur¨ªdico, que sin embargo se recib¨ªa como tal, como el dictamen de un especialista que contemplaba una sola cara del asunto. En los ¨²ltimos tiempos, el tecnicismo con frecuencia desplaza y anula todas las otras perspectivas.
Le¨ªamos en la Biblia que los hebreos "prevaricaron contra el Se?or" y o¨ªamos a don Quijote tratar a Sancho de "prevaricador del buen lenguaje", y no se nos ocurr¨ªa que el pueblo elegido ni el leal escudero incurrieran en ning¨²n delito castigable por las leyes de los hombres (civilizados), porque los derivados del lat¨ªn praevaricor (ojo, es esdr¨²julo) se ven¨ªan usando tradicionalmente en espa?ol con el amplio alcance que recoge el Diccionario de Autoridades: "Trastrocar o invertir el orden y disposici¨®n de alguna cosa coloc¨¢ndola fuera del lugar que le corresponde", flaquear en un deber, "faltar uno a la obligaci¨®n de su oficio quebrantando la fe, palabra, religi¨®n o juramento".
De unos a?os para ac¨¢, en cambio, es imposible usar una pala
-bra de esa familia l¨¦xica sin tener en la cabeza el par¨¦ntesis que los peri¨®dicos, al arrimo del C¨®digo Penal, indefectiblemente le a?aden a prevaricar: "Dictar una resoluci¨®n a sabiendas de que es injusta".
La consecuencia es que la lengua se ha empobrecido y los hablantes hemos perdido capacidad de opini¨®n y decisi¨®n. Al constre?irnos al uso t¨¦cnico, se nos fuerza a razonar dentro de un restringido planteamiento jur¨ªdico y a excluir las consideraciones de otro tipo y en otros ¨¢mbitos, que el uso castizo s¨ª permit¨ªa y aun estimulaba.
Las etiquetas impuestas desde los olimpos del poder se apoderan as¨ª de los espacios sociales y personales, para robarle dimensiones a la complejidad de las acciones y las conductas humanas y reducirlas a un ¨²nico aspecto. Con ello no s¨®lo se mina la lengua, sino que se debilita la imagen de la realidad, muchas veces con deliberado prop¨®sito de enga?o.
En el caso de la judicializaci¨®n de la lengua, no puede estar m¨¢s claro: medir el comportamiento de un individuo por un rasero exclusivamente legal implica descartar todas las otras posibilidades de valorarlo. Cuando se trata de una figura p¨²blica, es invariablemente una artima?a para distraer la atenci¨®n e impedir que se le apliquen patrones distintos de los espec¨ªficos de los tribunales: la arquet¨ªpica falacia, por ejemplo, de que el asesino no es culpable (no se confunda con "penalmente responsable") porque el crimen ha prescrito.
Parece un hecho firme que un cierto Alonso P¨¦rez, alias El Bigotes, a quien la prensa describe como director de la hijuela valenciana de una "gran trama de corrupci¨®n pol¨ªtica vinculada al PP", regal¨® (que se sepa) media docena de trajes al presidente del antiguo reino, don Francisco Camps, y no s¨¦ qu¨¦ ni?er¨ªas preciosas a sus m¨¢s allegados. La materia ha ido a los tribunales y todo el inter¨¦s se centra en si uno de los dos o los dos a una han incurrido en un delito de soborno, "cohecho pasivo impropio" (que ahora resulta ser noci¨®n familiar¨ªsima al com¨²n de los mortales) u otra figura jur¨ªdica, y si el proceso, de llevarse a cabo, se celebrar¨¢ con jurado o sin ¨¦l, y qu¨¦ precio ha de tener un obsequio para convertirse en soborno.
Como siempre en ocasiones similares, los secuaces del se?or Camps alegan la presunci¨®n de inocencia constitucional, mientras por presunto entienden los rivales supuesto culpable, seg¨²n es de rutina (en general, ?no valdr¨ªa la pena sustituirlo por acusado?).
Sin embargo, cifrar el asunto en las facetas legales, o simplemente tom¨¢rselas demasiado en serio, s¨ª que es prevaricar "trastrocando el orden de las cosas", por descuidar, en especial, las conversaciones entre el presidente y P¨¦rez hechas p¨²blicas por EL PA?S:
Camps: "Feliz Navidad, amiguito del alma".
P¨¦rez. "Oye... que te sigo queriendo mucho. (...)".
Camps. "Ya, ya lo s¨¦, pero sobre todo para decirte que te quiero un huevo", etc¨¦tera, etc¨¦tera.
Un vetusto magistrado dictamina en la Red que "si la acusaci¨®n no prueba la realidad de un regalo en atenci¨®n al cargo, y no por exclusivas razones de amistad, ser¨¢ absuelto". Pamplinas. El meollo del caso no es el regalo, punto de m¨ªnima importancia, sino la amistad con un tipo como El Bigotes; y quien puede juzgar sobre la amistad no es Papiniano con sus c¨®digos, sino Cicer¨®n con t¨¦rminos naturales y corrientes ("usitatis verbis et propriis"). Ni los que cuentan son los criterios estrechamente jur¨ªdicos, sino los criterios pol¨ªticos, morales, de decoro, hombr¨ªa de bien, dignidad y coherencia: los propios de la experiencia diaria, de la mirada personal y de la lengua com¨²n. No otro es el jurado de veras relevante.
Las buenas gentes de a pie se est¨¢n quedando sin opini¨®n y sin lengua, porque no tienen otras palabras ni ideas que el repertorio prefabricado que se les sirve en bandeja.
La judicializaci¨®n del idioma es s¨®lo una muestra, multiplicable por cien, de c¨®mo los lenguajes sectoriales colonizan la realidad, la ocultan tras cortinas de humo o la reducen a los datos m¨¢s f¨¢cilmente manipulables. Es, tambi¨¦n, una corrupci¨®n de la libertad y el juicio de cada cual.
Francisco Rico es miembro de la Real Academia Espa?ola.
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