'No hay nadie en casa'
Literatura y geopol¨ªtica se entremezclan en este agudo an¨¢lisis de la escritora croata Dubravka Ugrešic, que refleja las curiosidades, contradicciones y paradojas del mundo actual
Derecho a la infelicidad
Los hombres han inventado diversas formas verbales y no verbales de socializaci¨®n. Los italianos se besuquean sin cesar. Los americanos hacen su famoso hug, el abrazo de oso con palmaditas a la espalda. Los holandeses se besan tres veces en la mejilla. Por ese motivo, a un holand¨¦s casi lo matan una vez en Zagreb. Cre¨ªan que era serbio. Porque los serbios se besan tres veces, y los croatas, s¨®lo dos.
En la socializaci¨®n no verbal, la gente utiliza la boca, las manos, los ojos, en alg¨²n lugar la nariz, en otros, cuentan, incluso los dedos de los pies. En la socializaci¨®n verbal, los m¨¢s amables son los americanos: siempre est¨¢n fine, y sus d¨ªas siempre son nice. Los holandeses preguntar¨¢n primero d¨®nde tienes la bicicleta, y si no tienes te aconsejar¨¢n c¨®mo hacerte con una. Porque s¨®lo la vida con una bicicleta puede denominarse normal, el resto es una miseria. Los orientales, ¨¢rabes, indios, chinos te preguntar¨¢n enseguida si est¨¢s casado, cu¨¢ntos hijos tienes, cu¨¢ntos hermanos, si viven tus padres y cosas similares. A los orientales lo que m¨¢s les interesa es la situaci¨®n familiar. En el arte de una breve conversaci¨®n banal (small talk), los mejores, seg¨²n parece, son los ingleses, mientras que los rusos son los campeones absolutos en las charlas maratonianas repletas de humo y efluvios de alcohol.
Los ex yugoslavos han desarrollado durante siglos la sensibilidad por la infelicidad. Lo tienen en los genes
Los peores son mis paisanos, los ex yugoslavos. En las calles de ciudades extranjeras se les reconoce enseguida. Acechan ce?udos el entorno, se mueven con cautela, dispuestos a defenderse igual que si estuvieran en la selva, igual que si detr¨¢s de cada arbusto los estuviera esperando una cosa espantosa. Mis paisanos son gente que en la sala de espera del dentista abren la mand¨ªbula y se ense?an unos a otros las caries. Gente que en las salas de espera del hospital son capaces de despechugarse, quitarse la camisa y los pantalones para ense?arse unos a otros las cicatrices de la operaci¨®n y demostrar que las propias son las peores. Cuando se les pregunta: "?C¨®mo est¨¢s?", mis paisanos suelen responder: "?Mejor no preguntes!".
Lo m¨¢s que se puede obtener de ellos es: "As¨ª, as¨ª, podr¨ªa ir mejor".
A menudo pienso que estos paisanos m¨ªos no son personas, sino calamares con forma humana: basta que los toques para que suelten la tinta. (...)
Mis paisanos son gente que durante siglos ha desarrollado la sensibilidad por la infelicidad, lo tienen en los genes; en efecto, la infelicidad se ha introducido en el idioma coloquial como expresi¨®n de la mayor felicidad. Cuando le preguntas a una joven madre c¨®mo duerme su hijo reci¨¦n nacido, ella responder¨¢ con ternura: "Ya ves, ?duerme como si lo hubieran degollado!". En otros entornos, los ni?os duermen como "angelitos", y en mi antiguo entorno duermen como "degollados".
Mientras otras sociedades tienen en sus paquetes ideol¨®gicos un apartado dedicado al derecho de los ciudadanos a la felicidad personal, mis ex paisanos han luchado por lo contrario (y lo han conseguido), el derecho a la infelicidad personal.
Todos los veranos me acerco al Adri¨¢tico bello y azul. En lugar de descansar, escucho pacientemente los informes habituales sobre el nivel de las aguas de la infelicidad local. (...) Todos los veranos, ya digo, corro en busca de una dosis de infelicidad. Me he convertido en adicta. Pago caras las caballas congeladas por las que se deslizan las moscas locales y bebo vino ¨¢cido s¨®lo para hartarme de o¨ªr el quejido local.
Todos los s¨¢bados llamo a mi madre. Los s¨¢bados son constantes. S¨®lo las ciudades que veo por la ventana mientras telefoneo cambian: Nueva York, Amsterdam, Boston, Berl¨ªn...
-?Sabes qui¨¦n se ha muerto? -me pregunta mi madre pl¨¢cidamente.
-?Qui¨¦n? -pregunto yo con la misma placidez, contagiada por el tono materno.
-La anciana se?ora Sušek... ?Y sabes que Peri ha sufrido una apoplej¨ªa?
-No, ?c¨®mo iba a saberlo?
-Bueno, no se ha muerto, pero le han quedado graves secuelas.
Y con Peri me tranquilizo hasta el s¨¢bado siguiente.
Ostalgia
La memoria a veces se parece a un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, a los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe nuestra historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo cat¨¢logos de nuestra vida en ¨¢lbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia ¨ªntima de cada d¨ªa que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, la arqueolog¨ªa del quehacer cotidiano es para exc¨¦ntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es una guardiana precisa de nuestro recuerdo m¨¢s ¨ªntimo, m¨¢s precisa que la historia oficial, m¨¢s exacta y m¨¢s c¨¢lida que la que est¨¢ encuadernada en los ¨¢lbumes familiares. Porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un ¨¢lbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sab¨ªa bien.
Con la ca¨ªda del sistema en los pa¨ªses de Europa Oriental fue desvaneci¨¦ndose poco a poco la cotidianidad a la que los habitantes de estos pa¨ªses, sin saberlo, se hab¨ªan acostumbrado. Hoy d¨ªa, poderosas cadenas comerciales occidentales, de manera lenta pero segura, pueblan el Este. (...) La mercanc¨ªa occidental desbanca lentamente a los productos nacionales que con su dise?o comunista divirtieron durante a?os a los turistas y visitantes occidentales, mientras que para los consumidores dom¨¦sticos eran fuente de frustraci¨®n.
En Amsterdam, en el club de refugiados bosnios, ubicado en una nave industrial, bulle la vida ilegal. El espacio es la r¨¦plica de un refugio antia¨¦reo improvisado. En las paredes cuelgan recortes de peri¨®dicos, un mapa peque?o de Bosnia, pero tambi¨¦n un paisaje esloveno y una marina d¨¢lmata. (...) La Ostalgia, un sentimiento complejo, por lo general no se satisface con la reconstrucci¨®n de r¨¦plicas de nuestros hogares abandonados en Europa Oriental. El encuentro con la r¨¦plica suele provocar una mezcla confusa de desprecio, estupor, descontento, asombro, dolor: qui¨¦n sabe todo lo que se agita en las almas traumatizadas de los exiliados. (...)
No hace mucho estuve en Berl¨ªn. (...) Primero fui a un negocio jud¨ªo-ucraniano, com¨ª un borsch kosher; luego, en una especie de taberna rusa improvisada, me hart¨¦ de comer pelmeni rusos, y encend¨ª una papirosa picante Belomor. En mi estanter¨ªa de Amsterdam, junto con los libros, se pavonea ahora un souvenir de Berl¨ªn, un ejemplar prehist¨®rico, Sguschi¨®nnoye Molok¨®, una lata sovi¨¦tica de leche condensada, denominada cari?osamente Sguschionka, algo as¨ª como condensadica.
Mientras escribo estas l¨ªneas paladeo uno de los ¨²ltimos caramelos de fabricaci¨®n sovi¨¦tica, los Kr¨¢snaya Sh¨¢pochka. A duras penas logro tragar una masa pegajosa con sabor a chocolate. Me siento como un ilegal. Con el caramelo satisfago la nostalgia. Aunque en realidad no tengo claro de qu¨¦.
No hay nadie en casa, de Dubravka Ugreši?c. Editorial Anagrama. Precio: 21 euros.
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