Natasha
1.
En las escaleras Natasha se cruz¨® con su vecino de la puerta de al lado, el Bar¨®n Wolfe. Sub¨ªa con una leve fatiga las escaleras de madera lavada, acariciando la barandilla y silbando suavemente para s¨ª.
-?Ad¨®nde vas tan deprisa, Natasha?
-A la farmacia a por unas medicinas. Acaba a a por unas medicinas. Acaba de venir el m¨¦dico. Mi padre est¨¢ mejor.
-Buenas noticias.
Natasha, apresurada, con gabardina y sin sombrero, pas¨® de largo evitando el encuentro en un susurro de telas.
Apoy¨¢ndose en el pasamanos de la escalera, Wolfe se detuvo a mirarla. Desde su altura le dio tiempo a atisbar el brillo de su peinado adolescente, partido en una raya. Sin dejar de silbar, subi¨® hasta el ¨²ltimo piso, arroj¨® su cartera toda mojada sobre la cama y se fue satisfecho a lavarse y secarse las manos.
?l repiti¨® varias veces las palabras: "Esto es horrible",para luego acabar en una sonrisa de terror
"He vivido en una tienda de campa?a no lejos de Tamatave, donde la tierra es roja y el mar azul oscuro. No te podr¨ªa describir aquel mar"
Natasha frunci¨® el ce?o y dijo: "Por alguna raz¨®n, tengo la sensaci¨®n de que mi padre est¨¢ peor. Quiz¨¢ no hubi¨¦ramos debido dejarlo solo"
Luego, llam¨® a la puerta del viejo Khrenov.
Khrenov viv¨ªa con su hija en una habitaci¨®n al otro lado del descansillo. Su hija dorm¨ªa en un sof¨¢ desvencijado cuyos extra?os muelles se mec¨ªan como si fueran un prado de c¨¦sped met¨¢lico que apuntara bajo la tapicer¨ªa gastada. El resto del mobiliario era una mesa sin pintar, desordenada y toda cubierta con peri¨®dicos de tinta borrosa. El enfermo Khrenov, un anciano enjuto y apergaminado que llevaba un camis¨®n que le llegaba hasta los tobillos, volvi¨® a meterse en la cama -y el crujido de las tablas del suelo dio cuenta de sus pasos apresurados- y lleg¨® a tiempo para cubrirse con la s¨¢bana justo en el momento en que la gran cabeza afeitada de Wolfe se asomaba por la puerta.
-Entra, me alegro de verte, pero entra ya.
El anciano respiraba con dificultad; la puerta de la mesilla de noche estaba entreabierta.
-Me he enterado de que est¨¢s ya casi recuperado del todo, Alexey Ivanych -dijo el Bar¨®n Wolfe, y se sent¨® junto a la cama palmeando las rodillas.
Khrenov le dio la mano, amarillenta y pegajosa, y neg¨® con la cabeza.
-No s¨¦ lo que te habr¨¢n contado, pero tengo la absoluta seguridad de que me voy a morir ma?ana.
Y lo corrobor¨® con un chasquido de sus labios.
-Tonter¨ªas -le interrumpi¨® Wolfe alegremente mientras sacaba del bolsillo de atr¨¢s una enorme pitillera de plata-. ?Te importa si fumo?
Estuvo jugando mucho rato con el mechero, sin dejar de chascar la piedra. Khrenov entrecerr¨® los ojos. Ten¨ªa los p¨¢rpados azulados como las membranas de una rana. Unos pelillos gris¨¢ceos cubr¨ªan su barbilla prominente. Sin abrir los ojos dijo: "Ser¨¢ como te acabo de decir. Mataron a mis dos hijos y a Natasha y a m¨ª nos echaron brutalmente de nuestro nido natal. Ahora no nos queda m¨¢s remedio que vivir y morir en una ciudad extra?a. Qu¨¦ est¨²pido, cuando te pones a pensarlo?".
Wolfe comenz¨® a hablar alto y con determinaci¨®n. Dijo que Khrenov ten¨ªa muchos a?os todav¨ªa por delante, gracias a Dios, y que todo el mundo volver¨ªa a Rusia en primavera, junto con las golondrinas. Y a continuaci¨®n empez¨® a contar una an¨¦cdota del pasado.
-Ocurri¨® cuando viajaba por el Congo -dijo mientras su cuerpo, un punto corpulento, se mec¨ªa ligeramente al comp¨¢s de sus palabras-. Ay, el lejano Congo, mi querido Alexey Ivanych, aquellas tierras salvajes y lejanas, si t¨² supieras? Imag¨ªnate un pueblo en medio de la selva, las mujeres con pechos desnudos y ondulantes y el brillo del agua, negra como el caracul entre las chozas. Y all¨ª en medio, bajo un ¨¢rbol gigantesco, un kiroku, hab¨ªa unas naranjas grandes como pelotas de goma, y por la noche desde el interior del tronco del ¨¢rbol se o¨ªa como el ruido del mar. Mantuve una larga conversaci¨®n con el reyezuelo local. Nuestro traductor era un ingeniero belga, otro hombre curioso. Por cierto, juraba que en 1895 hab¨ªa visto un ictiosauro en los pantanos no lejos de Tanganika. El reyezuelo era como una medusa tiznada de cobalto, engalanado con anillos y con una masa gelatinosa en el est¨®mago. Y te voy a contar lo que pas¨® entonces?
Wolfe, que estaba disfrutando con su relato, sonri¨® y se acarici¨® la calva azulada.
-Natasha ya est¨¢ de vuelta -le interrumpi¨® Khrenov con decisi¨®n callada, sin abrir los ojos.
Wolfe se ruboriz¨® al instante y volvi¨® la cabeza. Un segundo m¨¢s tarde y como en la distancia, se oy¨® el ruido met¨¢lico de la llave de la puerta principal y unas pisadas crujieron en el hall de entrada. Y al momento, Natasha entr¨® en la habitaci¨®n, con mirada radiante.
-?C¨®mo est¨¢s, pap¨¢?
Wolfe se levant¨® y dijo con fingida indiferencia: "Tu padre est¨¢ perfectamente bien y no veo raz¨®n alguna para que siga en la cama? Iba a contarle una historia acerca de cierto brujo africano".
Natasha sonri¨® a su padre y se dispuso a abrir el sobre de la medicina.
-Est¨¢ lloviendo -dijo dulcemente-. Hace un tiempo horrible.
Como suele ocurrir cuando se menciona el tiempo, los otros miraron por la ventana. Al incorporarse, una vena gris azulada se dej¨® ver en el cuello estirado de Khrenov. Luego dej¨® descansar la cabeza en la almohada. Con expresi¨®n de tristeza Natasha iba contando las gotas de la medicina, marcando el tiempo con las pesta?as. Su pelo negro, brillante, estaba cubierto de gotas de lluvia y bajo sus ojos se ve¨ªan unas adorables sombras azules.
2.
De vuelta en su habitaci¨®n, Wolfe se entretuvo en medirla con sus pasos durante un buen rato, con una sonrisa feliz y nerviosa, y de tanto en tanto se dejaba caer en un sill¨®n o en el borde de la cama. Luego, por alguna raz¨®n, abri¨® la ventana y escrut¨® el oscuro borboteo del patio de abajo. Finalmente se encogi¨® de hombros, como en un espasmo, se puso el sombrero verde y sali¨®.
El viejo Khrenov, que descansaba desplomado en el sof¨¢ mientras Natasha le arreglaba la cama para la noche, observ¨® con indiferencia, en un susurro apenas audible:
-Wolfe ha salido a cenar.
A continuaci¨®n suspir¨® y se arrop¨® con la s¨¢bana.
-Ya est¨¢ -dijo Natasha-. M¨¦tete en la cama, pap¨¢.
Estaban rodeados por la h¨²meda ciudad vespertina, por los negros torrentes de las calles, las c¨²pulas m¨®viles y brillantes de los paraguas, el resplandor de los escaparates que chorreaban su brillo de luces hasta el asfalto. La noche empez¨® a fluir junto con la lluvia, llenando las profundidades de los patios, vacilando como una llama en los ojos de las prostitutas de largas piernas que lentamente se paseaban por las esquinas atestadas de gente. Y, en alg¨²n lugar en las alturas, las luces circulares de un anuncio brillaban intermitentemente como una noria iluminada que no dejara de dar vueltas.
Al caer la noche, a Khrenov le hab¨ªa subido la fiebre. El term¨®metro estaba caliente, vivo -la columna de mercurio hab¨ªa alcanzado cotas muy altas en la peque?a escala roja. Durante un buen rato murmur¨® palabras ininteligibles, mientras se mord¨ªa los labios sin dejar de menear la cabeza con suavidad. Luego se qued¨® dormido. Natasha se desnud¨® a la d¨¦bil luz de una vela y contempl¨® su reflejo en el l¨®brego cristal de la ventana, el cuello p¨¢lido y delgado, su trenza oscura que le llegaba al hombro. Se qued¨® as¨ª de pie, en una l¨¢nguida inmovilidad, y de repente le pareci¨® que la habitaci¨®n, junto con el sof¨¢, la mesa atestada de colillas, la cama en la que, con la boca abierta, un viejo sudoroso de nariz afilada dorm¨ªa inquieto -que todo eso comenzaba a moverse hasta quedarse flotando, como la cubierta de un barco adentr¨¢ndose en la noche. Suspir¨®, se acarici¨® la espalda desnuda, todav¨ªa caliente, y arrebatada en parte por una especie de mareo, se acomod¨® en el sof¨¢. Entonces, con una vaga sonrisa, empez¨® a quitarse, enroll¨¢ndolas muy despacio, aquellas medias viejas, tantas veces remendadas. Y?de nuevo la habitaci¨®n empez¨® a flotar, y sinti¨® como si alguien respirara aire caliente sobre su nuca. Abri¨® los ojos con intensidad
-unos ojos oscuros, alargados, cuyo blanco ten¨ªa un brillo azulado. Una mosca de oto?o empez¨® a volar en c¨ªrculo en torno a la vela y se estamp¨® contra la pared como si fuera un guisante negro que emite un zumbido. Natasha se abrig¨® lentamente con la manta y se estir¨®, sintiendo, como una espectadora de s¨ª misma, el calor de su propio cuerpo, de sus largos muslos y de sus brazos desnudos estirados tras su nuca. Se sent¨ªa demasiado perezosa para apagar la vela, para ahuyentar el hormigueo que la llevaba a encoger involuntariamente las rodillas y a cerrar los ojos. Khrenov emiti¨® un profundo gemido y sin dejar de dormir movi¨® un brazo y lo alz¨® fuera de las s¨¢banas. El brazo se dej¨® caer como el brazo de un muerto. Natasha se incorpor¨® ligeramente y sopl¨® para apagar la vela. C¨ªrculos multicolores empezaron a nadar ante sus ojos.
Me encuentro tan bien, pens¨®, ri¨¦ndose contra la almohada. Estaba encogida en la cama y se ve¨ªa a s¨ª misma incre¨ªblemente peque?a, y los pensamientos que ten¨ªa en la cabeza eran todos como chispas calientes que se dispersaran y se deslizaran dulcemente. Cuando se estaba quedando dormida su torpor se vio roto por un grito profundo y aterrorizado.
-?Qu¨¦ te pasa, pap¨¢?
Revolvi¨® en la mesa y encendi¨® la vela.
Khrenov se hab¨ªa incorporado en la cama y respiraba con furia, sus dedos agarrados al cuello del camis¨®n. Hac¨ªa unos minutos que se hab¨ªa despertado y estaba congelado de terror, habiendo confundido la esfera luminosa del reloj que aguardaba en la silla con la boca de un rifle que inm¨®vil le apuntaba directamente. Aguardaba el tiro, sin atreverse a hacer el m¨¢s m¨ªnimo movimiento, y luego, perdido el control, empez¨® a gritar. Ahora se hab¨ªa quedado mirando a su hija, pesta?eando y sonriendo con una sonrisa tr¨¦mula.
-Pap¨¢, c¨¢lmate, no pasa nada?
Se levant¨® descalza -los pies un leve susurro en las tablas de madera- a arreglarle las almohadas y le toc¨® la frente, que ten¨ªa pegajosa y fr¨ªa de sudor. Con un profundo suspiro y temblando todav¨ªa como con espasmos, su padre se volvi¨® hacia la pared y murmur¨®: "Todos ellos, todos? y tambi¨¦n yo. Es una pesadilla? No, no, no debes".
Y se qued¨® dormido como quien se cae a un abismo.
Natasha volvi¨® a acostarse. El sof¨¢ parec¨ªa ahora tener m¨¢s bultos, los muelles le apretaban el costado, tambi¨¦n los hombros, pero al final consigui¨® encontrar una postura c¨®moda y volvi¨® a flotar en el c¨¢lido sue?o interrumpido que todav¨ªa sent¨ªa sin por eso recordarlo. Al amanecer, algo la despert¨®. Su padre la llamaba.
-Natasha, no me encuentro bien. Dame un poco de agua.
En equilibrio precario, su somnolencia todav¨ªa traspasada por el p¨¢lido azul del amanecer, fue hasta el lavabo a llenar la jarra que tintineaba con sus pasos. Khrenov bebi¨® con avidez apurando el vaso. Dijo: "Ser¨ªa tremendo que no tuviera tiempo de regresar".
-Vuelve a dormirte, pap¨¢. Trata de dormir.
Natasha se puso la bata de franela y se sent¨® a los pies de la cama de su padre. ?l repiti¨® varias veces las palabras: "Esto es horrible", para luego acabar en una sonrisa de terror.
-Natasha, no dejo de imaginar que voy paseando por nuestro pueblo. ?Te acuerdas de aquel lugar junto al r¨ªo, cerca del aserradero? Y resulta dif¨ªcil caminar. Ya sabes, todo aquel serr¨ªn y la arena. Los pies se me hunden. Me hacen cosquillas. Una vez, cuando viajamos al extranjero? -arrug¨® el ce?o, luchando por seguir el curso de sus pensamientos dispersos.
Natasha record¨® con extraordinaria nitidez el aspecto que ten¨ªa su padre entonces, record¨® su rala barba rubia, sus guantes de piel gris, su gorra escocesa que parec¨ªa una de esas bolsas de goma donde guardas la esponja cuando te vas de viaje? y de repente se dio cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
-S¨ª. Eso es todo -Khrenov musit¨® con indiferencia, escrutando la niebla del amanecer.
-Duerme un poco m¨¢s, pap¨¢. Yo me acuerdo de todo.
Con torpeza, bebi¨® un trago de agua, se lav¨® la cara y se volvi¨® a descansar sobre la almohada. Desde el patio lleg¨® el canto dulce y vibrante del gallo.
3.
A la ma?ana siguiente, hacia las once, Wolfe llam¨® a la puerta de los Khrenov. Unos platos tintinearon aterrorizados en la habitaci¨®n y Natasha rompi¨® a re¨ªr. Inmediatamente se desliz¨® al descansillo, despu¨¦s de cerrar con cuidado la puerta tras de s¨ª.
-Estoy tan contenta. Mi padre est¨¢ mejor hoy.
Iba vestida con una blusa blanca y una falda beige con botones en las caderas. Sus alargados ojos brillaban de felicidad.
-Ha pasado una noche muy inquieta -continu¨® r¨¢pidamente-, pero ahora est¨¢ totalmente tranquilo. Ya no tiene fiebre. Incluso ha decidido que se va a levantar. Lo acaban de ba?ar.
-Hoy hace un sol espl¨¦ndido -dijo Wolfe misteriosamente-. No he ido a trabajar.
Estaban de pie en el descansillo con su luz mortecina, apoyados ambos en la pared sin saber qu¨¦ m¨¢s decirse.
-?Sabes qu¨¦, Natasha? -se aventur¨® finalmente Wolfe, separ¨¢ndose de la pared lentamente, como si la empujara, y meti¨¦ndose las manos en los bolsillos de sus arrugados pantalones grises-. V¨¢monos de excursi¨®n al campo. Estaremos de vuelta a las seis, ?qu¨¦ te parece?
Natasha le escuchaba reclinada en la pared, aunque a su vez empez¨® a enderezarse.
-Pero ?c¨®mo voy a dejar a mi padre solo? Aunque quiz¨¢?
Y al detectar la sombra de la duda en sus palabras, Wolfe se alegr¨®.
-Natasha, guapa, venga, dec¨ªdete, por favor. ?No me acabas de decir que hoy tu padre est¨¢ bien? Y la casera est¨¢ ah¨ª al lado para cualquier cosa que necesite.
-Es verdad -dijo Natasha lentamente-. Se lo voy a decir.
Y con un revuelo de la falda volvi¨® a la habitaci¨®n.
Encontr¨® a Khrenov completamente vestido a excepci¨®n del cuello duro de la camisa; trataba de coger algo que hab¨ªa en la mesa.
-Natasha, Natasha, ayer te olvidaste de comprar los peri¨®dicos?
Natasha se dispuso a hacer t¨¦ en el hornillo de gas.
-Pap¨¢, hoy me gustar¨ªa ir de excursi¨®n al campo. Wolfe me
lo ha propuesto.
-Desde luego, hija m¨ªa, debes ir -contest¨® Khrenov y los blancos azulados de sus ojos se llenaron de l¨¢grimas-. Cr¨¦eme, hoy estoy mucho mejor. Si no fuera por esta rid¨ªcula debilidad?
Cuando Natasha se hubo ido, su padre empez¨® de nuevo a andar a tientas por la habitaci¨®n, inseguro, buscando algo? Con un d¨¦bil gru?ido trat¨® de mover el sof¨¢. Y luego mir¨® debajo del mismo? y se qued¨® all¨ª un rato, tumbado en el suelo, la cabeza le daba vueltas con n¨¢useas. Despacio, con mucho esfuerzo, consigui¨® incorporarse, ponerse de pie y llegar a la cama? Y de nuevo tuvo la sensaci¨®n de que estaba cruzando alg¨²n puente, de que o¨ªa el ruido de un aserradero, de que unos ¨¢rboles amarillentos flotaban, de que sus pies se hund¨ªan y hund¨ªan en el h¨²medo serr¨ªn, de que un viento fr¨ªo ven¨ªa zumbando del r¨ªo, provoc¨¢ndole cada vez m¨¢s y m¨¢s escalofr¨ªos?
4.
-S¨ª, todos mis viajes? Natasha, a veces me siento como un dios. He visto el Palacio de las Sombras de Ceil¨¢n y he cazado diminutos p¨¢jaros color esmeralda en Madagascar. Los ind¨ªgenas llevan collares confeccionados con huesos de v¨¦rtebras, y por la noche cantan en la costa de una forma tan extra?a, como si fueran chacales musicales. He vivido en una tienda de campa?a no lejos de Tamatave, donde la tierra es roja y el mar azul oscuro. No te podr¨ªa describir aquel mar.
Wolfe se qued¨® callado, jugueteando con una pi?a. Luego se pas¨® la palma hinchada de la mano a lo largo de su rostro y rompi¨® a re¨ªr.
-Y aqu¨ª estoy, sin un c¨¦ntimo, atrapado en la m¨¢s miserable de las ciudades europeas, ahog¨¢ndome en una oficina d¨ªa tras d¨ªa, como cualquier holgaz¨¢n, malcomiendo pan y salchichas por la noche en un fig¨®n de camioneros. Y sin embargo, hubo un tiempo?
Natasha estaba tumbada boca abajo, apoyada en los codos bien abiertos, observando las copas iluminadas de los pinos conforme iban desapareciendo en las alturas turquesas. Mientras contemplaba el cielo, unos puntos redondos luminosos rielaban y se dispersaban en sus ojos. De cuando en cuando algo revoloteaba como un espasmo dorado de pino a pino. Junto a sus piernas cruzadas el Bar¨®n Wolfe se sentaba con su terno gris, su cabeza afeitada inclinada, y segu¨ªa manoseando la pi?a seca.
Natasha suspir¨®.
-En la Edad Media -dijo mirando las copas de los pinos- me habr¨ªan quemado en la hoguera o me habr¨ªan canonizado. A veces tengo sensaciones extra?as. Como una especie de ¨¦xtasis. Luego me quedo como ingr¨¢vida, y siento como si estuviera flotando en alg¨²n lugar y entonces lo entiendo todo, la vida, la muerte, todo? En una ocasi¨®n, cuando ten¨ªa unos diez a?os, estaba sentada en el comedor, dibujando. Hasta que me cans¨¦ y empec¨¦ a pensar. Y de repente se cruz¨® en mis pensamientos la presencia de una mujer, descalza, con una ropa de color azul muy gastada, y una gran tripa gr¨¢vida, y su rostro era menudo, delgado y amarillento, con unos ojos extraordinariamente bondadosos, extraordinariamente misteriosos? Sin mirarme, pas¨® corriendo y desapareci¨® en la habitaci¨®n de al lado. No me asust¨¦. Por alguna extra?a raz¨®n pens¨¦ que hab¨ªa venido a fregar los suelos. Nunca me volv¨ª a encontrar con aquella mujer, pero ?sabes qui¨¦n era? La Virgen Mar¨ªa...
Wolfe sonri¨®.
-?Qu¨¦ te lleva a pensar eso, Natasha?
-Lo s¨¦. Se me apareci¨® en sue?os cinco a?os m¨¢s tarde. Llevaba un ni?o en el regazo y a sus pies descansaban unos ¨¢ngeles apoyados en los codos, exactamente igual que en el cuadro de Rafael, con la diferencia de que ¨¦stos estaban vivos. Y por si eso no fuera suficiente, tambi¨¦n tengo, a veces, otras visiones, m¨¢s humildes. Cuando se llevaron a mi padre, en Mosc¨², me qued¨¦ sola en la casa y ocurri¨® lo siguiente: en la mesa de trabajo hab¨ªa una peque?a campana de bronce como las que les ponen a las vacas en el Tirol. Sin previo aviso se elev¨® en el aire, empez¨® a ta?er y luego se cay¨®. Qu¨¦ sonido tan puro, tan maravilloso.
Wolfe se la qued¨® mirando sorprendido y luego tir¨® la pi?a y habl¨® con voz fr¨ªa y opaca.
-Hay algo que tengo que decirte, Natasha. Ver¨¢s, nunca he estado en ?frica ni tampoco en la India. Todo lo que te he contado es mentira. Voy a cumplir treinta a?os, pero aparte de dos o tres ciudades rusas, una docena de pueblos, y este pa¨ªs desolado, no he visto nada m¨¢s. Por favor, perd¨®name.
Y sonri¨® con una sonrisa melanc¨®lica. De repente, sinti¨® una piedad intolerable por las grandiosas fantas¨ªas que le hab¨ªan sostenido desde su ni?ez.
El tiempo era oto?al, seco y c¨¢lido. Los pinos apenas cruj¨ªan al mecerse sus copas te?idas de oro.
-Una hormiga -dijo Natasha, levant¨¢ndose y arregl¨¢ndose la falda y las medias-. Nos hemos sentado sobre las hormigas.
-?Me desprecias mucho? -pregunt¨® Wolfe.
Ella se ri¨®.
-No seas tonto. Somos tal para cual. Todo lo que te he contado de mis ¨¦xtasis y la Virgen Mar¨ªa y la campanilla eran puras fantas¨ªas. Lo invent¨¦ todo un buen d¨ªa, y, claro, despu¨¦s de eso, naturalmente, tuve la impresi¨®n de que realmente hab¨ªa sucedido.
-Eso suele pasar -dijo Wolfe, radiante.
-Cu¨¦ntame m¨¢s cosas de tus viajes -pregunt¨® Natasha, sin sarcasmo alguno.
Con un gesto mec¨¢nico, Wolfe sac¨® su contundente pitillera de plata.
-A tu servicio. Una vez, cuando navegaba en una goleta de Borneo a Sumatra?
5.
Una suave pendiente descend¨ªa hasta el lago. Los postes del pantal¨¢n de madera se reflejaban como espirales grises en el agua. M¨¢s all¨¢ del lago hab¨ªa un bosque de pinos negros, pero aqu¨ª y all¨ª se divisaba alg¨²n tronco blanco y la neblina de las hojas amarillentas de un abedul. En el agua color turquesa oscuro flotaban relumbres de nubes y Natasha se acord¨® de repente de los paisajes de Levitan. Tuvo la impresi¨®n de que estaban en Rusia, que s¨®lo pod¨ªan estar en Rusia donde esa felicidad t¨®rrida te aprieta la garganta, y se sent¨ªa feliz de que Wolfe le relatara aquel sinsentido maravilloso, con sus peque?os ruidos, lanzando peque?as piedras planas que m¨¢gicamente patinaban sobre el agua para rebotar a continuaci¨®n. En aquel d¨ªa laborable no hab¨ªa gente; s¨®lo se dejaban o¨ªr de cuando en cuando unas nubecillas de risas o de gritos, y la ¨²nica sombra que se cern¨ªa sobre el lago era un ala blanca? la vela de un yate. Caminaron un buen rato a lo largo de la orilla del lago, subieron por la pendiente resbaladiza y encontraron un camino donde las matas de frambuesa emit¨ªan una bocanada de humedad negra. Un poco m¨¢s adelante, junto al agua, hab¨ªa un caf¨¦, desierto, sin camareras ni clientes a la vista, como si se hubiera declarado un fuego y todos se hubieran tenido que ir corriendo, llev¨¢ndose consigo tazas y platos. Wolfe y Natasha dieron la vuelta al caf¨¦ y luego se sentaron a una mesa vac¨ªa donde hicieron como que com¨ªan y beb¨ªan mientras escuchaban la m¨²sica de una orquesta que animaba el almuerzo. Y mientras se divert¨ªan y re¨ªan, Natasha crey¨® o¨ªr el sonido n¨ªtido y real de una m¨²sica de viento de color naranja. Luego, con una sonrisa misteriosa, se levant¨® de improviso y corri¨® a la orilla del lago. El Bar¨®n Wolfe fue tras ella penosamente: "?Espera, Natasha? todav¨ªa no hemos pagado!".
Despu¨¦s, encontraron un prado de color verde manzana, bordeado por juncias, a trav¨¦s del cual el sol hac¨ªa que el agua brillara como oro l¨ªquido, donde Natasha, entrecerrando los ojos y respirando con fuerza, repiti¨® varias veces: "Dios m¨ªo, qu¨¦ maravilloso?".
Wolfe se sinti¨® herido por la falta de respuesta y se qued¨® callado, y en aquel momento ligero y soleado junto al gran lago, una cierta tristeza le pas¨® flotando como un escarabajo melodioso.
Natasha frunci¨® el ce?o y dijo: "Por alguna raz¨®n, tengo la sensaci¨®n de que mi padre est¨¢ peor. Quiz¨¢ no hubi¨¦ramos debido dejarlo solo".
Wolfe record¨® la escena del d¨ªa anterior cuando el anciano se meti¨® en la cama. Se vio a s¨ª mismo observando aquellas piernas delgadas, con el brillo gris de sus pelos erizados. Y pens¨®: "?Y si fuera a morirse precisamente hoy?".
-No digas eso, Natasha? hoy estaba muy bien.
-Yo tambi¨¦n lo pienso -contest¨® y se le pas¨® la tristeza.
Wolfe se quit¨® la chaqueta y al quedarse en mangas de camisa, la corpulencia de su cuerpo despidi¨® una leve aura de calor. Caminaban muy juntos y Natasha, que no dej¨® de mirar al frente, disfrutaba al sentir aquel calor que caminaba a su lado.
-?Cu¨¢ntos sue?os, Natasha, cu¨¢ntos sue?os! -dijo, mientras describ¨ªa c¨ªrculos silbantes con un peque?o bast¨®n-. ?T¨² crees que me miento a m¨ª mismo cuando hago pasar mis fantas¨ªas por realidad? Tuve un amigo que sirvi¨® durante tres a?os en Bombay. ?Bombay? ?Dios m¨ªo! La m¨²sica encerrada en la geograf¨ªa de los nombres. Esa palabra contiene en s¨ª misma bombas gigantes de luz de sol, de tambores. Imag¨ªnate, Natasha, aquel amigo m¨ªo era incapaz de comunicar nada, no recordaba nada excepto las peleas de trabajo, el calor, la fiebre y la mujer de un cierto coronel brit¨¢nico. ?Qui¨¦n de nosotros dos ha visitado entonces realmente la India?? Resulta obvio, desde luego, que yo. Bombay, Singapur? recuerdo, por ejemplo?
Natasha segu¨ªa caminando a lo largo de la orilla del agua, y las olas de tama?o infantil del lago le salpicaban los pies. En alg¨²n lugar m¨¢s all¨¢ del bosque pasaba un tren, como si viajara a lo largo de una cadencia musical, y ambos se detuvieron a escuchar. El d¨ªa se hab¨ªa vuelto un poco m¨¢s dorado, y los bosques al otro lado del lago ten¨ªan un matiz azulado.
Cerca de la estaci¨®n del tren, Wolfe compr¨® un cucurucho de ciruelas, pero resultaron estar amargas. Sentado en el vac¨ªo compartimiento de madera del tren, las fue arrojando a intervalos por la ventana, y no dejaba de lamentarse de que, en el caf¨¦, no hubiera robado algunos de esos posavasos de cart¨®n que ponen debajo de las jarras de cerveza.
-Vuelan tan bellamente, Natasha, como p¨¢jaros. Da gusto verlos.
Natasha estaba cansada; cerraba los ojos con determinaci¨®n, una y otra vez, y como le hab¨ªa ocurrido durante la noche, se ve¨ªa arrastrada y vencida por una sensaci¨®n leve de mareo.
-Cuando le cuente a mi padre nuestra excursi¨®n, por favor no?me interrumpas ni me corrijas. Quiz¨¢ le cuente cosas que no?hemos visto. Distintas y peque?as maravillas. ?l me entender¨¢.
Cuando llegaron a la ciudad decidieron ir a casa caminando. El Bar¨®n Wolfe callaba, taciturno, con una mueca de desagrado ante el ruido feroz de las bocinas de los autom¨®viles; Natasha, sin embargo, parec¨ªa empujada por velas de barcos, como si la fatiga la sostuviera, y la dotara de alas que la hac¨ªan ingr¨¢vida, y Wolfe se hab¨ªa transformado a sus ojos en un ser todo azul, tan azul como la noche. Cuando estaban a una manzana de su casa, Wolfe se detuvo de repente. Natasha sigui¨® andando. Luego, tambi¨¦n ella se par¨®. Mir¨® a su alrededor. Wolfe alz¨® los hombros, meti¨® las manos en los bolsillos de aquellos pantalones que le quedaban anchos, inclin¨® la cabeza como un toro y mir¨¢ndola de reojo le dijo que la quer¨ªa. Luego se dio la vuelta y se fue al estanco.
Natasha se qued¨® ah¨ª de pie un rato como suspendida en el aire y luego fue caminando lentamente hacia su casa. Tambi¨¦n esto se lo tendr¨¦ que decir a mi padre, pens¨®, avanzando a trav¨¦s de una niebla azul de felicidad, en la cual las farolas de la calle iban encendi¨¦ndose como piedras preciosas. Sinti¨® que se iba debilitando, que unas silenciosas olas c¨¢lidas flu¨ªan por su columna vertebral. Cuando lleg¨® a casa, vio que su padre, con una chaqueta negra, aguant¨¢ndose la camisa sin cuello ni bot¨®n con una mano y balanceando las llaves de la puerta con la otra, sal¨ªa apresuradamente, ligeramente encorvado en la niebla vespertina, y se dirig¨ªa al puesto de peri¨®dicos.
-Pap¨¢ -le llam¨® y se dispuso a seguirle.
?l se par¨® al borde de la acera y, ladeando la cabeza, la mir¨® con su habitual sonrisa taimada.
-Mi peque?o gallo de corral, canoso ya. No deb¨ªas haber salido
-dijo Natasha.
Su padre lade¨® la cabeza al otro lado y dijo con mucha suavidad: "Hija m¨ªa, el peri¨®dico trae hoy una noticia fabulosa. Pero he olvidado el dinero en casa. ?Te importar¨ªa subir y tra¨¦rmelo? Te espero aqu¨ª".
Ella empuj¨® la puerta, enfadada con su padre y a la vez contenta de que se encontrara tan animado. Subi¨® las escaleras deprisa, et¨¦reamente, como en un sue?o. Al llegar al descansillo apresur¨® el paso. Puede coger fr¨ªo esper¨¢ndome ah¨ª abajo?
Por alguna raz¨®n, la luz del descansillo estaba encendida. Al acercarse a la puerta Natasha oy¨® un murmullo de palabras suaves al otro lado de la misma. Se apresur¨® a abrirla de golpe. Hab¨ªa una l¨¢mpara de petr¨®leo sobre la mesa, provocando casi una humareda. La casera, una criada y una persona desconocida bloqueaban el camino a la cama. Todas ellas se volvieron cuando entr¨® Natasha y la casera con un grito se lanz¨® hacia ella?
S¨®lo entonces se dio cuenta Natasha de que su padre estaba tumbado en la cama; su aspecto era muy distinto al que ten¨ªa cuando se hab¨ªan despedido por la ma?ana: ahora era un hombre viejo, muerto, con la nariz de cera. P
Traducci¨®n de Mar¨ªa Lozano In¨¦dito en espa?ol. Este relato forma parte del libro Cuentos Completos de Nabokov que Alfaguara publicar¨¢ el pr¨®ximo 7 de octubre.
Vlad¨ªmir Nabokov
Vlad¨ªmir Nabokov (1899-1977). Gran aficionado al ajedrez y al coleccionismo de mariposas, el escritor ruso (nacionalizado estadounidense) alcanz¨® notoriedad mundial con la publicaci¨®n de Lolita, una obra que cre¨® gran resquemor en la sociedad de su tiempo. Considerado uno de los grandes novelistas del siglo XX, otras de sus obras son Ada o el ardor, P¨¢lido fuego o Pnin.
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