Ciudades sin civilizaci¨®n
No puede haber civilizaci¨®n sin ciudades", escribe Saul Bellow, "pero hay ciudades sin civilizaci¨®n". ?l se refiere a Chicago, la ciudad de los terribles inviernos sin misericordia de la gran Depresi¨®n; yo leo la novela en la que vienen esas palabras, The Adventures of Augie March, una ma?ana de agosto, en Madrid, sentado al fresco de los pl¨¢tanos y los magnolios gigantes del paseo del Prado, que es una de las islas m¨¢s indudables de civilizaci¨®n que pueden encontrarse en una ciudad europea, y por donde paso tantas veces camino de algunas de las instituciones m¨¢s civilizadas que conozco: el Museo del Prado, la Real Academia, el Thyssen, el Bot¨¢nico, el Reina Sof¨ªa, las librer¨ªas de viejo de la cuesta de Moyano, sin olvidar el a?adido m¨¢s reciente, la extraordinaria sede de la Fundaci¨®n La Caixa, con su jard¨ªn vertical y sus viejos muros de ladrillo como suspendidos en el aire, una nave industrial de hace un siglo levantada sin peso en la ciudad del presente.
Le Corbusier y sus disc¨ªpulos alumbraban el camino del porvenir, que m¨¢s que un camino era una trama de autopistas
Hasta bien entrado el siglo XX las tecnolog¨ªas del transporte colectivo se integraban sin quebranto en el tejido de las ciudades
Uno de los rasgos de la civilizaci¨®n es que siempre es m¨¢s fr¨¢gil de lo que parece y siempre est¨¢ amenazada. Un poco m¨¢s arriba del paseo del Prado y del de Recoletos se abri¨® en la ciudad en los primeros a?os setenta el cr¨¢ter imperdonable de la plaza de Col¨®n, que no es una plaza sino un descampado sin alma de torres especulativas y tr¨¢fico como de autopista, con algo de urbanismo apocal¨ªptico suramericano. En el paseo del Prado y en Recoletos se puede caminar siempre al amparo de los ¨¢rboles: en Col¨®n uno se ve arrojado a una intemperie de sol homicida o de vientos invernales, arreado en manadas para cruzar a toda prisa los pasos de cebra. La llamada plaza de Col¨®n es una muestra infame de lo que estaban haciendo con las ciudades los planificadores, los te¨®ricos del urbanismo y los grandes expertos en los a?os sesenta y setenta, cuando la capitulaci¨®n institucional ante los intereses de los especuladores y de los fabricantes de coches a¨²n se revest¨ªa con la m¨¢scara conveniente de la modernidad, del progreso implacable. Le Corbusier y sus disc¨ªpulos alumbraban el camino del porvenir, que m¨¢s que un camino resultaba ser una gran trama de autopistas. Hasta bien entrado el siglo XX las tecnolog¨ªas del transporte colectivo se hab¨ªan integrado sin quebranto en el tejido de las ciudades y hab¨ªan contribuido a su expansi¨®n org¨¢nica: las l¨ªneas de metro y de tranv¨ªas permit¨ªan el nacimiento de nuevos vecindarios hechos a la medida de los pasos humanos; los tranv¨ªas circulaban con la misma eficacia por las calles sinuosas de los cascos antiguos y por las perspectivas despejadas en las que las ciudades se abr¨ªan al campo. Cuando yo llegu¨¦ a Granada, en 1974, acababan de clausurarse las l¨ªneas de tranv¨ªas, que comunicaban el centro de la ciudad con la Vega del Genil y con las estribaciones de Sierra Nevada. En Granada todav¨ªa quedan nost¨¢lgicos del tranv¨ªa de la Sierra, construido por un ingeniero ilustrado que se llamaba Santa Cruz, al que fusilaron los matarifes falangistas en el verano de 1936. Uno tomaba el tranv¨ªa en una acera arbolada de la ciudad y sub¨ªa en ¨¦l por la orilla del Genil hasta las laderas colosales del Veleta.
Los terribles expertos dictaminaron que cualquier obst¨¢culo que se interpusiera a la circulaci¨®n de los coches merec¨ªa acabar en los mismos basureros de la Historia a los que seg¨²n Trotski estaban condenados quienes se resistieran a la revoluci¨®n sovi¨¦tica. Para el advenimiento de la nueva civilizaci¨®n las ciudades resultaban un enojoso obst¨¢culo. No s¨®lo estaban hechas de calles estrechas y de edificios vulgares agregados a lo largo de ¨¦pocas diversas: tambi¨¦n estaban habitadas. Y la gente que las habitaba viv¨ªa y trabajaba en un desorden que sacaba de quicio a los entendidos, partidarios de que cada cosa se hiciera racionalmente en su sitio, de acuerdo con los planes ut¨®picos que ellos mismos dise?aban, llenos de preocupaci¨®n paternal por el bienestar de ese populacho, pero poco amigos de observar de cerca c¨®mo eran sus vidas. El remedio contra los males, desde luego verdaderos, del hacinamiento y la pobreza, era el derribo, y tras ¨¦l la autopista y la imposici¨®n del coche. A la destrucci¨®n de los barrios populares de Nueva York el planificador urbano Robert Moses le daba un nombre inapelable, aunque tambi¨¦n involuntariamente siniestro: "La guada?a del progreso".
En los primeros a?os cincuenta la guada?a del progreso se dispon¨ªa a llevarse por delante algunos de los lugares m¨¢s civilizados de Manhattan: una autopista de diez carriles iba a atravesar el Soho, Little Italy, Chinatown y el Lower East Side. Uno nunca llega a saber de verdad lo precaria que es la civilizaci¨®n, lo peligroso que es dar nada por supuesto: para agradecer de coraz¨®n la delicia de pasear por Washington Square, distraerse mirando a los m¨²sicos o a los saltimbanquis callejeros o a los jugadores de ajedrez, sentarse en el c¨¦sped y distinguir las primeras torres de la Quinta Avenida por encima de las copas de los ¨¢rboles, conviene tener presente que todo eso estuvo a punto de ser destruido hace ahora cincuenta a?os, porque justo por ese lugar Robert Moses hab¨ªa decretado que pasar¨ªa otra autopista. La guada?a del progreso no act¨²a por capricho: si el tr¨¢fico ha de fluir a tanta velocidad como sea posible a trav¨¦s de la isla, lo racional, lo inevitable, es abrirle paso.
Washington Square no fue salvada por ning¨²n arquitecto. Ning¨²n experto en urbanismo alz¨® entonces su voz contra lo que hoy nos parece un delito inconcebible. Washington Square existe ahora gracias a una mujer, Jane Jacobs, tan poco experta en nada que ni siquiera ten¨ªa un t¨ªtulo universitario. Viv¨ªa cerca, en la calle Hudson, en el coraz¨®n del Village, y llevaba a sus hijos a jugar a la plaza. Sus primeras camaradas en la sublevaci¨®n urbana fueron las madres de los amigos de sus hijos, "unas cuantas locas con carritos de ni?os", seg¨²n dijo Robert Moses, con la furia despectiva de los grandes expertos cuando alguien sin m¨¢s cualificaci¨®n que el sentido com¨²n se atreve a llevarles la contraria. En 1961, cuando Washington Square y las calles del Village ya no corr¨ªan peligro gracias al movimiento de rebeld¨ªa iniciado por ella, Jane Jacobs escribi¨® su hermoso manifiesto en defensa de las ciudades caminadas y vividas, The Death and Life of Great American Cities. Muri¨® el a?o pasado, una anciana diminuta y brav¨ªa comprometida hasta el final en la defensa de esa forma fr¨¢gil y necesaria de vida en com¨²n que es la civilizaci¨®n y que no puede existir sin las ciudades. Un libro reci¨¦n salido -Wrestling with Moses, de Anthony Flint- cuenta la cr¨®nica de su rebeli¨®n y conmemora su legado. En el coraz¨®n desventrado de Madrid, lleno de zanjas y de m¨¢quinas empe?adas en obras demenciales por culpa de un alcalde ebrio de megaloman¨ªa y de despilfarro que ahora amenaza insensatamente el paseo del Prado, yo me acuerdo de Jane Jacobs y me pregunto melanc¨®licamente si ser¨ªa posible aqu¨ª una rebeli¨®n como la suya, un levantamiento c¨ªvico que salve a Madrid de expertos y de pol¨ªticos y de especulares y le permita ser una ciudad civilizada.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.