La cara de la guerra
Cuando era ni?o trabaj¨¦ muchas veces en el campo junto a hombres que hab¨ªan sido soldados en la guerra: mi abuelo paterno, alguno de sus hermanos, peones que ayudaban a recoger la aceituna o a los que mi padre contrataba en su huerta. Yo los escuchaba hablar mientras se afanaban inclinados sobre la tierra en alguna tarea, o cuando paraban para comer y para fumar un cigarrillo, en los veranos a la sombra de las higueras y de los granados, en invierno buscando el sol entre las hileras de olivos. Para m¨ª la guerra eran las pel¨ªculas americanas de comandos y los tebeos todav¨ªa tan populares de Haza?as B¨¦licas. Por eso me intrigaba que aquellos hombres tan poco novelescos que pertenec¨ªan a mi familia o al c¨ªrculo de sus conocidos hubieran participado tambi¨¦n en una guerra, y no en los territorios fant¨¢sticos de los tebeos o del cine sino en el mismo pa¨ªs en el que yo viv¨ªa, en lugares que ten¨ªan nombres muchas veces cercanos. Para un ni?o son viejos todos los adultos un poco mayores que sus padres. Pero los hombres a los que yo escuchaba con una atenci¨®n silenciosa en la que ellos no reparar¨ªan rondaban entonces los cincuenta y tantos o los sesenta a?os, y todav¨ªa estaban fuertes y l¨²cidos.
Tan revelador como el testimonio de los que han preservado el recuerdo es el silencio de los que nunca quisieron hablar
En mi imaginaci¨®n la guerra de la que hablaban hab¨ªa sucedido en un tiempo remoto, pero para ellos deb¨ªa de ser tan pr¨®xima, tan clara en el recuerdo, como lo son ahora para m¨ª los primeros a?os ochenta. Hab¨ªa grandes narradores y otros que hablaban muy poco o guardaban silencio y s¨®lo asent¨ªan con la cabeza. Los relatos sol¨ªan repetirse, igual que el tono en el que se contaban, despojado siempre de jactancia, de entusiasmo ideol¨®gico o b¨¦lico, o de animosidad hacia el enemigo. La guerra ten¨ªa algo de la inevitabilidad de las cat¨¢strofes naturales y el grado de sinraz¨®n y de absurdo que los campesinos tend¨ªan a encontrar en cualquier clase de empe?o que no fuera el de ganarse la vida con el esfuerzo f¨ªsico y el trabajo de las manos. En las pel¨ªculas los soldados se lanzaban valientemente al combate contra el enemigo. En las historias que yo o¨ªa la principal ocupaci¨®n de aquellos h¨¦roes improbables parec¨ªa haber sido la de buscar remedio al fr¨ªo o al hambre, un buen chaquet¨®n, unas botas aceptables, y el concepto del enemigo era tan impreciso como los presuntos ideales en cuyo nombre hab¨ªa sido preciso que muriera tanta gente y se ocasionara tanta destrucci¨®n. En las pel¨ªculas el enemigo era una horda con los cascos de acero y los uniformes grises del ej¨¦rcito alem¨¢n, o bien con las caras morenas y asi¨¢ticas de los terribles soldados japoneses, que daban m¨¢s miedo porque lanzaban gritos agudos al atacar traidoramente en la jungla. En la realidad de la que aquellos hombres hablaban con tan burlesco escepticismo mientras cavaban la tierra o vareaban aceituna el enemigo era alguien a veces invisible y a veces exactamente id¨¦ntico a ellos, con el que hablaban de una trinchera a otra mientras se mataban los piojos o distra¨ªan el hambre o el tedio, con el que pod¨ªan jugar partidos de f¨²tbol con una pelota hecha de trapos viejos.
La guerra era el hambre y la falta de tabaco. En la zona republicana no hab¨ªa tabaco, porque las regiones donde se produc¨ªa, Extremadura y Canarias, hab¨ªan quedado en el lado de los nacionales. Pero el papel de fumar se fabricaba en Alcoy, en territorio de la Rep¨²blica, de modo que a un lado de aquellas l¨ªneas de trincheras cavadas con tanta dificultad en la tierra seca y pedregosa el tabaco abundaba, pero no el papel para liarlo, as¨ª que usaban ¨¢spero papel de estraza o de peri¨®dico, y en el otro los librillos de papel de fumar no serv¨ªan de casi nada por culpa de la mezquindad de las raciones de tabaco que se repart¨ªan. Como en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en las que est¨¢ documentada la ira in¨²til de los oficiales ante los frecuentes gestos de fraternidad entre soldados enemigos, en las de la guerra espa?ola el desgarro de la matanza entre quienes no ten¨ªan ning¨²n motivo personal para odiarse quedaba en suspenso para que pudiera celebrarse el rito inmemorial y mucho m¨¢s sensato del intercambio y el regateo: el papel de fumar a cambio del tabaco, el alivio tan pl¨¢cido del primer cigarrillo despu¨¦s de una larga privaci¨®n, que ellos reviv¨ªan fumando mientras conversaban en los descansos de las tareas extenuadoras del campo, repitiendo siempre un dicho que ten¨ªa algo de mandamiento sagrado:
-En todos los trabajos se fuma.
Leyendo la entrevista que le hizo aqu¨ª Guillermo Altares a Antony Beevor y su libro estremecedor sobre la batalla de Normand¨ªa en el verano de 1944 me he acordado de aquellos soldados de una guerra mucho m¨¢s pobre pero no menos sanguinaria a los que escuch¨¦ tantas veces cuando era ni?o. La raz¨®n por la que ellos callaban una parte de su experiencia, y s¨®lo contaban, insistentemente, lo trivial o lo absurdo, se puede intuir en la cr¨®nica minuciosa de Beevor: en la guerra hay un grado de espanto que casi excluye la posibilidad de contar. En la tormenta de metal y metralla del amanecer del 6 de junio en Normand¨ªa el mundo era para los soldados que desembarcaban un caos terror¨ªfico en el que antes de perder la vida muchos perd¨ªan sin remedio el sentido de la realidad. Las barcazas avanzaban sobre un oleaje embravecido en una negrura sin indicios del amanecer y los hombres rezaban y tiritaban y vomitaban los unos sobre los otros, y cuando les llegaba la orden de lanzarse a la playa resbalaban en los v¨®mitos y ca¨ªan a un agua demasiado profunda y se ahogaban bajo el peso enorme del equipo. Con la claridad del d¨ªa y la playa gris batida por el viento ven¨ªa la certeza de estar a punto de morir. Hombres que hab¨ªan parecido valientes se encog¨ªan chillando y llorando de miedo y mordi¨¦ndose los pu?os hasta hacerse sangre cobijados en el cr¨¢ter de una explosi¨®n. Otros enloquec¨ªan y les cortaban las orejas a los enemigos a los que acababan de matar y se las guardaban en los bolsillos chorreantes de sangre. La tripulaci¨®n entera de un carro de combate alcanzado por un proyectil se convert¨ªa en pulpa quemada y grasa hirviente sobre planchas de hierro.
Beevor tiene un talento ¨²nico para enhebrar las experiencias de la gente com¨²n en la panor¨¢mica atroz de una batalla que es sobre todo una abrumadora matanza. Pero tan revelador como el testimonio de los que han preservado el recuerdo es el silencio de los que nunca quisieron hablar. Lo m¨¢s com¨²n es que quien sobrevive al espanto no cuente nada sobre ¨¦l. En aquellas tertulias campesinas mi abuelo paterno, un hombre siempre muy callado, muy pocas veces despegaba los labios. Hab¨ªa pasado los tres a?os de la guerra yendo de un frente a otro como soldado de infanter¨ªa. Lo ¨²nico que le o¨ª contar era que siempre disparaba con los ojos cerrados.
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