Demasiada felicidad
Nunca he tenido la certeza de vivir en un solo mundo, la tranquilidad de una sola pertenencia indudable. Creo que en parte ¨¦se es el destino de muchas personas de mi generaci¨®n y de mi clase social. Nos hicimos adultos en un mundo que se parec¨ªa muy poco al de nuestra infancia. El instituto, la universidad, nos dieron unas posibilidades de progreso social que hab¨ªan estado cerradas para nuestros padres, pero tambi¨¦n confirmaron nuestra extra?eza. Durante el curso ¨¦ramos universitarios, pero en las vacaciones volv¨ªamos al campo, y el resultado era que ni en el tajo ni en la facultad nos sent¨ªamos del todo en nuestro sitio. Los pasos avanzados no eran irreversibles: el fracaso en un curso, un rev¨¦s econ¨®mico en la familia, la p¨¦rdida de la beca, nos pod¨ªan devolver al punto de partida, a la necesidad de trabajar con las manos o de resignarnos a una colocaci¨®n sin lustre en nuestra provincia. Uno se iba, y antes de irse so?aba con hacerlo, y ese sue?o ya lo situaba a una cierta distancia de lo que ten¨ªa alrededor. Pens¨¢bamos que est¨¢bamos divididos entre el mundo antiguo del origen y otro mundo del presente en el que a pesar de todo ¨¦ramos ciudadanos. Si ten¨ªamos un trabajo aceptable, so?¨¢bamos con otro, en el que podr¨ªamos manifestar nuestra vocaci¨®n verdadera. Si viv¨ªamos en una ciudad, el descontento ¨ªntimo o tan s¨®lo el h¨¢bito de la imaginaci¨®n nos hac¨ªan desear irnos a otra, siguiendo el precepto de Rimbaud de que la vida siempre est¨¢ en otra parte. Los esp¨ªas de Le Carr¨¦, de Chesterton y de Graham Greene eran nuestros h¨¦roes morales: gente que parece irreprobablemente una cosa y resulta que es otra, un profesor que cuida las colecciones de arte de la Reina de Inglaterra pero que tambi¨¦n es esp¨ªa sovi¨¦tico, un detective que se disfraza tan por completo para investigar un crimen en el mundo del hampa que podr¨ªa ser con ¨¦xito un asesino o un ladr¨®n, el jefe de una logia secreta anarquista que en realidad es el polic¨ªa infiltrado para desbaratarla, etc¨¦tera. Yo trabajaba en una oficina pero en mi otra vida era un novelista, aunque nadie lo sab¨ªa. Publiqu¨¦ una novela y la escisi¨®n, en vez de remediarse, se hizo todav¨ªa m¨¢s profunda. Tomaba un tren o un avi¨®n para ir a Madrid a alg¨²n encuentro literario y me sent¨ªa tan raro entre mis hipot¨¦ticos colegas como un funcionario municipal que se ha equivocado de reuni¨®n. Pero volv¨ªa a Granada y a mi oficina y entre los dem¨¢s funcionarios me sent¨ªa m¨¢s raro a¨²n. Y en ambos lugares me ve¨ªa rodeado de gente que parec¨ªa tener una idea mucho m¨¢s s¨®lida de su posici¨®n en el mundo. Hab¨ªan publicado una sola novela en una editorial peque?a y ya hablaban con la suficiencia, con el vocabulario y el aplomo que uno imaginaba propios de los novelistas profesionales. Llevaban menos tiempo que yo trabajando como empleados municipales pero ya se les ve¨ªa asentados en la seguridad, en el sosiego de las costumbres regulares y los trienios futuros.
Yo pensaba que ser¨ªa una cuesti¨®n de tiempo, de madurez. Pero el sentimiento de incertidumbre y provisionalidad me ha seguido acompa?ando en cada sitio donde he estado, en cada cosa que he hecho. Cobra otras dimensiones con el paso de los a?os. De joven ten¨ªa una idea m¨¢s heroica de la vocaci¨®n literaria, que convert¨ªa cada libro nuevo en una especie de fatalidad, el fruto de un arrebato cuya misma vehemencia era su justificaci¨®n y de alg¨²n modo exclu¨ªa la posibilidad del error. Ahora s¨¦ que ni el esfuerzo de los cinco sentidos ni la disciplina ni la convicci¨®n ni la experiencia bastan muchas veces para salvarlo a uno de la equivocaci¨®n, y que se puede fracasar y tener ¨¦xito al mismo tiempo, y que el significado de cada una de esas dos palabras puede ser tan tramposo, tan equ¨ªvoco, que m¨¢s vale no usarlas.
Una ma?ana de septiembre me encuentro de vuelta en la Morgan Library de Nueva York y otra vez noto la discordia entre dos mundos, la imposibilidad de instalarme tranquilamente en uno solo. En las vitrinas, en las paredes, est¨¢ el mundo antiguo del papel, que hasta hace muy poco, no mucho m¨¢s de diez a?os, parec¨ªa que fuera a durar para siempre: una carta mecanografiada de T. S. Eliot a un amigo suyo, con fecha de 1928; un cuaderno de bocetos de Edgar Degas; la primera carta, a l¨¢piz, con membrete de un hotel, que le escribi¨® Oscar Wilde a lord Alfred Douglas; un peque?o cuaderno en el que William Blake copi¨® esmeradamente sus Songs of Innocence; unas cuartillas de l¨ªneas a l¨¢piz muy separadas entre s¨ª que contienen el borrador de un cuento de Ernest Hemingway, as¨ª como una lista garabateada de tareas dom¨¦sticas; la carta en la que Van Gogh invitaba a Gauguin a unirse a ¨¦l en Provenza y le dibujaba el boceto del cuadro que acababa de pintar, que era el de su habitaci¨®n; el manuscrito de letra apretada y muy peque?a de un poema de Dylan Thomas; una carta en la que Henry James defiende con vigor la inocencia del capit¨¢n Dreyfuss y declara su admiraci¨®n por la valent¨ªa de Zola; el telegrama en el que Puccini anuncia al editor Ricordi el ¨¦xito de un estreno.
Palabras escritas con tinta o l¨¢piz sobre papel, hojas en las que perduran los dobleces con que fueron guardadas en sobres, confiadas al correo, recibidas con expectaci¨®n o sorpresa, trayendo consigo no s¨®lo su contenido literal sino tambi¨¦n el roce de las manos de alguien, el rastro de su saliva en el pegamento del sobre: la sugesti¨®n de presencia de una caligraf¨ªa, tan reconocible y singular como una voz. Muchos de nosotros hemos vivido en ese mundo, que termin¨® hace nada, que para los m¨¢s j¨®venes es tan antiguo como las locomotoras de vapor: ahora estamos en ¨¦ste, y nos hemos habituado razonablemente a ¨¦l, y ya no sabemos vivir sin la instantaneidad del correo electr¨®nico. Pero qu¨¦ bien nos acordamos de la parte de aventura y de tarea material que hab¨ªa en escribir cartas, de la impaciencia de la espera, del instante en que reconoc¨ªamos una escritura deseada en un sobre. Nos da verg¨¹enza la tentaci¨®n de la nostalgia. Yo me conmuevo leyendo la nota apresurada de Oscar Wilde al hombre joven que no sabe que le traer¨¢ la ruina, pero un momento despu¨¦s he notado la vibraci¨®n del Blackberry y ya estoy sac¨¢ndolo subrepticiamente del bolsillo para saber qui¨¦n me ha escrito, para leer la carta intangible que ha tardado unos segundos en llegar a m¨ª, cruzando medio mundo.
Salgo luego a la calle, y como es temprano para la cita del almuerzo me siento en un banco de un peque?o parque a tomar el sol suave de septiembre leyendo el ¨²ltimo libro de Alice Munro. El t¨ªtulo resuena inesperadamente en mi estado de ¨¢nimo: Too Much Happiness. A veces es posible sentir demasiada felicidad. En el banco, a la una de la tarde, entre indigentes adormecidos y madres j¨®venes que hablan por el m¨®vil, leyendo al sol a Alice Munro -papel y tinta olorosa, encuadernaci¨®n firme entre las manos-, me encuentro del todo en mi lugar.
![En la Morgan Library "est¨¢ el mundo antiguo del papel, que hasta hace muy poco parec¨ªa que fuera a durar para siempre".](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/36OICDKDFOZRVKTISLMOORDHSE.jpg?auth=13fa42924d27bad270cbf3746a242c0a4dc3042054a79bd49646ea05cddafcdd&width=414)
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