Ver lo visible
En un cuadro de Vermeer hay s¨®lo una o dos figuras y unas pocas cosas en una habitaci¨®n y sin embargo no se termina de ver nunca. La luz que entra por una ventana situada a la izquierda viene filtrada por gruesos cristales y es casi siempre una luz de invierno o de patio, que roza delicadamente las caras, los tejidos, los objetos, y favorece sombras suaves, como halos de presencias fantasmas. No sucede nada o casi nada en apariencia y hay algo escondido que est¨¢ sucediendo siempre, delante de los ojos que miran, que descubren m¨¢s cosas cuanto m¨¢s atentamente recorren el cuadro, mientras la conciencia deja en suspenso los propios pensamientos y la agitaci¨®n de alrededor y poco a poco se queda apaciguada en una quietud muy semejante a la que representa la pintura. El cuadro, como una m¨²sica, sucede en el tiempo. El silencio de la habitaci¨®n interior se traspasa a la sala del museo. La luz nublada atraviesa la ventana con la monoton¨ªa de una ma?ana de invierno, reflej¨¢ndose en una pared de yeso desnuda, pero uno de los cristales est¨¢ roto, y en consecuencia un peque?o tramo del marco est¨¢ m¨¢s vivamente iluminado. Pero no es luz lo que fluye, aunque lo parezca: es una diminuta pincelada rosa, y haberla advertido es una satisfacci¨®n tan ¨ªntima como la de fijarse en el clavo de la pared y despu¨¦s en el agujero de un clavo arrancado. Al fin y al cabo, esta pared no es la de uno de esos gabinetes en los que las damas de Vermeer leen cartas o permanecen pensativas o escuchan una m¨²sica o el relato de un viajero, sino la de una cocina, una cocina m¨¢s bien destartalada en la que debe de hacer fr¨ªo, y en la que una sirvienta de brazos fuertes y enrojecidos por el agua helada de los fregaderos est¨¢ vertiendo poco a poco la leche de una jarra en un cuenco, sobre una mesa en la que hay un cesto de mimbre y panes de corteza rubia y crujiente, y una jarra de cer¨¢mica azul marino que probablemente contiene cerveza.
En el laberinto formidable del Metropolitan, un peque?o cuadro de cuarenta cent¨ªmetros de lado borra todo lo dem¨¢s
En el laberinto formidable del Metropolitan, un peque?o cuadro de cuarenta cent¨ªmetros de lado borra esta ma?ana de septiembre todo lo dem¨¢s: tesoros de milenios, templos egipcios enteros, r¨ªos de turistas, hect¨¢reas de pintura aleg¨®rica. Delante de esta mujer de Vermeer que mira ensimismada c¨®mo el hilo de leche se desborda de la jarra y cae lentamente en el cuenco uno sabe que toda urgencia ha desaparecido, que al menos hoy no va a sentir la impaciencia de ver o hacer m¨¢s cosas. Desde lejos deslumbra por encima de todo un azul que ninguna reproducci¨®n puede trasmitir fielmente, con una vibraci¨®n de mineral y de ascua, hecho con lapisl¨¢zuli molido. El blanco de la leche desliz¨¢ndose sobre el pico rojizo de la jarra es el mismo que el del tocado sobre la cabeza de la criada, que tiene una textura tan ¨¢spera como su ropa de trabajo invernal, y est¨¢ disuelto en los grises de la pared y en los cristales de la ventana. Incluso en una escala tan peque?a, la figura humana y las cosas humildes que la rodean tienen una cualidad escult¨®rica, el misterio de una liturgia, la dignidad de un trabajo manual que se hace en la parte menos noble de la casa y sin embargo requiere destreza y concentraci¨®n absolutas. La cocinera est¨¢ probablemente preparando una especie de pudding; en el cuenco hay ya huevos batidos, y despu¨¦s de a?adir la cantidad adecuada de leche y tal vez la cerveza de la jarra azul se pondr¨¢n en remojo los trozos de pan, y el cuenco, con una tapadera tambi¨¦n de barro, se dejar¨¢ en el horno durante varias horas. La caja que hay en el suelo es un brasero de pies: fij¨¢ndose m¨¢s se ve un recipiente de barro en el que hay unas ascuas, lo cual refuerza la sensaci¨®n del invierno, de un fr¨ªo acentuado por la humedad que oscurece la pared debajo de la ventana. Un cesto de mimbre cuelga de la pared, muy alto, porque se guardar¨¢n en ¨¦l alimentos fuera del alcance de los ratones; junto a ¨¦l, una vasija de cobre refleja la luz con un brillo met¨¢lico y proyecta una sombra d¨¦bil sobre la superficie no muy limpia del yeso. Ajena a todo y ensimismada en su tarea, la cocinera tiene una expresi¨®n casi risue?a, de labios entreabiertos y ojos entornados, complacida en lo que ven sus ojos y lo que tocan sus manos, el asa de barro cocido que sostiene la derecha y la panza que se apoya en la palma abierta de la izquierda.
El ¨¦xtasis de la mirada sobre las cosas concretas tiene una parte de misticismo y de poes¨ªa y otra de adelanto cient¨ªfico. Es probable que Vermeer conociera la invenci¨®n enigm¨¢tica de la c¨¢mara oscura, que permit¨ªa proyectar las im¨¢genes de la realidad sobre un plano luminoso, ofreciendo un grado alucinante de detallismo. Pero sus habitaciones, pobladas de objetos tangibles que se repiten de unos cuadros a otros, son espacios ideales y no lugares cotidianos, y las damas elegantes que aparecen en ellas no tienen nada que ver con la vida del propio Vermeer, un artesano de ¨¦xito moderado que cay¨® en la ruina un poco antes de morir, a la edad temprana de 43 a?os. En las casas de la pintura de Vermeer intuimos un recogimiento entre contemplativo y sensual, habitado por voces que cuentan cosas en voz baja, por ecos de pasos sobre tarimas muy pulidas y tal vez r¨¢fagas de m¨²sica que vienen tras una puerta entornada, mezcl¨¢ndose con un tintineo sutil de copas de cristal. Pero la casa en la que ¨¦l viv¨ªa y pintaba era de dimensiones mucho m¨¢s mezquinas, y aunque cerrara la puerta de su taller no dejar¨ªa de escuchar el estr¨¦pito de sus 11 hijos, las voces de su mujer, que pas¨® embarazada la mayor parte de su vida adulta, el traj¨ªn de las criadas.
En la misma calle, en una casa cercana, alguien m¨¢s se dedicaba al extra?o oficio de mirar las cosas habituales como nadie las hab¨ªa mirado nunca antes. A unos pasos de Vermeer viv¨ªa Antonie van Leeuwenhoek, fabricante de microscopios y quiz¨¢s tambi¨¦n de c¨¢maras oscuras, a quien se deben algunas de las primeras descripciones detalladas de los seres invisibles que pululan en una gota de agua o de saliva, en los restos de comida que quedan entre los dientes. Vermeer observa una corteza de pan o la superficie de la pared de una cocina y est¨¢ viendo y mostr¨¢ndonos mundos tan asombrosos como los que hab¨ªa descubierto Galileo cincuenta a?os atr¨¢s al mirar por su telescopio. Quiz¨¢s Van Leeuwenhoek, que ten¨ªa una edad parecida a la suya y fue su albacea testamentario, le hizo observar las cosas ¨ªnfimas agigantadas por la lente del microscopio. No hab¨ªa nada que mirado atentamente no fuera memorable. Pintar era una tarea tan material, tan sagrada, como verter leche en un cuenco y preparar un alimento sabroso. Pintar era apresar ese instante fugitivo que parece inm¨®vil y sigue sucediendo todav¨ªa.
Vermeer's Masterpiece The Milkmaid. Hasta el 29 de noviembre. Metropolitan Museum de Nueva York. www.metmuseum.org/
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