El olvidado arte de la dimisi¨®n
Tampoco. Tampoco en esta ocasi¨®n, con motivo del esc¨¢ndalo del Palau de la M¨²sica de Barcelona, se ha producido, al menos hasta el momento, dimisi¨®n alguna. Me refiero, claro est¨¢, a dimisi¨®n entre los responsables pol¨ªticos y no de la inevitable retirada de quienes, aunque con a?os de retraso, han sido pillados con las manos en la masa.
Todo el mundo espera que F¨¨lix Millet y compa?¨ªa vayan a la c¨¢rcel y, a juzgar por sus declaraciones, los primeros que lo esperan son aquellos pol¨ªticos que, con sueldos pagados por el erario p¨²blico, ten¨ªan como misi¨®n vigilar que el dinero de los ciudadanos no fuera robado por desaprensivos. En el asunto Millet los corresponsables del expolio pertenecen a tres administraciones -Ayuntamientto, Generalitat, Estado-, a diversos partidos, a varias legislaturas. Sin embargo, por lo que advertimos, ninguno se siente eso: co-responsable del expolio. Los que ostentan cargos en la actualidad se?alan hacia el pasado; los que ostentaron en el pasado se escudan en el presente. Unos y otros aguardan el olvido que deparar¨¢ el futuro.
Aqu¨ª la estrategia de confiar en que el futuro traer¨¢ el olvido da buenos resultados
Millet ha sido pujolista, aznarista y tripartidista con el tripartito
Tienen razones sobradas para adoptar esta estrategia puesto que viven en un escenario en el que esta actitud siempre acaba por dar buenos dividendos. Si observamos la larga cadena de corrupciones que se ha enroscado en nuestra historia reciente comprobaremos que el n¨²mero de divisiones entre los pol¨ªticos que deb¨ªan velar para que no se produjeran aqu¨¦llas ha sido ¨ªnfimo.
?Cu¨¢ntas dimisiones de ministros, de subsecretarios, de alcaldes ha provocado la especulaci¨®n urban¨ªstica o financiera? ?Alguien se ha sentido obligado a dimitir por la g¨¦nesis de una Crisis, as¨ª en may¨²sculas, que, ha sido considerada como un monstruo impersonal del cual nadie era individualmente responsable? No tenemos noticias de que ning¨²n cargo p¨²blico se considerase demasiado inepto, demasiado avergonzado, demasiado escrupuloso para dar un paso al frente y anunciar su dimisi¨®n.
Una democracia en la que nadie, jam¨¢s, dimite -a no ser que tenga la pistola en el cuello- es un sistema monol¨ªtico y sin porvenir. Parece, seg¨²n cuentan algunos historiadores, que este problema fue ya entrevisto con claridad en la joven democracia de Pericles de manera que se exig¨ªa a los elegidos por los votantes una suerte de permanente disponibilidad a dejar el cargo si comet¨ªan irregularidades y errores antes de finalizar el plazo de su mandato, y otro tanto suced¨ªa en los menores momentos de la rep¨²blica romana.
Si logr¨¢ramos trasladar esta precauci¨®n a nuestra ¨¦poca, el responsable pol¨ªtico, adem¨¢s de jurar o prometer el cargo deber¨ªa comprometerse al abandono anticipado del mismo en caso de faltar a sus obligaciones. En la carte
-ra ministerial, por ejemplo, siempre se llevar¨ªa la carta de dimisi¨®n bien redactada, dejando un espacio para indicar el motivo. El arte de la dimisi¨®n, que no deber¨ªa implicar necesariamente hechos vergonzosos, e incluso podr¨ªa representar una protesta contra ellos, otorgar¨ªa permeabilidad a la democracia y confianza a los ciudadanos.
Pero no es el caso, al menos aqu¨ª. El anquilosamiento de las instituciones y la desconfianza ciudadana tienen mucho que ver con la sensaci¨®n de enclaustramiento de la llamada clase pol¨ªtica. Ante muchos ciudadanos los partidos aparecen como opacas estructuras en cuyo interior se ayudan mutuamente a ganar, mantener o recuperar el poder. Quedan restos ideol¨®gicos, s¨ª, adheridos a los programas que se proclaman en las citas electorales, pero el peso del poder de las ideas es percibido como infinitamente menor al ansia de poder de los integrantes del grupo.
Puede que esta percepci¨®n sea en parte injusta pero es la que prevalece en el momento de acusar que, en la actualidad, la "carrera pol¨ªtica" es un buen medio -de igual eficacia que el que ofrecen determinadas sectas religiosas-, para hacerse con una posici¨®n econ¨®mica, un trabajo estable y hasta una profesi¨®n. Sin apenas debates internos de envergadura, los partidos pol¨ªticos exigen crecientemente a sus miembros secreto y silencio. O, tal vez, esta exigencia ni siquiera es necesaria, puesto que los afiliados tienden a una sumisi¨®n voluntaria a la que, desde luego, tratar¨¢n de sacar partido.
No deja de ser elocuente a este respecto que en las ¨²ltimas semanas se haya aludido en la prensa repetidamente al mutismo que rodea las reuniones de los dos grandes partidos espa?oles. En apariencia, tanto el Partido Socialista como el Partido Popular tienen sobradas razones como para discutir encarnizadamente acerca de las estrategias seguidas. ?C¨®mo puede ser que estos partidos no tengan en su interior distintas tendencias que se expresen en libertad y luchen entre s¨ª en relaci¨®n a asuntos de tanta envergadura como la crisis econ¨®mica, la corrupci¨®n o el desplome educativo? ?C¨®mo puede ser que los miles de cargos p¨²blicos que suman entre ambos partidos comporten tanta unanimidad en el momento de defenderse contra tanta tentaci¨®n de dimitir? Es verdad que vociferan unos y otros, pero la credibilidad de los gritos es escasa, pues los ciudadanos han o¨ªdo tantas veces esas sonadas acusaciones sin apenas consecuencias que ya no creen en la sinceridad del exabrupto.
Tras perpetrarse esta actitud la escena democr¨¢tica ha quedado profundamente quebrantada: a unos partidos ensimismados, transformados en aparatos de poder autosuficiente, les corresponde una ciudadan¨ªa ap¨¢tica y desconfiada, alejada de cualquier pasi¨®n pol¨ªtica, que desprecia las instituciones p¨²blicas, como repetidamente se pone de relieve en las encuestas que publican los medios de comunicaci¨®n. A un paisaje as¨ª lo llamamos democracia porque no se nos ocurre otra cosa o porque siempre tenemos miedo de que vuelva algo peor. Una democracia, sin embargo, con alarmante s¨ªntoma de inanici¨®n. Reinstaurar -o instaurar, porque aqu¨ª lo cierto es que poca tradici¨®n hay- el arte de la dimisi¨®n podr¨ªa reanimar al enfermo.
Ahora, a ra¨ªz del caso Millet, tenemos una nueva oportunidad, una m¨¢s de las muchas que hemos gozado en estos ¨²ltimos a?os. Como se ha escrito reiteradamente en los peri¨®dicos el se?or F¨¨lix Millet, astuto camale¨®n, ha sido pujolista, aznarista con Aznar y tripartidista con el tripartito. Su trayectoria supuestamente delictiva ha atravesado cuatro lustros, como m¨ªnimo, arrastrando a decenas de responsables pol¨ªticos que ten¨ªan la obligaci¨®n de impedir aquella trayectoria. Los hay de todos los colores y todos tienen cara, nombre y apellidos.
Es el momento de que algunos tengan la grandeza de sacrificarse por la democracia y exclamar ?soy responsable! o ?fui responsable! Es el momento de dimitir de los cargos actuales o de los puestos propiciados por antiguos cargos. Ya sabemos que el se?or Millet es un presunto ladr¨®n. Lo que queremos saber es qui¨¦n dej¨® que lo fuera. Bastar¨ªa que alguien, no necesariamente presionado por los medios de comunicaci¨®n, se presentara voluntario para asumir su rol en el escenario. Un acto semejante dar¨ªa aire a la democracia.
Pero soy el primero que dudo que algo as¨ª pueda producirse, ni en ¨¦ste ni en los dem¨¢s casos. Pedir grandeza cuando se ha instalado la mediocridad es pedir peras al olmo. Y a¨²n m¨¢s cuando se trata de una mediocridad satisfecha. Escuchen, si no, esta an¨¦cdota. Este verano me encontr¨¦ por la calle a un compa?ero de la universidad al que no hab¨ªa vuelto a ver en todos estos a?os. No se le ten¨ªa, entonces, por una lumbrera. Le pregunt¨¦ c¨®mo estaba y, sin transici¨®n y sin matices, me contest¨® que le hab¨ªa ido extraordinariamente bien en la vida. Para resumirme esta satisfacci¨®n vital me cont¨® que era segundo en las filas de determinado partido. "Yo que, como sabes, no era ninguna lumbrera", argument¨®, medio bonach¨®n, medio malicioso. Estuve a punto de decirle que tambi¨¦n Cal¨ªgula nombr¨® senador a su caballo. Pero me call¨¦ puesto que, al fin y al cabo, no conozco a nadie m¨¢s con una opini¨®n tan elevada acerca de lo que ha sido su vida.
Rafael Argullol es escritor.
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