La cuidadora de ocas
La publicaci¨®n de los ensayos de la escritora italiana Natalia Ginzburg nos muestra su inteligencia, ternura y bondad. Al hablarnos del desorden del mundo lo hace tambi¨¦n de la extra?a luz que descubrimos en ¨¦l
Las espigadoras eran esas mujeres humildes que en otro tiempo recolectaban las espigas que segadores y cosechadoras dejaban olvidadas en el campo. Hace unos a?os, la cineasta Agn¨¨s Varda realiz¨® una pel¨ªcula sobre ellas y sobre todos los que siguen recolectando lo que los dem¨¢s tiran o no se preocupan de recoger por juzgar insignificante: patatas, manzanas, racimos de uvas y otros alimentos, juguetes, muebles, objetos que han dejado de servir, cosas sin due?o... Y Varda se ve¨ªa a s¨ª misma como uno de esos recolectores de lo insignificante. ?sa era la verdadera raz¨®n de su oficio, ir tomando de la corriente de la vida esos restos que nadie quiere y que conservan misteriosamente el poder de iluminar un instante nuestro paso por este mundo.
De familia de intelectuales jud¨ªos, su primer esposo fue ejecutado por los fascistas en 1944
Debe existir un partido que se ponga del lado de los pobres y que defienda el espacio de lo p¨²blico
He pensado en esta pel¨ªcula inclasificable al leer el libro de ensayos de Natalia Ginzburg que se acaba de publicar en nuestro pa¨ªs. Natalia Ginzburg es una de las grandes escritoras italianas de la segunda mitad del siglo pasado. De familia de intelectuales jud¨ªos, su primer esposo fue ejecutado por los fascistas en 1944. Trabaj¨® en la editorial Einaudi, junto a Cesare Pavese e Italo Calvino, y es autora de varias obras de teatro, un libro inolvidable sobre su infancia, titulado L¨¦xico familiar, y de novelas trist¨ªsimas como Nuestros ayeres, Las palabras de la noche o Querido Miguel. En sus obras suele retratar a la clase media italiana de la postguerra, especialmente a sus mujeres, con una mirada desencantada y llena de melancol¨ªa. Pero, a la manera de Ch¨¦jov, al hablarnos del desorden del mundo lo hace tambi¨¦n de esa extra?a luz que tantas veces descubrimos en ¨¦l.
Todos sus ensayos son inolvidables. No s¨®lo por lo maravillosamente que est¨¢n escritos, sino por esa forma tan suya de dirigirse a nosotros sin darse importancia, sin presumir de nada ni escucharse a s¨ª misma, a la manera de esas personas queridas que, cuando vamos a partir de viaje, se limitan a llamarnos la atenci¨®n sobre algo que hab¨ªamos olvidado. Y lo que escribe siempre nos sorprende, incluso cuando se ocupa de los temas m¨¢s comunes o m¨¢s aparentemente ajenos a nuestras preocupaciones.
Nunca pontifica, ni trata de decirnos lo que debemos pensar, s¨®lo nos ofrece sus propias perplejidades. Por ejemplo, si se pone a hablar de los ni?os nos dice que hemos reflexionado sobre c¨®mo educarlos, pero no de lo que debemos darles a cambio y si les estamos ofreciendo otra cosa aparte de nuestros mundos desiertos. Si lo hace del aborto, no duda que es la mujer la que debe decidir sobre la continuidad de su embarazo, pero tambi¨¦n se ocupa de esa vida misteriosa que lleva en su vientre, y con la que mantiene "la menos libre de todas las relaciones". O si lo hace de su amor por el Partido Comunista Italiano, ser¨¢ para decirnos que es imposible que "no pueda existir el verdadero comunismo, no violento, no represivo, no sanguinario y no totalitario, como era en el alma de Gramsci o de Berlinguer". Que debe existir un partido que se ponga del lado de los pobres y los marginados, que defienda la verdadera democracia, el espacio de lo p¨²blico y la igualdad de oportunidades.
O le basta con asistir a la representaci¨®n de una obra de Carlo Goldoni, para hacer una defensa de la felicidad. "Como somos infelices, queremos ver por todas las partes escenas tr¨¢gicas, sangrientas y solemnes, y ya no sabemos celebrar la fragilidad, la delicadeza y la medida".
Frente a esas grandes cuestiones que suelen ocupar las p¨¢ginas de los peri¨®dicos, ella presta su atenci¨®n a esas otras casi imperceptibles que constituyen la vida del individuo: "el pensamiento solitario, la fantas¨ªa y la memoria, el lamento por los tiempos perdidos, la melancol¨ªa, todo lo que forma la vida de la poes¨ªa". Es ejemplar en este sentido el ensayo que dedica a la pol¨¦mica sobre el crucifijo en las escuelas. Nadie debe obligar, nos dice, a que haya crucifijos en las clases, pero enseguida a?ade: pero si yo fuera maestra me gustar¨ªa que hubiera uno en la m¨ªa. ?A qui¨¦n puede molestar? Un crucifijo no dice nada, no nos adoctrina como una clase de religi¨®n, s¨®lo cuenta con su silencio una historia que habla del dolor, la soledad y la dignidad de los hombres. ?Por qu¨¦ iba a hacer da?o a los ni?os tenerlo en su clase?
Tambi¨¦n se ocupa de Dios. No del Dios que preside los silos de esas ¨¢vidas cosechadoras de almas que son las iglesias oficiales, sino del Dios de las espigadoras. Ese Dios que se esconde, del que nadie puede apropiarse, que vive en lo m¨¢s peque?o y fr¨¢gil, no en las palabras de los que gritan m¨¢s. Ese Dios "que es como un trozo de vela que llevamos en las manos y que parece siempre a punto de apagarse", y que incluso le lleva a pedir a los padres no creyentes que eviten negar su existencia ante sus hijos peque?os, porque entonces ?c¨®mo se enfrentar¨ªan a la terrible angustia que a todos los ni?os les produce la muerte?
O, al hablar del sexo, nos dice que es igualmente falso afirmar que tiene todos los privilegios como que no tiene ninguno. El sexo nunca podr¨¢ transformarse en un juego banal ya que mantiene "v¨ªnculos extra?os y secretos con nuestra alma y su misterio". Y escribe: "No mentir, no traicionar, no humillar, no dominar; ¨¦stos son los prop¨®sitos que una persona debe mantener con toda su alma en las relaciones sexuales como en cualquier acto de su vida".
Es imposible dar cuenta en unas pocas palabras de toda la riqueza que contiene este libro inolvidable. Pobres fetos olvidados, crucifijos, escritores y c¨®micos, dioses, mujeres ultrajadas, ni?os y pel¨ªculas se transforman en manos de Natalia Ginzburg no en argumentos para agredir a los que no piensan como ella, sino en fr¨¢giles espigas que va recogiendo por los caminos. En uno de esos textos, al comentar una exposici¨®n de unos pintores yugoslavos, y ver la pl¨¢cida imagen de un pueblo, dice que le gustar¨ªa ser como la cuidadora de ocas que est¨¢ junto al arroyo. Y ¨¦sa es la sensaci¨®n que tenemos al leerla, la de alguien que vigila algo querido para que no le pase nada malo.
En el texto titulado El ni?o que vio osos, nos habla de su nieto. Es curioso que una gran intelectual, traductora de Proust y de Flaubert, influyente editora y admirada novelista, se preocupe as¨ª cuando los padres del ni?o le anuncian que lo van a llevar con ellos a las Rock Mountains, donde hay osos, y que no pueda estar tranquila hasta que regresan. Un tiempo despu¨¦s, los padres del ni?o retornan a Italia y ella se vuelve a encontrar con ¨¦l. Ha crecido y, al verle cruzar la calle con su padre, le conmueve su fragilidad. Ya no parece reinar sobre los dem¨¢s, como cuando era peque?o, y le recordaba a Gengis Jan. Ahora avanza por un mundo incierto y amenazante, en el que tiene que aprender a valerse por s¨ª solo. Y le parece una peque?a espiga. "Parec¨ªa saber que nada le pertenec¨ªa, salvo aquella bolsa de nailon que conten¨ªa cuatro mu?equitos, dos l¨¢pices mordisqueados y un anorak descolorido. Peque?o jud¨ªo sin tierra, cruzaba la calle con su bolsa".
Todo el libro es un hermoso ejercicio de inteligencia, ternura y bondad. No hay en ¨¦l petulancia ni pedanter¨ªa, y su tono es siempre el de una amigable conversaci¨®n. Una conversaci¨®n llena de encanto, en la que asistimos a cada momento a la sorpresa del verdadero pensamiento. Ese pensamiento que, como una espigadora m¨¢s, trae con ¨¦l la pregunta sobre el bien y el mal, el dolor y la dicha, la fantas¨ªa y la realidad. Porque ?y si pensar fuera ocuparse de esas espigas que dejamos olvidadas en las cunetas?
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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