Testigo del horror
He aqu¨ª una f¨®rmula para hacer fortuna en tiempos de crisis. Vayan a la punta suroriental de Bangladesh, en la frontera con Birmania, y compren un viejo barco de pesca. Costar¨¢ 100.000 taka, o 1.000 euros. Prevean 500 euros para arroz y agua potable y quiz¨¢ otros 500 euros para sobornos. Luego vayan a buscar clientes entre los m¨¢s despose¨ªdos de Bangladesh, un pa¨ªs tan densamente poblado y tan pobre, que, para que Espa?a tuviera unas condiciones econ¨®micas similares, deber¨ªa contar con una poblaci¨®n de 550 millones y una renta media, no de la mitad de la que tiene hoy un espa?ol, durante la peor recesi¨®n que se recuerda, sino de la vig¨¦sima parte.
Pero el mercado al que apuntamos aqu¨ª es incluso m¨¢s pobre. Hablamos del que debe de ser el pueblo m¨¢s olvidado de Asia, y quiz¨¢ del mundo. Se llaman a s¨ª mismos rohingyas y son una minor¨ªa musulmana que vive en Birmania; 30.000 de ellos han sufrido una persecuci¨®n tan cruel a manos de la junta militar de su pa¨ªs, en gran medida debido a su religi¨®n, que han preferido huir al otro lado de la frontera para vivir en un campo de refugiados construido por ellos mismos en una peque?a colina tan ardiente, abarrotada y plagada de enfermedades, que, por contraste, los miserables pueblos vecinos de pescadores en Bangladesh parecen la Costa del Sol.
Los rohingyas son discriminados en Birmania porque son musulmanes en un pa¨ªs budista
"Nos abandonaron a la deriva. no ten¨ªamos ninguna duda de que ¨ªbamos a morir"
Nur vendi¨® a su hijo por cinco euros. Est¨¢ condenado a una vida de esclavo, incluso sexual
"Cre¨ª que me hab¨ªan vendido para siempre. No recuerdo un d¨ªa en que no llorara en silencio"
"O¨ª hablar de otros como yo a los que hab¨ªan arrojado al mar por intentar huir"
"Mis hermanos eran esclavos de los soldados. Mi futuro era negro y fui a buscar otra vida"
De las 30.000 personas que viven en el campo, llamado Kutupalong, un tercio son ni?os menores de 10 a?os. Cuando un fot¨®grafo, un trabajador de M¨¦dicos sin Fronteras y yo los visitamos, vimos c¨®mo sonre¨ªan, se re¨ªan, armaban alboroto. La inocencia es la felicidad. No se habr¨ªan re¨ªdo si hubieran tenido alguna idea del destino que les aguarda cuando sean adultos o que quiz¨¢ est¨¦ al acecho a la vuelta de la esquina. Se dan casos aqu¨ª de madres desesperadas que, cuando no ven otra posibilidad de supervivencia, venden a los ni?os, habitualmente para que se conviertan en esclavos; esclavas sexuales, si son ni?as. Pero ¨¦sos no son los clientes en los que est¨¢n interesados los inversores de la zona. Lo que buscan son hombres j¨®venes, normalmente de entre 16 y 25 a?os, que osan so?ar con un futuro m¨¢s brillante que lo mejor que puede ofrecerles Bangladesh, pedalear d¨ªa y noche como conductores de rickshaw, lo que les permite ganar las suficientes migajas como para poder seguir pedaleando el d¨ªa y la noche siguientes. Para esos j¨®venes, la tierra prometida es la naci¨®n isl¨¢mica de Malaisia, un tigre asi¨¢tico de rascacielos relucientes, modernos puentes y limpias autopistas que se encuentra a 1.500 kil¨®metros al sur de Bangladesh, un pa¨ªs que, al aterrizar all¨ª en un Airbus 330 de las l¨ªneas a¨¦reas malayas, me pareci¨® pertenec¨ªa a otro mundo, otro siglo. El Airbus no es una opci¨®n para los rohingyas, que no tienen pasaportes porque no se les considera ciudadanos en su propio pa¨ªs. Aqu¨ª intervienen los barcos de pesca, el arroz, el agua potable y los sobornos. El empresario astuto, que se ve a s¨ª mismo como una especie de agente de viajes, ofrece a esos j¨®venes so?adores un trayecto por mar hasta Malaisia por una tarifa de 200 euros por cabeza. En el barco, de unos 20 metros de largo, cabr¨ªa normalmente una docena de pescadores. Pero, para este tipo de viaje, sin ninguna necesidad de llenar la embarcaci¨®n de pescado, el objetivo es llenar hasta 100 cupos. Eso significa una ganancia de 20.000 euros para una inversi¨®n de 2.000: un beneficio del 1.000%.
Una limitaci¨®n del negocio es que s¨®lo se puede emprender a finales de a?o. Diciembre, invierno en esa parte del tr¨®pico, es cuando las tormentas de los mares del sureste asi¨¢tico se calman y las corrientes y los vientos son favorables para Malaisia. Mientras escribo, los traficantes est¨¢n compr¨¢ndose barcos y vendiendo paquetes de viaje, igual que hace un a?o, cuando m¨¢s de mil zarparon de las costas de Bangladesh. He hablado con media docena de esos aventureros por separado; aqu¨ª figuran las historias de tres de ellos. Sufrieron tormentas, hambre, enfermedades, sed, palizas, c¨¢rcel, trabajos forzados y, en diversos momentos de sus trayectos, la seguridad de que iban a padecer muertes lentas y terribles.
Otro tipo de muerte lenta era de la que hab¨ªan huido en Birmania. Las historias que contaban los viajeros de su vida en su pa¨ªs coincid¨ªan con las que me hab¨ªan contado unos l¨ªderes rohingyas en el campamento de Kutupalong, un panorama que evocaba im¨¢genes de la era de la esclavitud en Estados Unidos durante los siglos XVIII y XIX, con un trasfondo no del todo diferente a las vicisitudes m¨¢s recientes de los palestinos desplazados.
Los rohingyas viven en el noroeste de Birmania, en un Estado llamado Arakan, un nombre que suena al de un hermoso pa¨ªs m¨¢gico en uno de los cuentos de Narnia, de C. S. Lewis, pero es, en este caso, una tierra triste en la que gobiernan tiranos. Birmania, dirigido sin tregua por un r¨¦gimen casi tan impenetrable y siniestro como el de Corea del Norte desde que se neg¨® a aceptar los resultados de las ¨²ltimas elecciones democr¨¢ticas en 1990, es un pa¨ªs cerrado a los periodistas extranjeros. Al hablar con los rohingyas se comprende por qu¨¦.
Discriminados porque son musulmanes en un pa¨ªs budista, porque suelen tener la piel m¨¢s oscura que la mayor¨ªa de los birmanos (un alto diplom¨¢tico birmano los calific¨® recientemente en p¨²blico de "marrones oscuros" y "tan feos como ogros"), y por una compleja historia de resistencia al control central (en la II Guerra Mundial se aliaron con los brit¨¢nicos en vez de con los japoneses, de quienes eran partidarios en su mayor¨ªa los birmanos), son unos presos sin Estado propio en el pa¨ªs en el que han nacido. No pueden trasladarse de un pueblo a otro sin permiso de las autoridades militares locales; no pueden casarse ni tener hijos sin permiso; no tienen la potestad de resistirse cuando les confiscan sus tierras poco a poco para d¨¢rselas a colonos budistas llegados de las ciudades; no tienen la fuerza para resistir la obligaci¨®n de trabajar la tierra que les han robado, sin cobrar nada a cambio; ni pueden oponerse a hacer todas las tareas serviles que les exigen los militares, desde construir carreteras hasta cargar arroz, hasta cortar hierba, y no pueden practicar su religi¨®n libremente. Al caer la noche, cuando deber¨ªan ir a la mezquita a rezar, no est¨¢n autorizados a salir de casa. Y existe una pol¨ªtica claramente dirigida a debilitar el islam en el Estado de Arakan: cuando se atrapa a alguien efectuando reparaciones en una mezquita, desde arreglar un tejado hasta pintar una pared, se le castiga con la c¨¢rcel y una multa.
"Nos dicen que es su pa¨ªs, que no es nuestro", me dijo uno de los viajeros rohingyas con los que habl¨¦, un chico educado, t¨ªmido, devotamente religioso, de 19 a?os, llamado Mohammed. Era el mayor de ocho hermanos, y su padre hab¨ªa decidido que deb¨ªa ser el salvador de la familia: su misi¨®n era viajar hasta Malaisia, encontrar trabajo y enviar peri¨®dicamente dinero a casa. "Mi padre estaba muy triste, pero dijo que yo era la ¨²nica esperanza de la familia". Al saber, por un familiar en Bangladesh, lo que costaba el viaje a Malaisia, el padre de Mohammed vendi¨® dos bueyes y 0,2 hect¨¢reas de tierra por el equivalente a los 200 euros que costaba el billete al para¨ªso. El chico atraves¨® las monta?as hasta Bangladesh, y all¨ª, antes de subirse a un peque?o barco, junto con otros 82 hombres rohingyas -el m¨¢s joven, de 12 a?os; el m¨¢s viejo, de 60, la mayor¨ªa, de unos 18-, el pasado mes de diciembre, llam¨® con el tel¨¦fono m¨®vil de un pariente a su familia. "Ten¨ªa la sensaci¨®n," me dijo, "de que me estaba separando de mi familia para siempre".
Salim -delgado, menudo, pulcro y con voz atiplada- es el segundo de los viajeros de esta historia. Cuando sali¨® el a?o pasado de Arakan ten¨ªa 17 a?os. Tiene cuatro hermanos y cuatro hermanas. "Mis hermanos mayores ten¨ªan que cortar el c¨¦sped de los soldados, recoger le?a para ellos, limpiar sus casas. Eran esclavos", me explic¨®. "Vi que mi futuro era negro y decid¨ª irme y encontrar otra vida". Lleg¨® hasta Bangladesh, encontr¨® a unos contrabandistas de personas, como ¨¦l los llamaba, y se puso en contacto con su familia para decirle cu¨¢nto dinero necesitaba. "Vendieron sus arrozales; toda la tierra que pose¨ªan".
Moniur, mayor que los otros dos, con 23 a?os, se hab¨ªa ido de Arakan 10 a?os antes, y en ese periodo trabaj¨® sin respiro como conductor de rickshaw, uno de los miles que se ven llenar las calles del sureste de Bangladesh, en una proporci¨®n de 10 rickshaws por cada veh¨ªculo a motor. Ten¨ªa el rostro delgado y serio de todos los de su gremio, unos hombres obligados a llegar hasta el l¨ªmite del esfuerzo f¨ªsico con una alimentaci¨®n m¨ªnima.
Los tres partieron en distintas embarcaciones por la misma ruta: hacia el sur por la bah¨ªa de Bengala hasta el mar de Andam¨¢n, costeando por el oeste de Tailandia; luego hacia el estrecho de Malaca, dejando Indonesia al oeste, antes de atracar en alg¨²n lugar de la provincia de Penang, en el norte de Malaisia. Era un viaje de 1.500 kil¨®metros; la cantidad de comida y las condiciones de vida en los barcos respond¨ªan siempre a un objetivo sencillo: proporcionar el m¨¢ximo beneficio a los traficantes. No estaban esposados, pero, en todos los dem¨¢s aspectos, su situaci¨®n evocaba una verg¨¹enza lejana: la de los africanos occidentales que cruzaban el Atl¨¢ntico como animales en los barcos de los tratantes de esclavos. La diferencia estaba en que los refugiados rohingyas se subieron a los barcos por voluntad propia. Su grado de desesperaci¨®n por buscar una vida mejor se demostr¨® nada m¨¢s comenzar sus aventuras, ya que no salieron corriendo en la otra direcci¨®n cuando vieron y olieron el barco que iba a ser su hogar durante dos semanas, si todo iba seg¨²n lo previsto, cosa que no ocurri¨®.
Est¨¢ el caso de Salim, de 17 a?os, api?ado con otros 107 en la bodega pestilente de un barco de pesca, donde se hab¨ªa almacenado el pescado antes de dirigirse a la costa en los largos a?os de vida de la embarcaci¨®n de madera. Los hombres estaban tan abigarrados (nunca fue m¨¢s apropiada la expresi¨®n "como sardinas en lata") que no pod¨ªan moverse ni un cent¨ªmetro. Algunos se marearon y vomitaron: todos ten¨ªan que orinar y defecar donde estaban.
Pero los seres humanos pueden acostumbrarse a casi todo, si les sostiene la esperanza. Mohammed, Salim y Moniur sab¨ªan que lo arriesgaban todo, pero, mientras combat¨ªan las n¨¢useas y el hedor y se enfrentaban con desesperada valent¨ªa al terror de la muerte en alta mar, no ten¨ªan ni idea de hasta qu¨¦ punto estaban cargados los dados en su contra. En los barcos de Mohammed y Salim, la comida y el agua se acabaron al cabo de 10 d¨ªas; en el de Moniur, al cabo de 8. En los tres casos estaban a¨²n a unos 500 kil¨®metros de Malaisia, y pasaron dos d¨ªas bajo el sol tropical sin nada para comer ni beber. Llegar a su destino dej¨® de ser lo principal para ellos. Lo ¨²nico que les importaba era sobrevivir. "Todo lo que ve¨ªamos era agua y m¨¢s agua", contaba Mohammed, "pero lo que no ten¨ªamos era agua para beber".
El barco de Moniur se encontr¨® con unos pescadores tailandeses que les dieron agua, pero los entregaron a la marina de su pa¨ªs, que los llev¨® a la costa y los detuvo; los barcos de Mohammed y Salim llegaron a la orilla en Tailandia, pero vieron frustrados su alivio y su alegr¨ªa, y su buena fortuna, en cuesti¨®n de horas. Todos los pasajeros fueron detenidos. Todos fueron transportados por carretera a una ciudad llamada Ranong; en el caso de Moniur, amontonados en un cami¨®n de basuras. Hab¨ªan perdido todo control sobre sus vidas.
Mohammed reviv¨ªa su experiencia con intensidad, desahogando su pena y su desesperaci¨®n; Moniur, mayor y endurecido por la vida del conductor de rickshaw urbano, ten¨ªa una memoria extraordinaria para los detalles, pero permaneci¨® r¨ªgidamente despegado al contar su historia, como un polic¨ªa que describiera la escena de un crimen; Salim, el m¨¢s joven y m¨¢s dulce de los tres, se mostr¨® contenido y preciso, pero luch¨® para mantener la calma durante las partes m¨¢s angustiosas de su narraci¨®n. Ninguno de los tres, en las m¨¢s de seis horas que pas¨¦ con ellos, sonri¨® jam¨¢s. Su destino fue el de cientos de rohingyas m¨¢s. Seg¨²n la ¨²nica organizaci¨®n en el mundo que se interesa por investigar y dejar constancia de la situaci¨®n de los rohingyas, una ONG constituida por una mujer (que se llama Chris Lewa y es belga) llamada Proyecto Arakan, en diciembre de 2008 salieron al menos 1.195 personas de Bangladesh con destino a Malaisia en un m¨ªnimo de 10 barcos. De ellos, se sabe qu¨¦ fue de 859; los dem¨¢s est¨¢n desaparecidos, presuntamente ahogados o muertos de hambre y sed. Las historias de Mohammed, Moniur y Salim, cuya supervivencia fue providencial, ofrecen pistas gr¨¢ficas sobre las circunstancias probables de los 329 cuyo fin se desconoce.
Moniur y Mohammed fueron trasladados por el ej¨¦rcito tailand¨¦s de Ranong a Koh Sai Dang, la Isla de la Arena Roja, "una colina en el mar", fue la descripci¨®n de Mohammed, a un d¨ªa de barco. "Lo primero que nos impresion¨® fueron los zapatos que vimos en la playa, cientos de ellos", dijo Mohammed. "Como eran de los que suele llevar nuestra gente, temimos que hubieran matado a sus due?os y que ¨¦sa iba a ser tambi¨¦n nuestra suerte".
Pero el destino, en forma de ej¨¦rcito tailand¨¦s, ten¨ªa otros planes. Menos sangrientos, ya que los zapatos pertenec¨ªan a otros rohingyas presos en el interior de la isla, pero igualmente siniestros. Retuvieron a los rohingyas en la isla durante 15 d¨ªas, con palizas continuas (?Por qu¨¦?: "?ramos muchos m¨¢s nosotros que los soldados. As¨ª que deb¨ªa de ser para intimidarnos, para controlarnos", explic¨® Mohammed), y luego llegaron un buque militar y un ferry. "Cuatro de los barcos en los que hab¨ªamos llegado, incluido el m¨ªo, estaban anclados lejos de la orilla. El ferry fue y volvi¨® varias veces para llevarnos a todos a los barcos. Cuando llegamos a ellos, nos encontramos con que les hab¨ªan quitado los motores. Entonces unieron los cuatro barcos con cuerdas, y uno de los buques militares nos arrastr¨® hacia alta mar. Nos dijeron que nos estaban llevando a aguas malayas. Pero, al cabo de d¨ªa y medio, cortaron las cuerdas y nos abandonaron all¨ª, a la deriva".
"Entonces comprendimos", continu¨® Mohammed, "que la promesa de Malaisia hab¨ªa sido falsa, y empezamos a llorar. Las corrientes empujaron los cuatro barcos en distintas direcciones y acabamos solos. Est¨¢bamos seguros de que ¨ªbamos a morir".
Uno podr¨ªa dudar de la veracidad de este testimonio, y del de Moniur, que era id¨¦ntico al de Mohammed, ya que estaba en otro de los cuatro barcos abandonados, si no fuera por el hecho de que est¨¢ corroborado por las exhaustivas investigaciones del Proyecto Arakan de Chris Lewa, e incluso lo ha reconocido el Gobierno tailand¨¦s. El primer ministro de Tailandia, Abhisit Vejjajiva, se vio obligado a confesar que en "algunos casos" se hab¨ªan producido acontecimientos as¨ª, aunque, por lo que se sabe, no se ha llevado a cabo ninguna pesquisa oficial.
Si fuera verdad, el resultado tendr¨ªa que consistir en cargos de asesinato e intento de asesinato masivo. Hab¨ªa 575 personas en los cuatro barcos a la deriva. En el de Moniur, el mayor, hab¨ªa 152. Tras 10 d¨ªas de ardiente sol tropical y 10 noches de absoluta desesperaci¨®n, la gente en su barco empez¨® a morir. "No ten¨ªamos comida ni agua; murieron 19 personas", dijo Moniur con su estilo entrecortado. "Arrojamos los cuerpos al agua. Lo ¨²nico que pod¨ªamos hacer los dem¨¢s era esperar que nos llegara a nosotros la hora de morir".
El barco de Mohammed tuvo m¨¢s suerte al principio. En s¨®lo unas horas, el mar agitado los arrastr¨® hacia unos pescadores tailandeses que les dieron de comer y los llevaron a la orilla, donde los militares volvieron a detenerlos, les esposaron, les vendaron los ojos y les interrogaron -y los llevaron de vuelta a la Isla de la Arena Roja. Junto con casi 200 hombres m¨¢s ("muchos ten¨ªan llagas en la espalda de estar sentados unos contra otros en los barcos"), Mohammed estuvo en el campo de concentraci¨®n de la isla durante un mes.
"Entonces nos subieron a una gran balsa y nos sacaron al mar, esta vez con comida, con siete sacos de arroz y dos bidones de agua. Pero volvieron a quitarnos el motor y, al cabo de dos d¨ªas y una noche, volvieron a soltarnos y nos abandonaron. Fuimos a la deriva durante dos semanas. No ten¨ªa ninguna duda de que iba a morir. No hab¨ªa esperanza de tierra ni de rescate. Ya no ten¨ªamos fuerzas ni para hablar". Pero entonces llovi¨®, recogieron el agua en las telas de pl¨¢stico y la vida volvi¨® a la balsa de los muertos vivientes. Al 16? d¨ªa vieron tierra, y al amanecer del d¨ªa siguiente, al despertarse, descubrieron que estaban rodeados de barcos de pesca. Esta vez no eran tailandeses. Los pescadores los llevaron a su pueblo, un lugar llamado Idi, en el norte de Indonesia.
Moniur lleg¨® a tierra al cabo de 14 d¨ªas. "Encontramos agua potable, frutos silvestres para comer", dijo Moniur, "y caminamos, a trompicones entre la maleza, desde el anochecer hasta el alba. Vimos unas se?ales en un ¨¢rbol que nos dijeron, para nuestro regocijo, que aqu¨¦lla no era una isla desierta. Seguimos andando, con energ¨ªas renovadas, y encontramos a algunos campesinos que nos dieron t¨¦ y pl¨¢tanos... Est¨¢bamos en la India. En las islas Andam¨¢n". Los nueve meses siguientes, que pas¨® en un centro de detenci¨®n indio, habr¨ªan sido una pesadilla para la mayor¨ªa de la gente normal, por ejemplo para esos intr¨¦pidos occidentales que participan en los programas de televisi¨®n de estilo Supervivientes, en los que les depositan en una isla tropical, cargados de comida y bebida, para probar de qu¨¦ est¨¢ hecha su fibra burguesa. Para Moniur se dir¨ªa, por su escueta forma de describirlos, que aquellos nueve meses fueron unas vacaciones relajantes antes de regresar a su vida de conductor de rickshaws en Bangladesh.
Mohammed s¨ª lleg¨® a Malaisia, a la provincia de Penang, donde le entrevist¨¦. Despu¨¦s de que le rescataran los pescadores indonesios se despert¨®, tras dos d¨ªas inconsciente, en una cama de un hospital indonesio. All¨ª conoci¨® a un polic¨ªa que, en?lugar de pegarle, le llev¨® a su casa y, junto con su mujer, le cuid¨® y le aliment¨® hasta que recobr¨® la salud. El polic¨ªa le ayud¨® a hacer realidad el sue?o que le hab¨ªa empujado a irse de su pa¨ªs: le dio el dinero y los medios para cruzar, de manera ilegal, pero segura, el estrecho de Malaca hasta Malaisia.
Salim, que no fue abandonado la deriva en un barco sin motor, tuvo la sensaci¨®n durante un tiempo de que el destino le hab¨ªa favorecido. Despu¨¦s de pasar 21 d¨ªas en el centro de detenci¨®n de inmigrantes en Ranong, las autoridades tailandesas le pusieron en un barco que, le dijeron, le iba a llevar por la costa hasta Birmania. Sin embargo, lleg¨® a la costa tailandesa, y las autoridades de inmigraci¨®n lo entregaron a traficantes tailandeses; uno de los numerosos ejemplos que vi en mis entrevistas con los viajeros rohingyas, y confirmados por la activista de los derechos humanos rohingyas Chris Lewa, de complicidad entre los traficantes de personas y los funcionarios tailandeses. "Nos llevaron en un compartimento oculto bajo una furgoneta a una casa alargada en una plantaci¨®n de caucho en la que hab¨ªa otros muchos como yo, que hab¨ªan intentado ir de Bangladesh a Malaisia," recordaba Salim. "Dijeron que si les dec¨ªamos los n¨²meros de tel¨¦fono de familiares o conocidos con dinero en Malaisia, ellos llamar¨ªan y pedir¨ªan el precio de llevarnos a trav¨¦s de la frontera".
"yo no ten¨ªa amigos ni familiares en Malaisia, y se lo dije. Pero ellos no quer¨ªan creerme. Me dieron bastonazos cada d¨ªa durante 10 d¨ªas". Hasta que los traficantes reconocieron la derrota. El fr¨¢gil chico, apenas m¨¢s grande que un chico de mediana estatura de 13 a?os en Europa, deb¨ªa de estar diciendo la verdad. Era el orgullo y la esperanza de su familia en Birmania, pero ¨¦sas eran todas sus conexiones. Los traficantes ten¨ªan un plan B: llevar a Salim y a otros nueve rohingyas en una furgoneta a un puerto de pesca tailand¨¦s y entreg¨¢rselos a un pescador de arrastre.
"al principio me puse contento. Era un trabajo muy duro. S¨®lo tres d¨ªas libres al mes. Sal¨ªamos al mar a las cinco de la tarde y trabaj¨¢bamos hasta las diez de la ma?ana siguiente, echando las redes, sacando el pescado, limpiando las redes, limpiando el barco". Le pagaban unas monedas al d¨ªa para cubrir sus necesidades elementales de comida y esperaba con ansiedad su sueldo al final del mes, deseoso de poder llamar, por fin, a sus familiares con la buena noticia de que hab¨ªa triunfado en su misi¨®n y les iba a enviar dinero.
Pero entonces, cuando lleg¨® el fin de mes, vio que los pescadores tailandeses cobraban y ¨¦l no; que ellos iban a la orilla a ver a sus familias, pero ¨¦l no estaba autorizado a bajar del barco. "Cuando ped¨ª mi sueldo me dijeron: 'No, t¨² no eres como el resto de la tripulaci¨®n. Tu sueldo se paga en otra parte'. Dijeron que me hab¨ªan vendido, que mi jefe se hab¨ªa quedado con todo mi dinero. Pregunt¨¦ qui¨¦n era mi jefe y me dijeron el nombre del traficante tailand¨¦s que dirig¨ªa la plantaci¨®n de caucho".
?Qu¨¦ sinti¨® en ese momento? "De pronto sent¨ª que se me ca¨ªa el cielo sobre la cabeza: me qued¨¦ mucho rato sin poder moverme. No me dijeron nada m¨¢s. Cre¨ª que me hab¨ªan vendido para el resto de mi vida. Cre¨ª que me hab¨ªan vendido para siempre. El resto del tiempo que estuve all¨ª, no recuerdo un d¨ªa en el que no llorara en silencio".
No hab¨ªa posibilidad de escapar, dijo. "O¨ª hablar de otros como yo a los que hab¨ªan arrojado al mar porque hab¨ªan intentado huir". Pero una noche, cuando llevaba nueve meses en cautividad, llegaron unas personas en una furgoneta, empleados del traficante que era su "jefe", y lo llevaron en un largo viaje a trav¨¦s de la frontera hasta Malaisia. "Son crueles, pegan a la gente, compran y venden a la gente, son asesinos, pero conmigo cumplieron su palabra. Mis nueve meses de trabajo hab¨ªan pagado el dinero que me habr¨ªa costado atravesar la frontera si hubiera tenido familiares que pudiesen pagarlo".
Fue un peculiar caso de honor entre ladrones. Le dejaron en una mezquita en la provincia de Penang, Malaisia, donde se revel¨® que, pese a toda la crueldad que hay en el mundo, tambi¨¦n existe bondad. Como en el caso de los isle?os indios que dieron a Moniur t¨¦ y pl¨¢tanos, y en el del polic¨ªa indonesio que cuid¨® a Mohammed hasta que estuvo bien y le dio dinero para que completara el viaje, cuando todos los dem¨¢s hab¨ªan tratado de extorsionarle, del mismo modo, Salim, cuya vida hab¨ªa dependido de un rescate, conoci¨® a un anciano en la mezquita malaya que lo acogi¨® bajo su protecci¨®n. "Me dio un tel¨¦fono para llamar a mi familia, me dio algo de trabajo y me pag¨® un poco, y luego me dio dinero para coger un autob¨²s hasta Georgetown, una gran ciudad malasia en la que esperaba encontrar trabajo, como as¨ª fue".
Consigui¨® lo que no hab¨ªa logrado Moniur, m¨¢s viejo y m¨¢s duro. ?ste, al final de nuestra entrevista, un mes despu¨¦s de haber vuelto desde la India hasta Bangladesh, se permiti¨® un momento de debilidad, ofreci¨® un atisbo del horror, la impotencia y la angustia f¨ªsica que debi¨® de soportar, cuando le pregunt¨¦ si podr¨ªa pensar alg¨²n d¨ªa en volver a emprender el viaje a Malaisia. "Mire", me contest¨®, "pens¨¦ muchas, muchas veces que iba a morir. Muchas veces. As¨ª que no. No volver¨¦ a intentarlo. Me voy a quedar para siempre en Bangladesh. La vida aqu¨ª es dura, pero es vida".
El campo de refugiados de Kutupalong tambi¨¦n es vida. Es incluso una vida luminosa y alegre para el que emerge de los oscuros lugares a los que descendieron Moniur, Mohammed y Salim; luminosa y alegre, si uno se tapa la nariz y cierra los ojos ante la miseria que le rodea -ante las alcantarillas abiertas en la colina y las chabolas calientes con techos de pl¨¢stico negro y suelo de barro en las que vive la gente- y lo ¨²nico en lo que se fija es en los rostros de los 10.000 ni?os que all¨ª viven. Ten¨ªan unas sonrisas tan grandes como Asia cuando se api?aban alrededor de nosotros, los extranjeros, y todos nuestros gestos les provocaban risa. Una ni?a de unos 11 a?os que llevaba unos pendientes de cristal azul violeta nos pareci¨® especialmente preciosa. Le hicimos fotograf¨ªas, para las que pos¨® como una modelo profesional, pero cuando nos fuimos del campamento sent¨ª miedo por ella. Ten¨ªa en los ojos una capacidad de seducci¨®n natural e inocente que otras almas menos compasivas tambi¨¦n notar¨ªan, sin duda. La idea atroz que se nos ocurri¨® fue que si los responsables del tr¨¢fico sexual son all¨ª tan activos como los contrabandistas de personas, los que trafican con los sue?os de los j¨®venes, y nos dijeron que era as¨ª, ?qu¨¦ esperanza ten¨ªa esa ni?a?
Y, aunque tuviera suerte y se escapara de las garras de los malvados, que, seg¨²n dicen, venden a esas ni?as rohingyas en lugares tan lejanos como China, ?qu¨¦ futuro podr¨ªa aspirar a tener? Las sonrisas y las risas de los ni?os, tan dulces y vibrantes como las de los ni?os con acceso a agua y jab¨®n, y educaci¨®n y Nintendos, en los mejores barrios de Barcelona o en las zonas m¨¢s verdes de Londres, son los augurios inocentes y felices de una terrible condena. Si viajamos mentalmente a dentro de 10 a?os, veremos a la ni?a de los pendientes azul violeta transformarse en Nur Ayesha, una mujer de 23 a?os a la que conoc¨ª en una chabola sofocante.
Nur, de rostro fino, pero expresi¨®n amargada, me cont¨® que se fue de Arakan hace cuatro a?os para casarse, porque ni el hombre al que amaba ni ella ten¨ªan dinero para pagar la cantidad que les exig¨ªa el ej¨¦rcito birmano. Despu¨¦s de un a?o de miseria en Kutupalong, su marido decidi¨® marcharse en busca de una vida mejor. Nur no sab¨ªa, o no quiso contar, si se hab¨ªa ido en barco a Malaisia o hab¨ªa intentado ir por tierra, como hacen algunos. El caso es que nunca regres¨®. Supon¨ªa que hab¨ªa muerto, y la dej¨® con un ni?o de dos a?os al que no pod¨ªa cuidar. "Estaba enferma y el ni?o tambi¨¦n, no ten¨ªa dinero para el tratamiento; ten¨ªa hambre y no ten¨ªa dinero para comprar comida", me dijo, lo cual me trajo a la memoria la imagen que hab¨ªa visto en un puerto all¨¢ en Bangladesh de otra joven, metida en el agua hasta la cintura con un ni?o en brazos, pidiendo pescado a un barco que llegaba. Tal vez Nur lo intent¨® y no tuvo suerte. As¨ª que opt¨® por el ¨²ltimo recurso. "Me dijeron que hab¨ªa gente que compraba ni?os. Vend¨ª a mi hijo de dos a?os a unos que dijeron que ven¨ªan de la ciudad".
Nur se dice a s¨ª misma que quienes compraron al ni?o lo criar¨ªan bien; que lo compraron porque no pod¨ªan tener hijos. Trabajadores de ONG que conocen bien Bangladesh dicen que, por desgracia, eso no es verdad; que la madre se enga?a a s¨ª misma o miente. El ni?o, me aseguran, est¨¢ condenado a una vida de esclavo, quiz¨¢, incluso, esclavo sexual. Pregunt¨¦ a Nur por cu¨¢nto hab¨ªa vendido al ni?o. Respondi¨® sin indicar horror ni sensaci¨®n de injusticia, como si el precio hubiera sido justo, que lo hab¨ªa vendido por 500 taka; cinco euros.
Tal vez no habr¨ªa tenido la necesidad de hacerlo si su marido hubiera llegado a Malaisia y hubiera enviado dinero a casa. La pregunta es si de verdad la vida es mejor para los rohingyas en aquel pa¨ªs; si perseguir ese sue?o merece los costes, los sacrificios y los riesgos. Mohammed y Salim, que llegaron all¨ª, parec¨ªan pensar que, en conjunto, la respuesta era s¨ª.
Mohammed, que hab¨ªa encontrado trabajo ocasional en la construcci¨®n, se ha unido a una peque?a comunidad rohingya y ha encontrado una peque?a mezquita en la que puede rezar en paz cuando quiere. De lo que se lamenta es de que no ha podido cumplir a¨²n las esperanzas de su familia, de que no ha sido capaz de enviarles ning¨²n dinero.
Salim, que trabaja en una teter¨ªa, s¨ª ha enviado dinero a casa, pero ha descubierto que un tercio se lo queda inmediatamente, como "impuesto", el ej¨¦rcito birmano local, que controla como un Gran Hermano orwelliano a toda la poblaci¨®n rohingya y puede detectar, mediante escuchas y esp¨ªas, cu¨¢ndo recibe dinero cada familia. ?Se consideraba afortunado, a pesar de todo? Salim reflexion¨® largamente antes de contestar. "Me considero afortunado porque me dejaron irme del barco y me trajeron aqu¨ª, y porque muchos murieron y yo sobreviv¨ª. Pero mi temor constante es que me detengan los agentes de migraci¨®n y acabe trabajando de nuevo como esclavo en un barco de pesca, y que entonces no tenga tanta suerte y me quede ah¨ª el resto de mi vida".
Le pregunt¨¦ si pensaba volver alg¨²n d¨ªa a Birmania. "Me gustar¨ªa volver a ver a mi familia", dijo este chico inteligente y de ojos oscuros y tristes que, a sus 18 a?os, ha vivido ya mil vidas. "?Pero c¨®mo? No, no es posible. ?sta es mi vida ahora".
La suya y la de unos 25.000 rohingyas que han encontrado un precario refugio en Malaisia. Fui a una escuela en la provincia malasia de Penang, o mejor dicho, a una casita en la que una docena de ni?os rohingyas pasaban el tiempo haciendo lo que les gustar¨ªa hacer a los ni?os de Kutupalong: aprender a escribir, matem¨¢ticas, ingl¨¦s, el Cor¨¢n. En una pared hab¨ªa un gr¨¢fico con las banderas de todos los pa¨ªses del mundo en ¨¦l. Ped¨ª a un profesor que me indicara su bandera. Se lo ped¨ª a un ni?o. Se lo ped¨ª a todos los ni?os. Todos, en silencio y sin vacilar, colocaron su dedo sobre la bandera de Birmania, un pa¨ªs del que han huido, que no les quiere y les humilla y explota todos los d¨ªas de su vida.?
Testigos del horror ?ste es el quinto reportaje de una serie con la que 'El Pa¨ªs Semanal' y M¨¦dicos Sin Fronteras se acercan a los conflictos olvidados. Precedieron a John Carlin Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, Vargas Llosa,Serg¨ªo Ram¨ªrez y Laura Restrepo.
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