El pol¨ªtico desnudo
Soy el pol¨ªtico que cierra la puerta de casa y se desnuda. Entonces, siento lo que me niego en la calle, pienso lo que no me est¨¢ permitido y me interrogo sobre las preguntas que respondo con tanto aplomo a los periodistas. Me despojo de la falsa seguridad, de la coraza de la dignidad, de la mirada desafiante, y s¨®lo me queda espacio para la verg¨¹enza. Si os tuviera frente a m¨ª os escupir¨ªa. Vuestro escarnio es el escarnio de todos. Vuestra celda es tambi¨¦n la prisi¨®n de los inocentes. Mi prisi¨®n. ?Qui¨¦n confiar¨¢ ahora en nosotros? Est¨²pidos ego¨ªstas, ?en qu¨¦ momento os rendisteis a la avaricia?
No quiero vivir bajo sospecha. Me siento falso cuando digo la verdad, porque vuestra mierda ya me est¨¢ alcanzando. Me sumerjo en ella cada vez que me obligo a te?ir mi discurso de disculpas veladas, a tratar de achacar a la ingenuidad vuestro pecado mortal. Pero ahora, ahora que ya he cerrado la puerta, ahora que ya nadie me ve, me quito la corbata y con ella la podredumbre de vuestros actos, entonces se me come la rabia. Y os reclamo, os obligo, os exijo una explicaci¨®n. Sab¨ªais d¨®nde os estabais metiendo. Ten¨ªais que saberlo. ?Por qu¨¦ tanta traici¨®n?
No. No respond¨¢is. No quiero respirar la fetidez de vuestra ofensa, ni caer en la tentaci¨®n de vuestras justificaciones. ?Cre¨¦is acaso que yo nunca he o¨ªdo esa voz? Ese susurro dulce que se crece con el des¨¢nimo, ese murmullo incesante que repiquetea en el cerebro dici¨¦ndote que llevas treinta a?os trabajando para los dem¨¢s, viendo c¨®mo muchos se enriquecen a tu alrededor, negociando con empresarios de medio pelo, ignorantes y jactanciosos que exhiben talones que dejan en rid¨ªculo los ahorros de toda tu vida. Ese canto de sirena te repite que te has dejado la piel por una ciudad, que tienes derecho a cobrarte tanto esfuerzo. Al fin y al cabo, vivimos en una sociedad que ha hecho del enriquecimiento r¨¢pido y f¨¢cil su c¨®digo de comportamiento. ?Acaso los pol¨ªticos juramos voto de pobreza cuando aceptamos nuestro cargo? Somos el estercolero de los ciudadanos. Soportamos sus exigencias, sus miserias, su rabia. Por qu¨¦, susurra la voz, por qu¨¦ no recoger un poco, s¨®lo un poco de lo que moralmente se te debe. El rumor de la traici¨®n es dulce cuando te tienta, pero ronco y amargo cuando se vuelve contra ti. Cada ma?ana me despierto con los gritos airados de la oposici¨®n, que ha enterrado su culpa bajo nuestra verg¨¹enza. Y algunos, agarrados a la bandera, claman contra nuestras m¨¢culas y se apremian a reducir a cenizas nuestro horizonte pol¨ªtico en un p¨²blico auto de fe. Entre dientes, mascullan que su desliz apenas es una sombra ante la nobleza de su causa. Y se lanzan a reclutar devotos dispuestos a batirse por el honor amenazado. Fieles que no saben si defienden una patria o una cuenta corriente.
Que cesen las voces. ?Silencio! Necesito o¨ªrme jurar, aunque s¨®lo sea a m¨ª mismo, que yo nunca ced¨ª a la traici¨®n. Lo afirmo y se lo repito a la imagen gastada que me devuelve el espejo. A esa figura que apenas se asemeja a la que retiene mi recuerdo con condescendencia. Se me fue la juventud. Mi cuerpo ya no afina las formas. En ¨¦l han nacido nuevos pliegues que, como los costurones de un saco viejo, revisten de blandura lo que alguna vez fue atl¨¦tico. El vientre se ha multiplicado en sus costados y el pecho lo observa desde un poco m¨¢s cerca, en una ca¨ªda que ya parece imparable. Me miro y me pregunto si mis pensamientos son tan caducos como mi carne. ?Y ya est¨¢?, me interrogo con rabia. ?Es as¨ª como acaban los sue?os de juventud? Aquellos d¨ªas de exaltaci¨®n, cuando nos dol¨ªan los males del mundo, cuando clam¨¢bamos contra la culpa de los gobernantes y nos sent¨ªamos con fuerzas para cambiarlo todo. Bien, aqu¨ª estamos. Hemos llegado. Y ahora que tenemos el poder en nuestras manos, se nos pudren hasta los dedos.
Malditos. Malditos se¨¢is vosotros y vuestra codicia, vuestra inconsciencia o vuestra estupidez. Hab¨¦is puesto esposas a la ilusi¨®n y rejas a la esperanza. Y mientras vocifer¨¢is pretextos, mezclando culpas con banderas, la calle ruge contra tanta obscenidad. Es el clamor airado que se alza contra la decepci¨®n, el enga?o y la traici¨®n. El lamento de los que han asistido al desplome de la pol¨ªtica, la acusaci¨®n de los que han perdido la fe. Un d¨ªa, ellos nos ordenaron que fu¨¦ramos dioses. Hubieran aceptado que nos qued¨¢ramos en meros predicadores. Pero nunca, bajo ning¨²n concepto, perdonar¨¢n que nos hayamos convertido en mercaderes del templo.
Las voces ya amainan. En la soledad de mi piso los rumores se apagan, pero son los ecos callados los que me aterran. Ese falso mutismo que se agazapa entre las sombras, esperando pacientemente su momento, ri¨¦ndose de nuestros errores, creci¨¦ndose ante la indiferencia de tantos. Se alimenta de la podredumbre y convierte cada bocanada de aire viciado en un soplo de vida que le hace m¨¢s fuerte. Ya algunos empiezan a reclamarlo. Es el silencio, siniestro y taimado, que oculta los gritos de la intolerancia, los alaridos del totalitarismo.
Ha llegado el momento de prepararnos para pagar nuestras culpas. S¨¦ que nos encomendaremos a la desmemoria y trataremos de parchear la confianza rota. Pero nosotros ya hemos pecado. Y la penitencia ser¨¢ para todos.
http://alteregosalterados.blogspot.com/
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