Dr¨¢cula sin colmillos ni sangre
El Centro Dram¨¢tico Nacional deber¨ªa de programar obras originales de autores espa?oles de hoy y del siglo XX, de dramaturgos for¨¢neos actuales y, si acaso, alg¨²n cl¨¢sico extranjero moderno o contempor¨¢neo. Dr¨¢cula es un t¨ªtulo que podr¨ªa defenderse perfectamente en cualquier teatro comercial. Dicho algo tan obvio, esta versi¨®n escrita y dirigida por Ignacio Garc¨ªa May retoma la tradici¨®n esc¨¦nica del terror psicol¨®gico, tan en boga hace un siglo, cuando autores como Andr¨¦ de Lorde y Paul Cloquemin explotaban esc¨¦nicamente el miedo a la enfermedad, el mal y la muerte.
Con la crisis regresa con fuerza un g¨¦nero: tenemos en gira al Circo de los Horrores, una adaptaci¨®n de los cr¨ªmenes de la condesa B¨¢thory (B¨¢thory contra la 613), un Dr¨¢kula portugu¨¦s, la parodia musical El hombre lobo andal¨² (sic) y hasta una compa?¨ªa, Teatro Corsario, con un departamento de t¨ªteres macabros.
DR?CULA
Versi¨®n y direcci¨®n: Ignacio Garc¨ªa May. Int¨¦rpretes: Eduardo Aguirre de C¨¢rcer, Jos¨¦ Luis Alcobendas, Roc¨ªo Le¨®n, Jos¨¦ Luis Pati?o, I?aki Rikarte y Xenia Sevillano. Teatro Valle-Incl¨¢n. Hasta el 10 de enero.
El Dr¨¢cula de Garc¨ªa May es un c¨®mic de l¨ªnea clara: est¨¢ impregnado de modernismo m¨¢s que de expresionismo, de las aventuras de Tint¨ªn antes que de las de Tales of the Crypt. Aqu¨ª no hay sangre, ni epidermis al descubierto, ni sobredosis de efectos especiales, sino sombras oportunas, transparencias reveladoras, recortes proyectados y una luz sugerente, pilotada por Luis Perdiguero. Sus int¨¦rpretes act¨²an con sobriedad, ceremonia y una pompa y circunstancia muy brit¨¢nicas: alguno parece escapado de una comedia de Wilde, compatriota y amigo de Stoker.
Durante dos tercios de la funci¨®n, Garc¨ªa May crea tensi¨®n, la sostiene y a¨²n la aviva cuando toman la palabra la incipientemente vampirizada Mina Harker (Xenia Sevillano, para m¨ª un descubrimiento) y el profesor van Helsing (Jos¨¦ Luis Pati?o, actor con alg¨²n parecido a Stoker, acentuado por la caracterizaci¨®n), cuyos interrogatorios amables pero insistentes como grifo que gotea evocan la figura de Sherlock Holmes. La escena del c¨¢liz que abrasa la mano de Mina, resuelta a cuerpo limpio por Sevillano y Pati?o, sin subrayados musicales ni efecto especial alguno, es ejemplo de como dejar campo libre a la imaginaci¨®n del p¨²blico.
El elenco, desigual, sortea casi todo el tiempo el riesgo de que la tensi¨®n subterr¨¢nea que genera misterio mute en solemnidad. El doctor Seward de Rafael Navarro anda escaso de modulaci¨®n y de brillo, y leyendo la novela, uno se imagina a Jonathan Harker con m¨¢s temperamento del que le imprime I?aki Rikarte. La Lucy de Roc¨ªo Le¨®n resulta espectral, s¨ª, pero sin sangre (nunca mejor dicho). El car¨¢cter del lun¨¢tico Renfield queda desle¨ªdo en la interpretaci¨®n de Eduardo Aguirre de C¨¢rcer. La criada de Rosa Savoini tiene una naturalidad inquietante, y el Dr¨¢cula de Jos¨¦ Luis Alcobendas se aleja del estereotipo: es un conde probable, saturnal y alobado.
Conforme el final se acerca, la idea de Garc¨ªa May se agota y satura: su elegancia se torna estatismo. Su versi¨®n de El hombre que quiso ser rey, de Kipling, era redonda, toda acci¨®n. ?sta es asim¨¦trica, en parte porque se va apartando de la letra de Stoker: elude la persecuci¨®n final, pero no la sustituye por algo igual de atractivo. La sugerente trampa de espejos que propone en su texto es intraducible esc¨¦nicamente.
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