Trenes & libros
He abierto el libro y el tren se ha puesto en marcha. He subido con tranquilidad al tren y he buscado mi asiento llevando el liviano equipaje que me hace falta para dos o tres d¨ªas, en el cual hay unos cuantos libros y un Kindle, ese aparato de pantalla lisa tan parecido a una tablilla romana de cera en el que llevo guardados no s¨¦ cu¨¢ntos libros m¨¢s. He llegado a la estaci¨®n sin ning¨²n agobio, con tiempo por delante, sin necesidad de recorrer en taxi las largas distancias por extrarradios desolados hacia un aeropuerto. Como cada vez que voy a la estaci¨®n con tiempo de sobra me he acordado de mi padre, que ten¨ªa un miedo extraordinario a llegar tarde a los trenes y a los sobresaltos de ¨²ltima hora, y que por lo tanto sal¨ªa con una anticipaci¨®n que a todos nos parec¨ªa rid¨ªcula, pero que a ¨¦l le garantizaba una paz perfecta, dej¨¢ndole en la cara una expresi¨®n descansada y risue?a de viajero sin apuro. He abierto el libro cuando el tren se ha puesto en marcha pero al principio, durante un largo rato, no he le¨ªdo nada, dej¨¢ndome solamente llevar, la cabeza apoyada en el respaldo, la cara vuelta hacia la ventanilla, disfrutando del alivio que siempre hay en una partida, cediendo a una grata somnolencia que es reparadora pero no tan profunda como para que las manos suelten el libro o dejen que se cierre.
En algo se parecen el disfrute de los libros y el de los trenes: en primer lugar, se combinan muy bien entre s¨ª y se refuerzan mutuamente; y hasta no hace mucho los dos parec¨ªan condenados al anacronismo por la irrupci¨®n de tecnolog¨ªas mucho m¨¢s innovadoras. Qui¨¦n iba a continuar leyendo libros encuadernados e impresos en papel en la era del CD-ROM, nos dec¨ªan joviales profetas tecnol¨®gicos hace quince o veinte a?os; qu¨¦ porvenir ten¨ªan los trenes, tan obsoletos, tan decimon¨®nicos, ante la multiplicaci¨®n de las autopistas y de los coches cada vez m¨¢s veloces, de los aviones que cubr¨ªan en un vuelo de cuarenta minutos distancias en las que un tren pod¨ªa tardar una noche entera. En los vaticinios impacientes de modernidad uno intuye casi siempre una apetencia de barbarie: que se extinga cuanto antes la molestia decadente del libro y de la lectura, que quede abolido el transporte p¨²blico, el espacio p¨²blico, el territorio de lo compartido. Yo recuerdo una conferencia en la que el a?orado arquitecto Sa¨¦nz de Oiza celebraba la inminente desaparici¨®n de ventanas y balcones porque ya no habr¨ªa m¨¢s ventana hacia el mundo que la pantalla del televisor; en la que denostaba la calle y el h¨¢bito de caminar por ella porque lo propio de los nuevos tiempos era la carretera y el coche.
Qui¨¦n habr¨ªa dicho hace veinte a?os que al cabo de no mucho tiempo el CD-ROM iba a ser una antigualla olvidada, y que los relucientes ced¨¦s, que a todos nos deslumbraron cuando aparecieron, con su liviandad futurista de pl¨¢stico metalizado, iban a tener un porvenir mucho m¨¢s corto que los libros, con su tecnolog¨ªa del siglo XV. Por no hablar de los discos de vinilo, que tantos de nosotros nos apresuramos absurdamente a malvender o a dejar olvidados en desvanes, y que ahora recobramos porque nuestros hijos resulta que se han aficionado a ellos, y volvemos a escuchar asombr¨¢ndonos de la calidad un poco ¨¢spera y filosa de su sonido, mucho m¨¢s fiel a la verdad de la m¨²sica que la asepsia de la reproducci¨®n digital. Nada es m¨¢s moderno que algunos inventos del pasado; hab¨ªa m¨¢s porvenires posibles, aparte de los que la modernidad autoritaria dictaminaba como ¨²nicos. En lugar de rendirse incondicionalmente al tr¨¢fico privado, de acuerdo con las profec¨ªas de los arquitectos y los intereses de las compa?¨ªas petrol¨ªferas y de los fabricantes de coches, las ciudades recobran el transporte p¨²blico, y se descubre que ir en tranv¨ªa o en bicicleta o simplemente caminar son formas de movilidad mucho m¨¢s efectivas, y tambi¨¦n m¨¢s austeras y m¨¢s saludables.
Algunas veces lo que parec¨ªa destinado a extinguirse seg¨²n los vaticinios del papanatismo de lo ¨²ltimo perdura sin aspavientos o resurge con m¨¢s fuerza que nunca despu¨¦s de una fase de declive; y lo m¨¢s agresivamente celebrado como nuevo se vuelve de la noche a la ma?ana obsoleto. Cuando escucho ahora las renovadas profec¨ªas sobre el fin del libro me acuerdo de la manera entre condescendiente y cruel con que hasta hace no mucho estaba de moda burlarse del anacronismo del teatro. Me acuerdo porque yo mismo he participado de la broma (nadie est¨¢ a salvo de la tonter¨ªa de su tiempo): por comparaci¨®n con la sofisticaci¨®n tecnol¨®gica del cine, el teatro era un espect¨¢culo deplorable, con sus cortinas viejas, sus declamaciones, sus tablones polvorientos que resonaban al pisarlos, etc¨¦tera. Y ahora las salas de cine cierran una tras otra y los teatros est¨¢n cada vez m¨¢s llenos, quiz¨¢s porque el teatro, en su primitivismo que nos parec¨ªa tan irrisorio, ofrece algo con lo que ninguna tecnolog¨ªa de lo virtual puede competir: el estremecimiento de la presencia humana. En su limitaci¨®n est¨¢ su fuerza inmensa. Basta un tablado y unos cuantos actores sin m¨¢s herramientas que sus cuerpos y sus voces para que delante de nosotros suceda ¨ªntegra la tragedia del pr¨ªncipe Hamlet, la claustrofobia enlutada de la casa de Bernarda Alba.
Algo as¨ª de ¨²nico hay en el tren, en el libro. La innovaci¨®n refuerza los principios s¨®lidos de su funcionamiento. La tecnolog¨ªa es un aliado y no un enemigo. Qui¨¦n necesita tomar un avi¨®n en las distancias habituales dentro de Espa?a, en muchos trayectos europeos, habiendo trenes tan veloces y tan c¨®modos. Aficionado a los inventos, llevo conmigo mi Kindle, mi lector electr¨®nico, que no pesa nada y en el que caben tantos libros, con su pantalla ligeramente gris en la que se forman en un instante las palabras. Yendo en el tren puedo darme el capricho de comprar un libro y de empezar a leerlo en apenas un minuto. Tambi¨¦n podr¨ªa haber llegado a Bilbao o a Barcelona o a Sevilla en menos de una hora. Pero he elegido viajar en tren no por razones sentimentales, sino estrictamente pr¨¢cticas, porque una gran parte del tiempo que perder¨ªa en autopistas, en controles de seguridad, en horas muertas de atraso y espera, en la vejaci¨®n de ir apretado en un espacio cada vez m¨¢s mezquino, lo voy a emplear en leer tranquilamente o en mirar por la ventanilla o en quedarme pl¨¢cidamente adormecido. Y cuando apago el Kindle me pongo a leer, por ejemplo, un libro de poemas de Jos¨¦ Emilio Pacheco que descubr¨ª por azar durante un paseo en una de tantas librer¨ªas espl¨¦ndidas de Barcelona, Como la lluvia, en una edici¨®n de Visor hecha con los cinco sentidos: el papel, los espacios en blanco, la tipograf¨ªa, la encuadernaci¨®n, forman parte de la experiencia de la poes¨ªa. Las estaciones de ferrocarril, por desgracia, parecen cada vez m¨¢s aeropuertos, pero las buenas librer¨ªas siguen siendo algunos de los espacios m¨¢s estimulantes que un lector puede imaginar, y los buenos trenes poseen el mismo resplandor de modernidad que los libros muy bien editados.
![<i>Mujer en la estaci¨®n</i>, de Antonio Mart¨ªnez Xoubanova, foto ganadora de la 18 edici¨®n del concurso<i> Caminos de hierro</i>.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/HPUPZDM6XPQMJ5GZ3EBQN64QFY.jpg?auth=0858cb3e92d744f8f8d675446298f63fb006ce9e65bf6f9b597fddf334c1913f&width=414)
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