El Ni?o Jes¨²s
El Ni?o Jes¨²s era esa figurilla de las mesas de noche, un ni?o medio desnudo, con la piel helada de la cer¨¢mica y una cara adulta y melanc¨®lica. Tambi¨¦n era el mu?equito del bel¨¦n, arropado por los alientos del buey y la mula, de nuevo incongruentemente desnudo entre unos padres vestidos con t¨²nicas y pastores con chalecos de borrego. El Ni?o Jes¨²s era el protagonista indiscutible de los villancicos que los ni?os cant¨¢bamos con ¨ªmpetu excursionista de una casa a otra o, en el caso de los que fuimos ni?os de coro, con la dulzura de las voces puras y perecederas de los nueve a?os. Cuando aquellos ni?os tuvimos hijos, el Ni?o Jes¨²s se convirti¨® en la direcci¨®n que se le daba al taxista cuando llevabas en tus brazos a un beb¨¦ ardiendo con una fiebre escandalosa. ?Al Ni?o Jes¨²s, por favor! Esta semana repet¨ª esa direcci¨®n, no con la misma angustia de entonces, aunque s¨ª con aprensi¨®n anticipada. Tras una donaci¨®n de libros, me hab¨ªan invitado a visitar la planta de oncolog¨ªa de los ni?os con c¨¢ncer, por pronunciar esa palabra que cae en las familias como una bomba cuando de un ni?o se trata. No me invitaba el hospital propiamente dicho, sino la fundaci¨®n Aladina, que desde hace a?os cumple una gran labor asisti¨¦ndoles an¨ªmicamente y procur¨¢ndoles ratos de ocio. Los hospitales infantiles no son como el resto de los centros hospitalarios; en ellos se respira la angustia paterna, pero est¨¢ equilibrada con la energ¨ªa infantil, que es mucha, y que se parece como una gota de agua a la valent¨ªa. Entro dejando atr¨¢s un Madrid nevado y me introduzco en este micromundo de calor y olor a desinfectante. "Aqu¨ª no podemos estar tristes", me dice una enfermera de la unidad de trasplantes. Lo afirma como si fuera el mantra que se repite a diario: "Aqu¨ª habr¨ªa que ponerles una medalla a los padres por contener su pena y otra a los ni?os por su entereza. C¨®mo no les vas a tomar cari?o, entablas con ellos una relaci¨®n afectiva, es duro. Algunas veces piensas en dejar esta planta para siempre, pero sigues. Y no, no me permito estar triste". En mi paseo de habitaci¨®n en habitaci¨®n es G. quien me acompa?a. G. es una muchacha de unos diecinueve a?os, visita a los ni?os como voluntaria. Cuando le pregunto por qu¨¦ decidi¨® hacer este voluntariado, el rubor le sube a la cara. Es de estas personas bondadosas a las que les da pudor hacer patente su propia generosidad. G. tiene una historia: fue paciente de esa planta hace apenas tres a?os. Sufri¨® un c¨¢ncer de ri?¨®n, una operaci¨®n, unos ciclos de quimio. Ese pasillo por el que ahora me gu¨ªa fue el pasillo de su casa durante un a?o. G. prefiere que no desvele su nombre: "Nunca quise que por mi enfermedad me trataran de manera distinta". ?Te acuerdas del d¨ªa en que te dieron el alta?, le pregunto. "?C¨®mo no me voy a acordar! Me vi en la calle y de pronto pens¨¦ que pod¨ªa hacer planes a largo plazo. Madur¨¦. Me di cuenta de que cuando est¨¢s sano no valoras las cosas buenas que te da la vida a diario". G. no habla por hablar, su candor es transparente, no hay impostura en ella, se acostumbr¨® a lidiar con la verdad desde su adolescencia. Estos d¨ªas anda preocupada, aunque no lo dice, porque uno de los chavales con los que comparti¨® la vida durante un a?o ha tenido una seria reca¨ªda. "Pero se va a curar", me asegura, como si ella lo supiera mejor que los m¨¦dicos. Al entrar en cada habitaci¨®n se levanta del sill¨®n un padre o una madre, andan en zapatillas, como si hubieran hecho tambi¨¦n de aquello su segundo hogar. Tienen el inevitable aspecto de machacamiento que afecta a los padres de ni?os enfermos, pero tambi¨¦n un fondo de resistencia. Todos coinciden en lo mismo: "Ellos nos animan". Los ni?os, en cuanto son conscientes de su enfermedad, asumen una responsabilidad con respecto al estado de ¨¢nimo de sus padres. Se podr¨ªa pensar que por ser ni?os van a ser m¨¢s d¨¦biles, y no. La fortaleza infantil siempre sorprende. Est¨¢ escrita en los cuentos tradicionales. Hay ni?os de toda Espa?a porque la planta de trasplantes del Ni?o Jes¨²s tiene un gran prestigio. Los padres piden permisos, se turnan, se alquilan pisos cerca del hospital, lo que sea con tal de estar cerca de ellos. Por los pasillos conozco a Gabriela, es una ni?a de Fuerteventura a la que no se le borra la sonrisa de la cara. Le pregunto si la puedo besar (no s¨¦ si debo), mira a su madre y luego asume la decisi¨®n: "?Pues claro!". Ni la cabeza pelona le resta belleza o expresividad. Lleva el aparato del goteo como si fuera un juguete. "Mi profe de all¨ª se pone de acuerdo con la maestra que me mandan aqu¨ª a casa y me estoy sacando el curso". A Gabriela le est¨¢ costando adaptarse al fr¨ªo de Madrid, a la bulla del tr¨¢fico, viene de un pueblo c¨¢lido, de otro sentido del tiempo. "?Pero hoy he visto la nieve por primera vez en mi vida!". La frase, tan optimista, expresada con el acento musical de su tierra, resuena en mi cabeza cuando salgo a la calle. Un padre me protege con su paraguas hasta la parada de taxis. Est¨¢ contento, me cuenta, porque se pueden llevar a su cr¨ªa a casa esta Nochebuena. Nos abrazamos. "?Todo lo mejor para 2010!". De pronto, esa felicitaci¨®n cansina cobra un sentido verdadero. Cuando me veo sola, aprieto los dientes y me digo no, no se puede estar triste, no se tiene derecho.
En los hospitales infantiles se respira la angustia paterna, pero equilibrada con la energ¨ªa infantil
"Habr¨ªa que ponerles una medalla a los padres por contener su pena y otra a los ni?os por su entereza"
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