Los indios no son hombres
Por definici¨®n, el prejuicio es algo que antecede al juicio? o sea, es un producto mental que ni siquiera llega a la categor¨ªa de pensamiento, porque para pensar se necesita usar la raz¨®n y la reflexi¨®n, mientras que el prejuicio es como un borr¨®n, como un moment¨¢neo apag¨®n neuronal que impide que veamos la realidad correctamente. El prejuicio, por otra parte, es un precipitado de la costumbre. Quiero decir que los prejuicios se transmiten, desde luego, pero sin que tengamos conciencia de haberlos aprendido: simplemente creemos que el mundo es as¨ª; que lo que sostenemos no es una opini¨®n, sino una realidad tan incontestable que no necesita ser probada. Los prejuicios son tan b¨¢sicos y est¨¢n tan profundamente hincados dentro de nosotros que ni siquiera sabemos que los tenemos. Son como par¨¢sitos ocultos de nuestro pensamiento, y lo peor es que se trata de una plaga que padecemos todos sin excepci¨®n.
Leyendo a Stefan Zweig me pregunto con cierta inquietud por mis propias zonas de sombra
Pensaba en todo esto mientras le¨ªa Momentos estelares de la humanidad (editorial Acantilado), catorce miniaturas hist¨®ricas, como reza el subt¨ªtulo, redactadas por Stefan Zweig. Es un libro interesante y encantador y adem¨¢s yo adoro al pobre Zweig, un escritor inteligente, apasionado y honesto, un luchador de la tolerancia y la convivencia que se suicid¨® junto con su mujer en 1941, desolado por lo que por entonces parec¨ªa la victoria imparable del nazismo. Zweig era jud¨ªo, y sin duda este dato influy¨® en su desconsuelo; pero yo creo que su angustia era b¨¢sicamente humanista, el horror del hombre bueno ante el infierno.
Pues bien, este escritor al que quiero y admiro, y en quien presumo una especial sensibilidad por los d¨¦biles, por los sometidos y marginados, desliza en el libro varias afirmaciones sorprendentes que indican una clara ceguera prejuiciosa. Por ejemplo, en el cap¨ªtulo en el que habla del descubrimiento de El Dorado, y hablando del salvaje Oeste, dice lo siguiente: "(esas) estepas con sus enormes manadas de bisontes y en las que durante d¨ªas, durante semanas, no aparece un solo hombre, ¨²nicamente los pieles rojas las recorren a galope tendido". C¨¢spita, qu¨¦ lapsus tan fuerte: de modo que los indios no son hombres. Y, para demostrar que ese p¨¢rrafo no ha sido una errata, en el texto dedicado a N¨²?ez de Balboa explica que Enciso, alcalde de una colonia cercana al estrecho de Panam¨¢, "en medio de esa selva nunca pisada por el hombre, proh¨ªbe a los soldados adquirir oro de los ind¨ªgenas". En fin, la incongruencia de la frase habla por s¨ª sola.
Como ambos textos abundan en el mismo error, es probable que el humanista Zweig tuviera ese punto de oscuridad en la cabeza; que, siendo sin duda un ferviente partidario de los logros civilizados y democr¨¢ticos, tendiera a ignorar y menospreciar a los salvajes, un prejuicio enormemente extendido hasta que, en la d¨¦cada de los sesenta, empez¨® a valorarse la diferencia. La cultura de lo pol¨ªticamente correcto, que hoy ha llegado a l¨ªmites aberrantes y retr¨®grados, tuvo su origen en algo esencialmente justo y razonable: en la necesidad de dar voz a los que nunca la tuvieron. Hoy Zweig jam¨¢s dir¨ªa algo semejante, porque sin duda a estas alturas ser¨ªa consciente de su etnocentrismo.
Leyendo al escritor austriaco me pregunto con cierta inquietud por mis propias zonas de sombra. Que sin duda padezco. De algunas he llegado a ser consciente; por ejemplo, recuerdo que hace bastantes a?os vi un episodio de Star Trek en la televisi¨®n de un bar de Santiago de Compostela, y cuando sali¨® el vulcano Spock hablando en gallego me desternill¨¦ de risa, me pareci¨® grotesco y muy chistoso, cosa que me afe¨® inmediatamente un amigo del lugar que estaba presente. Y ten¨ªa raz¨®n: ?por qu¨¦ iba a ser m¨¢s grotesco el gallego que el castellano? Y a¨²n peor: probablemente si hubiera visto a Spock doblado al franc¨¦s, pongamos, no me hubiera resultado tan risible. Era una vez m¨¢s el etnocentrismo, la maldita costumbre de la propia horda, el hecho de que, por entonces, hace ya tiempo, todav¨ªa no se hubiera normalizado el uso de las otras lenguas nacionales. Vivimos encerrados en la estrecha c¨¢rcel de nuestra peque?a realidad, y eso nos impide pensar libremente. Un ¨²ltimo ejemplo: mi padre, que fue torero profesional, amaba profundamente a los animales (es algo que les sucede a muchos matadores). Yo aprend¨ª de ¨¦l ese amor, pero tambi¨¦n su gusto por las corridas; en mi infancia y mi juventud asist¨ª a decenas de ellas sin que me parecieran violentas. Tuvieron que pasar bastantes a?os hasta que pude liberarme de esa ceguera del h¨¢bito, del callo de la rutina. Hasta que pude ver la realidad desde otro lado. Los prejuicios se nos enredan en las neuronas y nos atontan.
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