La verdad transparente de Camus
El autor se perfila, a los 50 a?os de su muerte, como uno de los grandes de su siglo
Albert Camus no dej¨® nunca de ser un escritor le¨ªdo, pero s¨®lo la publicaci¨®n p¨®stuma del manuscrito inacabado de El primer hombre, en 1994, derrib¨® las ¨²ltimas barreras que hab¨ªan impedido considerarlo como lo que fue, uno de los m¨¢s grandes del siglo XX. Las ¨²ltimas barreras eran, en realidad, una sola: el anatema lanzado contra ¨¦l por Sartre y su camarilla de Les temps modernes tras la publicaci¨®n de El hombre rebelde, donde Camus cuestionaba el papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. La sobrecogedora belleza de El primer hombre, la novela en la que trabajaba cuando, el 4 de enero de 1960, le sorprendi¨® la muerte en un accidente de autom¨®vil, no fue ajena a este cambio en la apreciaci¨®n de la obra de Camus, pero seguramente no lo explica por s¨ª sola. Porque la principal aportaci¨®n de El primer hombre a la obra de un autor que ya hab¨ªa publicado novelas indiscutibles como El extranjero o La peste iba m¨¢s all¨¢ de su excepcional m¨¦rito literario: mostraba lo que en vida Camus jam¨¢s mostr¨®, huyendo del exhibicionismo al uso entre artistas e intelectuales de todas las ¨¦pocas; mostraba la experiencia ¨ªntima desde la que hab¨ªa concebido la totalidad de sus libros y de sus posiciones pol¨ªticas y morales.
Fue de los pocos escritores que conden¨® las bombas de Hiroshima
Se neg¨® a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo
Ante los asombrados lectores de El primer hombre aparec¨ªa desnudo por primera vez, sin las m¨¢scaras de la ficci¨®n o las deliberadas opacidades del ensayo, un mundo de fascinante belleza y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que el mundo argelino en el que Albert Camus pas¨® su infancia y primera juventud. El escritor que recibir¨ªa el premio Nobel en 1957 y al que poco despu¨¦s dar¨ªan la espalda quienes ingenuamente hab¨ªa considerado sus iguales, sin advertir desde una desarmante humildad que su calidad humana e intelectual era infinitamente superior a la de ellos, describe con la ternura de la que s¨®lo son capaces quienes deciden celebrar la vida por encima de todas las adversidades a una madre vestida de negro y analfabeta, sin otra diversi¨®n cuando regresa de su trabajo de dom¨¦stica que contemplar en silencio la calle desde un balc¨®n. Describe, adem¨¢s, al maestro que crey¨® en ¨¦l y lo libr¨® de abandonar la escuela para buscar un salario de hu¨¦rfano que aliviara las imperiosas necesidades de una casa donde lo ¨²nico que hab¨ªa eran elementales virtudes humanas, como respeto y amor. Describe, en fin, el momento en que visita por primera vez la remota tumba del padre, ca¨ªdo como poilu en la guerra del 14, y descubre con un estremecimiento de asombro que ¨¦l, el hijo, es ahora mucho mayor que el padre cuando muri¨® y cuya imagen casi adolescente apenas consigue recordar: sus sentimientos filiales quedan de pronto desplazados por un incontenible torrente de compasi¨®n hacia una vida joven truncada, y la historia se le aparece como un monstruo mitol¨®gico que sacrifica en la fatuidad de su fuego seres humildes y an¨®nimos.
Era desde este mundo, desde esta experiencia ¨ªntima descrita en El primer hombre, desde donde Camus siempre hab¨ªa hablado. Las pol¨¦micas muchas veces maliciosas en torno a alguna de sus tomas de posici¨®n, como aqu¨¦lla en la que, refiri¨¦ndose a Argelia, asegur¨® que entre la justicia y su madre, escoger¨ªa a su madre, cesaron de inmediato. Y no porque se reconociese por fin que Camus no se equivocaba, sino porque, gracias a las p¨¢ginas absorbentes, conmovedoras de El primer hombre, se descubr¨ªa que el dilema era, en efecto, un dilema. La justicia a la que Camus se refer¨ªa era, sin duda, la justicia; pero tambi¨¦n la madre era la madre, no un recurso estil¨ªstico para subrayar el contraste entre los t¨¦rminos abstractos y concretos. La bruma de sospecha, e incluso de desprecio, que envolv¨ªa su obra desde el anatema lanzado contra ella por Sartre y su corte de Les temps modernes comenz¨® a disiparse. Camus pod¨ªa no ser un intelectual con s¨®lidas bases acad¨¦micas, seg¨²n le acusaron, pero tuvo raz¨®n frente a sus contradictores bien pertrechados de t¨ªtulos y posiciones universitarias. Tuvo raz¨®n, por descontado, al condenar el abyecto papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. Pero tambi¨¦n al ser uno de los pocos escritores que, junto a G¨¹nther Anders y Karl Jaspers, conden¨® las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O al negarse a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo, interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos pa¨ªses sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo. O al defender desde la direcci¨®n de Combat la necesidad de que quienes dirigen o escriben en los peri¨®dicos arrostren con orgullo, incluso con soberbia, las consecuencias de su independencia frente al poder.
Hoy, a los 50 a?os de la muerte de Camus, las tornas han cambiado, y son sus contradictores en vida quienes han perdido el reconocimiento. No a causa de un anatema equivalente al que lanzaron contra el autor de El hombre rebelde, sino de la verdad transparente a la que siempre se mantuvo fiel Albert Camus.
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