Vida y muerte en la capital de las tinieblas
En Hait¨ª hubo rapi?as y ejecuciones, pero tambi¨¦n se vio la dignidad y lucha de un pueblo por sobrevivir
A las 16 horas, 53 minutos y nueve segundos, la tierra se dobla en Hait¨ª y zarandea Puerto Pr¨ªncipe durante casi un minuto. Es martes 12 de enero. La c¨²pula central del palacio presidencial se hunde, junto con miles de casas, calles, iglesias, santuarios de vud¨², c¨¢rceles, oficinas y tiendas. S¨®lo tres cuartos de hora despu¨¦s la noche cae de golpe sobre Puerto Pr¨ªncipe. Cientos de miles de personas vagan en tinieblas en busca de los suyos, en una ciudad sin electricidad, sin tel¨¦fono, sin agua, con miles de cad¨¢veres y heridos bajo los escombros, con 5.000 presos que han logrado escapar de la c¨¢rcel mayor, tambi¨¦n destruida. Las calles s¨®lo se iluminan al paso de los coches que circulan entre miles de edificios derrumbados y gritos de auxilio.
Todos los s¨ªmbolos de poder se volatilizaron en apenas 60 segundos
La cat¨¢strofe parece invisible; con la invisibilidad que otorga la pobreza
El abuelo, aunque ya muerto, segu¨ªa protegiendo con sus brazos al ni?o
"Dijeron que hab¨ªa que irse: 'O muere la ni?a atrapada o mor¨ªs vosotros"
"La polic¨ªa cree que s¨®lo hay un lugar seguro para presos huidos: el cielo"
Los haitianos viven en el desconcierto. Buscan cualquier medio para huir
Siniestros traficantes de ni?os se acercan a los hospitales de Puerto Pr¨ªncipe
"Hay que ofrecer un funeral al muerto. Si no, vuelve al mundo de los vivos"
Bajo los escombros ha quedado el cad¨¢ver de un abuelo abrazado a su nieto Regi, un ni?o de cuatro a?os que gime como un gato mientras familiares y vecinos gritan su nombre para que ¨¦l responda, levantan piedras por aqu¨ª y por all¨¢.
Una se?ora acaba de perder a sus dos hijos y a su marido, mira a su ni?a de tres a?os y no sabe qu¨¦ hacer con ella. Sepultada en las ruinas del hotel Aire Fresco, una adolescente a¨²n respira bajo el cad¨¢ver de su madre. En otro punto de la ciudad, Ivania se abraza a dos hijas con vida; de sus otros cinco hijos no sabe nada. Del propio presidente de la Rep¨²blica, Ren¨¦ Pr¨¦val, lo ¨²ltimo que se supo es que sali¨® del palacio 20 minutos antes de la hecatombe. Pr¨¦val ha decidido no comparecer en p¨²blico, pero esa misma noche ordena que le den una vuelta en coche para hacerse una idea de las p¨¦rdidas: todos los ministerios se han desplomado, excepto el de Asuntos Sociales; todos los edificios estatales, el hotel Magenta, la sede de Naciones Unidas, donde mueren 49 funcionarios: todos los s¨ªmbolos de poder se han volatilizado en menos de 60 segundos. Los nueve millones de habitantes del pa¨ªs m¨¢s pobre de Am¨¦rica acaban de quedarse sin Estado. La magnitud de la cat¨¢strofe asciende a 7,0 en la escala Richter.
Si esta tragedia hubiese ocurrido en Nueva York o en Par¨ªs, ahora se dispondr¨ªa de un muestrario de im¨¢genes espeluznantes. Las c¨¢maras de los bancos, de las joyer¨ªas, del metro o de los miles de videoaficionados habr¨ªan registrado, como la caja negra de un avi¨®n, la tragedia desde cada ¨¢ngulo, en alta definici¨®n. Pero esto es Hait¨ª, un lugar invisible. Con la invisibilidad que otorga la pobreza.
A las cinco y media de la ma?ana amanece en Puerto Pr¨ªncipe. Han transcurrido apenas doce horas y media y ya no hay tiendas abiertas, ni bancos, ni gasolineras, ni peri¨®dicos; la econom¨ªa entera del pa¨ªs se ha desplomado con la misma violencia que los edificios. Casi 100.000 familias acuden con lo puesto a las plazas, a las f¨¢bricas abandonadas, que se convierten en improvisados campamentos.
Pasadas 24 horas, el presidente Pr¨¦val da las primeras se?ales de vida mediante una casete enviada a Signal FM, la ¨²nica emisora de radio que no ha dejado de emitir ni un segundo. Aviones procedentes de todo el mundo cargados de m¨¦dicos, bomberos y especialistas en salvamento se agolpan en Santo Domingo o dan vueltas en el aire esperando la orden de aterrizar en el peque?o aeropuerto de Puerto Pr¨ªncipe, convertido en un embudo que paraliza el desembarco de la ayuda humanitaria. Una mujer se presenta en la sede de Signal FM para decir que sabe el lugar exacto de la casa en que qued¨® enterrado su marido con vida y que no hay nadie que pueda ayudarla. Lanza un mensaje de socorro por la radio y al rato decenas de oyentes logran rescatar con sus propias manos al marido.
La ciudad, a estas alturas, es un cementerio de cad¨¢veres sin enterrar, rodeados por miles de personas que deambulan sin rumbo. Silenciosos, serios, con una seriedad de la que participan los ni?os, que abren mucho los ojos al pasar ante los cad¨¢veres cuyas s¨¢banas, siempre demasiado cortas, tratan de cubrir. Cad¨¢veres que se hinchan y que poco a poco van contaminando con su olor -su ¨²nica forma de pedir a gritos una tumba digna- cada rinc¨®n de Puerto Pr¨ªncipe. Cad¨¢veres callejeros de ni?os y de mujeres, cad¨¢veres que han de ser esquivados por los transe¨²ntes o por los automovilistas. Cad¨¢veres enteros o demediados, como el de dos mujeres que quisieron huir de un hotel del centro pero que quedaron atrapadas por la cintura, ofreci¨¦ndole al transe¨²nte, ya para entonces curado de todos los espantos, la mitad de sus cuerpos cada vez m¨¢s hinchados. Cad¨¢veres que son llevados en parihuelas al cementerio o tirados en fosas comunes o finalmente quemados all¨ª mismo, en la puerta de una casa que ya no les pertenece. Cad¨¢veres que manos caritativas -la autoridad s¨®lo es un presidente noqueado, una v¨ªctima m¨¢s- retiran de la acera o depositan en la puerta de la funeraria La Vida Eterna, un negocio que ya nadie atiende, tal vez porque el due?o ha huido o ha muerto. Pero hay algo todav¨ªa m¨¢s urgente que enterrar a los muertos: buscar a los vivos. Frente a la morgue privada, Ivania y sus dos hijas se paran y se santiguan mientras se tapan la boca con sus camisetas.
-Esta ropa que llevo puesta y estas dos hijas que me acompa?an son todo lo que tengo. De mis otros cinco hijos no he vuelto a saber desde el d¨ªa del terremoto. Ahora no s¨¦ ad¨®nde ir. Intentar¨¦ buscar algo de comida. Llevo d¨ªas sin probar nada.
Poco a poco, los cooperantes superan el embudo y entran en la ciudad. Aterrizan brigadas de todos los pa¨ªses. Un grupo de siete voluntarios espa?oles intentan llegar hasta Regi, un ni?o de cuatro a?os a quien sus vecinos llevan m¨¢s de un d¨ªa oyendo gemir bajo el suelo, pero no logran dar con ¨¦l. Ellos lo localizan y, despu¨¦s de dos horas construyendo un t¨²nel de cinco metros los bomberos, consiguen hablarle.
-Cari?o, que nos vamos ya, Regi, que te sacamos...
"Y ¨¦l, aunque no sab¨ªa espa?ol, parec¨ªa entenderme, le cambiaba la cara. Hac¨ªa intenci¨®n de venirse hacia m¨ª, pero no pod¨ªa. No lloraba, pero se pon¨ªa cada vez m¨¢s nervioso. Logramos separarlo del cad¨¢ver del abuelo que hab¨ªa muerto abraz¨¢ndole muy fuerte para protegerlo. Le quit¨¦ tambi¨¦n una mesa que le oprim¨ªa el costado. Cuando me tendi¨® las dos manos y se vino hacia m¨ª me temblaron las piernas y se me aceler¨® el coraz¨®n", relata ?scar Vega, uno de los salvadores. Es entonces cuando grita a sus compa?eros:
-?Ya es m¨ªo y nos vamos para afuera!
La gente baila, salta y se los come a besos. Al d¨ªa siguiente, alguien en la calle les pide que rescaten a una persona en el hotel Aire Fresco. Tienen prohibido atender ninguna petici¨®n por la calle. Pero Paco Rivas, de 50 a?os, el jefe de la expedici¨®n, opta por saltarse las reglas. Y, efectivamente, los perros olfatean vida. Se trata de una joven enterrada con el cad¨¢ver de su madre encima. Durante dos horas y media se empe?an en salvarla. La calle se va llenando de gente. Un m¨¦dico quiere que los bomberos aumenten la anchura del hueco para inyectarle una v¨ªa de suero. Y, de nuevo, ?scar Vega trata de calmarla.
-Tranquila, princesa, tranquila, que ahora mismo te sacamos de aqu¨ª.
De pronto, se oyen tiros en la calle de al lado. El bombero se desespera:
-Apenas nos faltaba media hora para sacarla. Era una cr¨ªa de 14 o 15 a?os... Yo estaba dentro del edificio, no o¨ª los tiros. Pero nuestros escoltas de la ONU s¨ª que los oyeron. Cortaron las calles y pens¨¦ que todo estaba tranquilo. Pero los tiros debieron seguir y nos dijeron que ten¨ªamos que irnos ya: 'O muere ella o mor¨ªs vosotros".
La emoci¨®n le impide a Paco Rivas seguir hablando. ?scar Vega contin¨²a:
"Ten¨ªamos que abandonarla all¨ª. ?Y qu¨¦ le dices a la chica, entonces...? ?Le dices que la vas a dejar? Pues te quedas mir¨¢ndola y no le dices nada. Al salir, Ra¨²l Rodr¨ªguez y yo, que fuimos los ¨²ltimos, anunciamos que estaba muerta para evitar altercados. El jefe de seguridad, que era canadiense, estuvo muy expeditivo y eficaz al apartar a todo el mundo para que pudiera salir nuestro cami¨®n. Si no, no s¨¦ qu¨¦ podr¨ªa haber pasado...".
El Gobierno va registrando d¨ªa a d¨ªa una suma que lleg¨® ayer hasta los 120.00 cuerpos recuperados, el mismo d¨ªa en que decide dar por concluida la b¨²squeda de cad¨¢veres. Pero, ?qu¨¦ credibilidad tiene esa cifra? ?C¨®mo los han contado? ?Qui¨¦n sabe cu¨¢ntos son los muertos quemados en las esquinas? Decenas de miles de familias, o lo que queda de ellas, se disputan un lugar bajo el sol, un trozo de tierra entre la basura y los orines, las migajas de la ayuda internacional. Detr¨¢s del palacio presidencial, apenas tres d¨ªas despu¨¦s de la tragedia, cuando a¨²n son visibles muchos cad¨¢veres pudri¨¦ndose al sol, se empieza a desatar una guerra. Las ruinas de las principales calles comerciales de la ciudad no s¨®lo encierran muerte. Tambi¨¦n encierran los zapatos y los cosm¨¦ticos que muchos hubieran querido comprar y nunca se lo pudieron permitir en un pa¨ªs en el que, ya antes de esta tragedia, el 80% de la poblaci¨®n se las arreglaba para subsistir con menos de dos d¨®lares al d¨ªa. Ahora es el momento de ara?arle una recompensa a la desgracia. Algo con lo que trapichear, un par de zapatos que cambiar por dos litros de leche para los cr¨ªos, aunque sea caducada. Primero t¨ªmidamente y luego de forma descarada, cientos de personas, algunas por libre y otras organizadas en grupos que se enfrentan entre s¨ª, se lanzan sobre los edificios como alima?as. En las c¨¢maras de los fot¨®grafos quedan registrados los forcejeos entre quienes aspiran a llevarse una lavadora, un saco de arroz o de harina, una botella de aceite o, simplemente, un paquete de patatas fritas.
Las fuerzas de la Misi¨®n de Estabilizaci¨®n de las Naciones Unidas para Hait¨ª (Minustah), que desde 2004 mantiene desplegados casi 9.000 polic¨ªas y militares, patrullan por all¨ª de vez en cuando pero se limitan a mirar... para otro lado. Y sin embargo, esta violencia resulta casi anecd¨®tica para lo que cabr¨ªa esperar en una ciudad con tantos pobres, tantos muertos, tantos presos huidos y donde la ayuda tarda tanto en llegar.
Hasta tres d¨ªas despu¨¦s del temblor la polic¨ªa nacional haitiana no se da por aludida. Pero cuando interviene lo hace sin contemplaciones. O bien se apropian de la rapi?a y dejan libres a los saqueadores -despu¨¦s de la paliza reglamentaria- o, directamente, ejecutan a los sospechosos. El domingo d¨ªa 17, a las 7.45 de la ma?ana, dos muchachos yacen, reci¨¦n asesinados, a la altura del n¨²mero 31 de la calle Delmas. Entre el corro de curiosos que presencian su agon¨ªa, alguien explica con una sola palabra el por qu¨¦ de su situaci¨®n: "Ladrones". La noche anterior, otro joven fue ajusticiado por la polic¨ªa, sus bolsillos vaciados despu¨¦s de muerto y m¨¢s tarde quemado en el arc¨¦n. Sin juicio. Sin autopsia.
Los reclusos escapados se reagrupan en bandas, como antes de 2004, cuando no hab¨ªa cascos azules. Las 20 compa?¨ªas de seguridad no dan abasto. Stanley St. Louis, director de la empresa Pap Security, la principal del sector con sus 1.600 hombres, cobra 250 d¨®lares al d¨ªa por ofrecer un guardaespaldas con coche en un pa¨ªs donde un maestro cobra 200 d¨®lares al mes. La cifra es exorbitante, pero el precio lo impone el mercado. "El director general de la Polic¨ªa nos ha asegurado que no hay sitio para los presos en las prisiones que quedaron en pie. Nos ha dicho que s¨®lo hay un lugar seguro para ellos. Y ¨¦se sitio s¨®lo puede ser el cielo. No dice oficialmente que se ejecute a los delincuentes, pero lo dice", explica St. Louis.
La ministra de Comunicaci¨®n y Cultura, Jocelyn Lassegue, resume la situaci¨®n en las calles de una forma muy gr¨¢fica: "Tenemos 5.000 delincuentes y 3.000 polic¨ªas". Pero el director de Pap Security la describe a¨²n mejor: "Es imposible saber cu¨¢ntos agentes quedan disponibles. Unos han muerto, otros est¨¢n heridos y otros han desertado. Algunos se han ido a otras provincias en busca de sus familias. Mientras tanto, los bandidos han intentado liberar a sus compinches en la prisi¨®n de Carrefour. Ese centro se ha reforzado con polic¨ªas y, de momento, resiste. Pero los bandidos van armados con machetes y pistolas. Roban en los comercios del centro y, despu¨¦s de tantos a?os en la c¨¢rcel, est¨¢n violando a muchas mujeres. Me consta que se est¨¢ matando a algunos de ellos despu¨¦s de atarlos con las manos a las espaldas. Mis hombres no lo han hecho, pero s¨¦ que se hace. Si las asociaciones de derechos humanos tienen algo que decir, que se lo intenten decir a los propios bandidos".
Una se?ora de 45 a?os llega llorando con su hija de tres al orfanato de Le Coeur de Marie (El Coraz¨®n de Mar¨ªa). Cuenta que el terremoto la dej¨® sin sus dos hijos, de ocho y diez a?os, sin su marido y sin casa. S¨®lo le quedan unos parientes en la ciudad de Jacmel. Pero no dispone de dinero para el autob¨²s, ni para comer ni para alimentar a la ni?a. Y sobre todo, no le quedan ya ganas de seguir luchando. S¨®lo aspira a dejar all¨ª a su hija. La directora del centro, Rubina Arianne, le explica el panorama: desde la tarde del terremoto 26 ni?os del centro duermen a la intemperie. El orfanato qued¨® en ruinas, las casas del personal tambi¨¦n, y ya no le queda apenas dinero ni para alimentos ni agua. Antes que esta se?ora han llamado otras cinco a Le Coeur de Marie para dejar a sus hijos. Pero la respuesta es siempre que no. La madre se va igual que vino: llorando y con su ni?a detr¨¢s.
En uno de los campamentos de personas sin hogar, el de Nancharles, que agrupa a m¨¢s de 6.000 nuevos indigentes, Janizad Janisabelle, una mujer de 36 a?os, se acurruca en el fondo de su tienda y acaricia a sus tres hijos. No sabe nada de su marido desde el martes. Es pescador. O era. Teme que haya acabado en alguna de las muchas fosas comunes que minan Puerto Pr¨ªncipe, que sea uno de esos miles de muertos enterrados sin nombre ni fecha. El campamento es un mar de pl¨¢stico y colchas recalentadas al sol, repleta de gente hambrienta que se apunta una y otra vez a la lista que un responsable elabora en un cuaderno de espiral. Esa hoja servir¨¢ de base para entregar la comida enviada desde el mundo entero; una comida que se va acumulando en el aeropuerto debido a la falta de coordinaci¨®n.
De tanto mirar al aeropuerto, esperando el milagro de la ayuda, la ciudad se olvida del puerto. Pero el terremoto tambi¨¦n ha pasado por all¨ª. Buena parte del muelle est¨¢ bajo las aguas, las gr¨²as aparecen inclinadas sobre el mar y grandes grietas surcan la tierra. Sin embargo, y a pesar de la ruina, es por ah¨ª por donde las tropas de Estados Unidos empiezan a hacerse con el control de la ciudad. En apenas unas horas logran trasladar a la poblaci¨®n un mensaje muy n¨ªtido: "Estamos aqu¨ª. Os vamos a ayudar". La pregunta es: ?A qu¨¦ precio? La respuesta parece obvia: Al de hacer las cosas a su manera, tomando el control del aeropuerto, de la comisar¨ªa de polic¨ªa donde el precario Gobierno de Ren¨¦ Pr¨¦val se re¨²ne cada ma?ana a las ocho y media como si se tratara de un grupo de amigos en mangas de camisa.
Un d¨ªa despu¨¦s de su llegada ya nadie duda de que son los norteamericanos los que mandan en Hait¨ª. Ellos... y el desconcierto. El desconcierto de los propios haitianos, que buscan cualquier manera de salir de una ciudad en la que ya s¨®lo guardan malos recuerdos y familiares mal enterrados.
Aprovechando el desgobierno, han penetrado en Puerto Pr¨ªncipe siniestros tratantes de ni?os que se acercan a los hospitales de campa?a para olfatear sus presas. Unicef denuncia el tr¨¢fico de ni?os. La Uni¨®n Europea se moviliza para atajarlo. El calor, la basura, los escombros, el tufo a muerte que se escapa de los edificios hundidos, los ladrones de ni?os... A Puerto Pr¨ªncipe no le falta ning¨²n ingrediente para ser el infierno. Se ha convertido en una ratonera de la que, en autob¨²s o en barcos oxidados, tratan de escapar miles de personas rumbo a los pueblos de los que sus padres partieron.
Hay fosas comunes inmensas en las que se enterr¨® a miles de personas con excavadoras, revueltas con desperdicios y escombros. Y Max Beauvoir, la Autoridad Suprema del vud¨² haitiano, una religi¨®n cuya historia ha acompa?ado al pa¨ªs desde su independencia en 1804, se rebela contra el Gobierno: "Se ha tratado a la gente como basura, sin la dignidad y el respeto que merece cualquier ser vivo. S¨¦ que la situaci¨®n es compleja y yo no tengo la soluci¨®n. Pero seguro que si nos hubi¨¦ramos sentado habr¨ªamos encontrado alguna en media hora".
Cerca de la estaci¨®n de autobuses se oye la m¨²sica de una charanga. Se hacen extra?o unos compases alegres en una ciudad deshecha. Detr¨¢s de los m¨²sicos marcha un coche f¨²nebre al que le sigue la familia del muerto, vestida de gala. Los viandantes abren paso con respeto a la comitiva. Un viejo haitiano explica: "En Hait¨ª es importante ofrecer una ceremonia bonita al muerto. Si no, el muerto vuelve al mundo de los vivos... Y la reclama".
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