Nacido para el luto
A Miguel Hern¨¢ndez todo le pas¨® en un tiempo muy breve, pero su vida es una larga cadena de esperas. Habr¨ªa que sustraer, de los pocos a?os que vivi¨®, todas las horas, los d¨ªas, los meses que se pas¨® esperando algo, desesperando de que no llegara, enviando peticiones de ayuda a personas siempre mejor situadas que ¨¦l que no ten¨ªan el tiempo o las ganas de contestar a sus demandas. Otros disfrutaban el resguardo de una posici¨®n social o de un privilegio literario o pol¨ªtico: Miguel Hern¨¢ndez se supo siempre a la intemperie, en la paz y en la guerra, en la literatura y en la vida, en la c¨¢rcel y en la cercan¨ªa de la muerte. Esper¨® tanto, hasta el final, que los ¨²ltimos d¨ªas de su vida los pas¨® esperando a que lo trasladaran a un sanatorio antituberculoso, que le trajeran a su hijo para poder verlo por ¨²ltima vez.
Escrib¨ªa cartas y aguardaba respuestas con expectaci¨®n angustiada: cartas a su novia, Josefina Manresa; cartas a los amigos, a los que ped¨ªa favores apremiantes, dinero prestado, influencias; cartas a los poetas c¨¦lebres, a los que asediaba con una mezcla de orgullo insensato y tosco servilismo; cartas desde la c¨¢rcel, en los ¨²ltimos a?os de su vida, solicitando avales pol¨ªticos, gestos de clemencia, noticias sobre el hijo demasiado peque?o y demasiado fr¨¢gil que tal vez acabar¨ªa teniendo el mismo destino del hijo anterior, muerto a los 10 meses, amortajado con los ojos abiertos, con el mismo gesto at¨®nito que se le qued¨® a ¨¦l mismo cuando velaban su cad¨¢ver: unos ojos muy grandes, desorbitados por la enfermedad de la tiroides, sobre cuyo color exacto no hay acuerdo entre los testimonios de quienes lo conocieron. Qu¨¦ podemos saber de verdad sobre la vida de alguien que muri¨® no hace tanto, en 1942, si los testigos ni siquiera concuerdan en el color de sus ojos: Miguel Hern¨¢ndez los ten¨ªa verdes y muy claros, o muy azules, resaltando m¨¢s en su cara morena; o los ten¨ªa pardos, seg¨²n dice uno de sus bi¨®grafos, Eutimio Mart¨ªn, aportando la prueba de su ficha militar y la de su filiaci¨®n de prisionero.
Lo que atestiguan sin duda las fotograf¨ªas es el tama?o y la expresi¨®n de los ojos, la atenci¨®n fija en todo, la mirada de una desarmada franqueza que es todav¨ªa m¨¢s visible en el dibujo que le hizo Antonio Buero Vallejo en la c¨¢rcel. Fue ese dibujo el que convirti¨® a Miguel Hern¨¢ndez no en un hombre real, sino en un icono reverenciado de algo, de muchas cosas, demasiadas, cuando lo ve¨ªamos reproducido en los p¨®sters del antifranquismo, en nuestras galer¨ªas de retratos de la resistencia, junto a Lorca, junto a Antonio Machado, tal vez tambi¨¦n junto a Salvador Allende, Che Guevara, Dolores Ib¨¢rruri. En ciertos bares, en ciertos pisos de estudiantes, la cara y la mirada de Miguel Hern¨¢ndez formaban parte de un paisaje visual que tambi¨¦n inclu¨ªa las reproducciones del Guernica. Era dif¨ªcil pensar entonces que aquel retrato hubiera sido el de un hombre real, no un santo laico ni un m¨¢rtir ni un s¨ªmbolo, un hombre, adem¨¢s, que si hubiera vivido no ser¨ªa entonces muy viejo, porque hab¨ªa nacido ya bien entrado el siglo, en 1910.
Estremece siempre hacer las cuentas de su edad: con 22 a?os hizo su primer viaje a Madrid y public¨® su primer libro de poemas; no hab¨ªa cumplido 26 cuando logr¨® por primera vez la maestr¨ªa indudable de El rayo que no cesa; tres a?os despu¨¦s, la guerra ya perdida, entr¨® por segunda vez en la c¨¢rcel y no volvi¨® a salir de ella. Pero la rapidez de todo se vuelve m¨¢s asombrosa cuando contrastamos la altura de sus logros mejores con su punto de partida. Hacia 1937, Miguel Hern¨¢ndez empez¨® a escribir poemas con una voz y un despojo que no se parecen a nada en la literatura espa?ola, y muy poco antes hab¨ªa alcanzado ya un dominio de lenguaje y de las formas po¨¦ticas en el que estaba comprimida por igual la disciplina de la tradici¨®n cl¨¢sica y la libertad del surrealismo: pero s¨®lo unos a?os atr¨¢s, a finales de los veinte, su horizonte po¨¦tico era todav¨ªa el de la ret¨®rica averiada de los juegos florales, cuando no el todav¨ªa m¨¢s horrendo de la poes¨ªa entre sentimental y r¨²stica en dialecto comarcal, muy imitada, de Gabriel y Gal¨¢n. El mismo hombre que publica en 1937 la Canci¨®n del esposo soldado hab¨ªa presentado en 1931 un Canto a Valencia a un concurso oficial en dicha provincia, en el que, bajo el lema LuzP¨¢jarosSol, se sucede una catarata de versos que incluye el siguiente pareado: Con emoci¨®n agarro?/ el musical guitarro.
Ten¨ªa desde que encontr¨® su vocaci¨®n, en la primera adolescencia, la desvergonzada capacidad de mimetismo de los grandes autodidactas, el amor agraviado por el saber de quien fue apartado demasiado pronto de la escuela. Una leyenda que ¨¦l mismo se ocup¨® de alimentar ha exagerado la pobreza de sus or¨ªgenes, y contribuido fatalmente al malentendido paternalista y populista que hace de ¨¦l un talento r¨²stico, una especie de diamante en bruto. Es verdad que Miguel Hern¨¢ndez dej¨® la escuela a los 14 a?os y se puso a cuidar cabras, pero las cabras pertenec¨ªan a los reba?os de su padre, que era un hombre de cierta posici¨®n. M¨¢s que la pobreza, lo que debi¨® de herirlo cuando tuvo que abandonar la escuela fue la vejaci¨®n de verse a s¨ª mismo pastoreando cabras mientras otros con menos inteligencia natural que ¨¦l continuaban en las aulas; tambi¨¦n la sinraz¨®n de una brutal autoridad paterna que no por ser propia de la ¨¦poca era menos hiriente para su esp¨ªritu innato de rebeld¨ªa y de justicia. El padre desp¨®tico ve¨ªa la luz encendida a altas horas de la noche en el cuarto del ni?o lector y lo castigaba a correazos y a patadas (20 a?os despu¨¦s su hijo estaba muri¨¦ndose de neumon¨ªa y tuberculosis en la prisi¨®n de Alicante y no se molest¨® en visitarlo).
Pero se marchaba el padre y Miguel Hern¨¢ndez volv¨ªa a encender la luz y recobraba el libro escondido, muy usado, alguno de los que encontraba en la biblioteca p¨²blica o en la de un sacerdote de Orihuela, el padre Almarcha, que empez¨® siendo su protector y fue luego uno de sus muchos verdugos. Le¨ªa de noche a la poca luz de una bombilla o de un candil, y cuando sal¨ªa con las cabras llevaba el libro escondido en el zurr¨®n y segu¨ªa leyendo, devorando toda la poes¨ªa espa?ola que encontraba, la buena y la mala, lector omn¨ªvoro a la manera de los autodidactas que no tienen m¨¢s gu¨ªa que su propio entusiasmo, originado qui¨¦n sabe d¨®nde. Nada de lo que a otros les estuvo siempre asegurado fue f¨¢cil para ¨¦l: nada de lo m¨¢s elemental, el papel, la pluma, la tinta, la mesa. Escrib¨ªa versos en papel de estraza con un cabo de l¨¢piz. Quer¨ªa escribir y no ten¨ªa d¨®nde apoyarse. Una piedra, el lomo de una cabra. Hay que leer sus poemas juveniles para darse cuenta de la penuria est¨¦tica de la que parti¨®, de la clase de talento y de furiosa voluntad que le fueron necesarios para sobreponerse a limitaciones invencibles. Entre la ret¨®rica mal digerida de la poes¨ªa barroca y de los atroces versificadores tardorrom¨¢nticos y tardomodernistas, en esos poemas aparece un fogonazo de realidad observada de cerca, de naturaleza y vida animal y exasperaci¨®n humana de soledad y deseo: Miguel Hern¨¢ndez, pastoreando cabras, copia laboriosamente los lugares comunes m¨¢s decr¨¦pitos de la poes¨ªa pastoril, pero le sale de pronto una desverg¨¹enza sexual campesina, una claridad expresiva que con el paso del tiempo ser¨¢ uno de los rasgos m¨¢s originales de su voz po¨¦tica, el arte supremo de hacer literatura llamando a las cosas por su nombre.
Tampoco tuvo verg¨¹enza para medrar cuando le fue necesario: para cultivar un personaje que al despertar simpat¨ªas le beneficiaba en sus prop¨®sitos, pero tambi¨¦n lo hac¨ªa vulnerable a la condescendencia, bienintencionada o mal¨¦vola. Empez¨® jugando a ser el "pastor poeta" del primitivismo pintoresco, y en la sociedad literaria de Madrid en v¨ªsperas de la guerra sigui¨® siendo, entre hijos de buena familia con inclinaciones izquierdistas, damas de sociedad y diplom¨¢ticos, el campesino moreno y ex¨®tico, el inocente y bondadoso que llevaba alpargatas y pantal¨®n de pana que pod¨ªa ser entra?able, pero no siempre era invitado a las reuniones de buen tono. Miguel Hern¨¢ndez, que persigui¨® con calculada adulaci¨®n y sincero fervor a tantos de sus contempor¨¢neos -la adulaci¨®n y el fervor, en su caso, eran compatibles-, quiz¨¢ no tuvo entre los literatos de Madrid ning¨²n amigo de verdad salvo Vicente Aleixandre. En la intemperie de su vida hab¨ªa una soledad que no aliviaba nadie: Ya vosotros sab¨¦is?/ lo solo que yo voy, por qu¨¦ voy yo tan solo.?/ Andando voy, tan solos yo?y mi sombra. Provocaba incomodidad, cuando no abierto rechazo. Rafael Alberti en verso y Mar¨ªa Teresa Le¨®n en prosa le atribuyen sin demasiados eufemismos un olor poco adecuado para las cercan¨ªa sociales. Garc¨ªa Lorca no se presentaba en una casa si sab¨ªa que Miguel Hern¨¢ndez estaba en ella. Llam¨® por tel¨¦fono a Aleixandre con la intenci¨®n de ir a visitarlo, y al enterarse de la presencia de Hern¨¢ndez no se contuvo: "?chalo".
De todo aquel grupo, s¨®lo ¨¦l conoci¨® de primera mano el trabajo manual, s¨®lo ¨¦l pas¨® hambre al llegar a un Madrid en el que se le cerraban todas las puertas y en el que daba vueltas por las calles con el est¨®mago vac¨ªo y con una carpeta de versos mecanografiados bajo el brazo, esperando a ser recibido por alguien importante, esperando a que apareciera en un peri¨®dico una entrevista prometida, a que le llegara un giro con algo de dinero que le permitiese prolongar un poco m¨¢s la espera. Lleg¨® la guerra y tambi¨¦n fue ¨¦l quien la conoci¨® de cerca y de verdad, por decisi¨®n propia. Para entonces hab¨ªa empezado a disfrutar algo de lo tanto tiempo esperado, la visibilidad que le trajo la publicaci¨®n de El rayo que no cesa, celebrado p¨²blicamente nada menos que por Juan Ram¨®n Jim¨¦nez en el diario El Sol, lo cual equival¨ªa a una consagraci¨®n. En la guerra, Miguel Hern¨¢ndez entra en posesi¨®n de todas sus mejores facultades como poeta y como militante pol¨ªtico, pero tambi¨¦n en eso lo acompa?an el malentendido y la leyenda, la dificultad de encajar en los estereotipos de nadie. Su evoluci¨®n pol¨ªtica no es menos chocante que la rapidez de su maduraci¨®n literaria: en 1935 a¨²n escrib¨ªa poemas y conatos de autos sacramentales influidos por el catolicismo entre m¨ªstico y fascista de su amigo Ram¨®n Sij¨¦; en septiembre de 1936 es miembro del Partido Comunista y cava trincheras reci¨¦n alistado en el Quinto Regimiento. Pero tampoco cuadra, ni f¨ªsica ni metaf¨®ricamente, en la fotograf¨ªa can¨®nica de los poetas comprometidos con la causa republicana: vive con los soldados en los frentes, no en los despachos de la Alianza de Intelectuales. Y cuando en 1939 todo se derrumba, ¨¦l se queda vagando en la intemperie de Madrid mientras casi todos los dem¨¢s encuentran el camino del exilio. No hubo plaza en ning¨²n avi¨®n ni pasaporte de ¨²ltima hora para quien hab¨ªa puesto su vida entera, su nombre y su literatura al servicio de la Rep¨²blica; para quien no podr¨ªa esperar clemencia de los vencedores ni tampoco esconderse en el anonimato.
Demasiado inocente o demasiado aturdido por la derrota, elige la peor huida posible y va a meterse ¨¦l solo en la boca del lobo. Como Lorca buscando refugio en Granada, Miguel Hern¨¢ndez regresa con cabezoner¨ªa suicida a su pueblo y a la cercan¨ªa de su mujer y su hijo, y en septiembre de 1939, ni siquiera con 29 a?os cumplidos, cae en la red de las c¨¢rceles y los procesos sumar¨ªsimos para no salir ya nunca. Nadie mejor que los paisanos y los convecinos de uno para abatirlo a traici¨®n con la quijada de Ca¨ªn. El trato que recibe de los vencedores -civiles, militares, eclesi¨¢sticos- revela la catadura de un r¨¦gimen construido expresamente sobre la venganza de clase. Miguel Hern¨¢ndez es el retrato robot del vencido, el enemigo perfecto.
Pero su martirio real no nos exime de la necesidad de mirar su figura completa como escritor y como hombre, que es mucho m¨¢s rica que todos los estereotipos levantados sobre ella. Vivi¨® en su tiempo, no en el nuestro. Hizo poemas a la Virgen Mar¨ªa y tambi¨¦n los hizo a Stalin. Cuando la cultura predominante en Espa?a era la antifranquista, Miguel Hern¨¢ndez fue elevado a un altar en el que conven¨ªa que destacara la parte m¨¢s combativa de su obra, el estatuto de poeta voluntariamente popular que ¨¦l asumi¨® con todas las de la ley en los a?os de la guerra y que culmina en Vientos del pueblo; tambi¨¦n, aunque en menor medida, en El hombre acecha, donde tan visible como la militancia pol¨ªtica es el desaliento por la carnicer¨ªa y la destrucci¨®n que ya duran demasiado, el puro espanto ante lo peor de la condici¨®n humana: Se ha retirado el campo?/ al ver abalanzarse?/ crispadamente al hombre.
Pero en la ansiosa modernidad de los a?os ochenta, de pronto, ya no hab¨ªa sitio para Miguel Hern¨¢ndez: los mismos rasgos que hab¨ªan contribuido a su consagraci¨®n ahora lo volv¨ªan anacr¨®nico. En un pa¨ªs donde no hay actitud intelectual m¨¢s celebrada que el desd¨¦n, nada era m¨¢s f¨¢cil de repente que desde?ar a Miguel Hern¨¢ndez: hab¨ªa que ser cosmopolitas, y ¨¦l resultaba demasiado aut¨®ctono; neur¨®ticamente urbanos, y Hern¨¢ndez parec¨ªa demasiado rural; adictos a las modas capilares e indumentarias, y ¨¦l permanec¨ªa congelado en su cabeza rapada y sus ropas de pana. En una ¨¦poca, los a?os ochenta, en la que estaba de moda despreciar con un moh¨ªn a Antonio Machado, Miguel Hern¨¢ndez ten¨ªa algo de antigualla embarazosa. No era un poeta: era una letra de canci¨®n anticuada.
Quiz¨¢ ahora estamos en condiciones de mirarlo como fue y de leer de verdad su poes¨ªa, m¨¢s all¨¢ de los pocos poemas que algunos recordamos todav¨ªa, los que se hicieron c¨¦lebres en la resistencia y en la primera transici¨®n. El trabajo acumulado de los bi¨®grafos -Agust¨ªn S¨¢nchez Vidal, Jos¨¦ Luis Ferris, Eutimio Mart¨ªn- nos permite un conocimiento s¨®lido de una vida demasiado breve y mucho m¨¢s rica en pormenores y resonancias que cualquier estereotipo: la vida no de un inocente, ni de un buen salvaje ex¨®tico, ni la de un santo, sino la de un hombre que sobreponi¨¦ndose a circunstancias terribles logr¨® hacer de s¨ª mismo aquello que so?¨® desde que era un chaval pastoreando cabras: un poeta y un hombre en la plenitud de su albedr¨ªo.
En una literatura tan pudibunda y tan temerosa de lo sentimental como la espa?ola, ¨¦l escribi¨® sin reparo sobre el deseo sexual, sobre su ternura masculina de esposo y de padre. Su mejor poes¨ªa pol¨ªtica conserva una fuerza de belleza y rebeld¨ªa que la hace muy superior a la de Neruda. Neruda no habr¨ªa escrito jam¨¢s, por ejemplo, El tren de los heridos. Le faltaba empat¨ªa verdadera hacia los seres humanos, y no hab¨ªa compartido sus padecimientos. Neruda se declar¨® siempre maestro de Hern¨¢ndez, y sin duda lo fue en alg¨²n momento, pero yo tengo la sospecha de que el Canto General le debe a Vientos del pueblo mucho m¨¢s de lo que el propio Neruda habr¨ªa estado dispuesto a reconocer. En Miguel Hern¨¢ndez lo m¨¢s ¨ªntimo y lo m¨¢s pol¨ªtico, la emoci¨®n privada y la arenga p¨²blica, se conjugan m¨¢s estrechamente que en ning¨²n otro poeta. Y en el Cancionero y romancero de ausencias, la hondura y el despojo provocan un estremecimiento que es el de las cimas m¨¢s solitarias de la literatura, el del Libro de Job y las Coplas de Jorge Manrique y Fran?ois Villon y Fray Luis de Le¨®n y la Balada de la c¨¢rcel de Reading y Antonio Machado. Toda ret¨®rica ha sido abolida, todo rastro de amaneramiento. Los versos tienen a veces una impersonalidad desnuda de poes¨ªa popular, de letra flamenca o de romance antiguo; en ellos se nota la doble sombra triste de Machado y de Lorca, los otros dos poetas aniquilados por la guerra: P¨ªsame,/ que ya no me quejo./ ?diame,/ que ya no lo siento./ No me olvides/ que a¨²n te recuerdo/ debajo del plomo/que embarga mis huesos.
Demasiado viene durando ya la espera. Ahora que va a hacer un siglo que naci¨® ha llegado el tiempo de leer a Miguel Hern¨¢ndez.
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