Delibes, a lo lejos
Miguel Delibes era uno de esos hombres que dan la sorpresa de ser m¨¢s altos de lo que uno hab¨ªa imaginado. Era m¨¢s alto en persona y ten¨ªa una cara saludable y jovial, con el lustre rojizo de quien pasa mucho tiempo al aire libre, y en cuanto se empezaba a hablar con ¨¦l se deshac¨ªa el malentendido de esa expresi¨®n quejumbrosa de las fotograf¨ªas. Alto y robusto, m¨¢s colorado por comparaci¨®n con la palidez de casi todos los dem¨¢s, lo vi una vez moverse a grandes zancadas por un sal¨®n oficial, con una chaqueta de pana, con una corbata de nudo m¨¢s bien descuidado, mostrando sin apuro su irritaci¨®n por uno de tantos chanchullos culturales espa?oles. Estaba hondamente irritado pero se manten¨ªa tranquilo, con la ecuanimidad del desencanto y del sentido com¨²n, porque era un hombre cordial al que no puedo imaginarme arrastrado por la bronca espa?ola, por la interjecci¨®n y el mal modo que entre nosotros se confunden tantas veces con la valent¨ªa. A Miguel Delibes los escritores m¨¢s j¨®venes hab¨ªamos empezado a no leerlo porque nos parec¨ªa demasiado espa?ol y demasiado castellano, cuando nosotros aspir¨¢bamos tan ansiosamente a ser cosmopolitas, pero lo cierto es que en sus actitudes, en su misma presencia, hab¨ªa algo que lo volv¨ªa ajeno al modelo de escritor espa?ol al que estamos m¨¢s acostumbrados. En Espa?a gustan los personajes chulescos, quiz¨¢s por un h¨¢bito muy antiguo de servilismo al que manda, y la mala educaci¨®n se considera un s¨ªntoma de autenticidad, hasta de recia hombr¨ªa. En Espa?a conviene ser arrogante, porque al que no lo es tiende a mir¨¢rsele por encima del hombro, y porque es un pa¨ªs pomposo en el que hinchar el pecho y ahuecar la voz gana inmediatas simpat¨ªas. En Espa?a el desd¨¦n sarc¨¢stico se interpreta como un signo seguro de inteligencia, y el franco entusiasmo por algo, la abierta admiraci¨®n, son tan perjudiciales como la llaneza.
En las grandes novelas de Delibes hay observaci¨®n meticulosa de los trabajos y las enso?aciones de la gente com¨²n
En un pa¨ªs as¨ª, Miguel Delibes resultaba una anomal¨ªa. A nosotros se nos pas¨® la costumbre de leerlo porque ten¨ªamos la aspiraci¨®n de convertirnos cuanto antes en novelistas anglosajones, pero lo cierto es que quien m¨¢s se parec¨ªa en sus actitudes a un novelista ingl¨¦s o americano era Miguel Delibes. Miguel Delibes viv¨ªa retirado escribiendo y dando largos paseos por el campo. Era escritor porque escrib¨ªa libros, no porque interpretara el personaje p¨²blico de escritor a la manera espa?ola, a la manera francesa o latinoamericana. Espa?a es un pa¨ªs perezoso en el que siempre tienen ¨¦xito las coartadas para no leer a alguien. Delibes, se dec¨ªa, era costumbrista y escrib¨ªa sobre el campo, y el campo era una antigualla bochornosa para quienes aspir¨¢bamos a ambientar nuestras novelas en las grandes metr¨®polis internacionales: nosotros, que en la mayor parte de los casos no hab¨ªamos hecho m¨¢s viajes al extranjero que los que nos pagaba el Ministerio de Cultura. Si Delibes hubiera sido propenso a los exabruptos de soberbia quiz¨¢s le habr¨ªamos hecho m¨¢s caso. Pero por no tener ni siquiera ten¨ªa una leyenda: no pod¨ªa decirse que hubiera pertenecido a la cultura antifranquista, no se hab¨ªa exiliado; no circulaban sobre ¨¦l esas historias de malditismo et¨ªlico que tanto contribuyen entre nosotros a cimentar una fama literaria. Miguel Delibes viv¨ªa en Valladolid como un funcionario y era padre de familia numerosa. La vejez y la enfermedad lo fueron volviendo discretamente invisible.
Una ma?ana de s¨¢bado, en la quietud algo tibetana de una gran biblioteca universitaria, he repasado alguno de los libros suyos que m¨¢s me gustaron. El silencio y la lejan¨ªa, la rara conciencia de que Miguel Delibes acaba de morir, afilan el recogimiento de la lectura, su cualidad de regreso a un lugar muy querido que uno dej¨® de frecuentar hace demasiado tiempo. Me gusta ver en la estanter¨ªa, en el edificio donde hay tantos millones de vol¨²menes a los que esta ma?ana casi nadie se acerca, los lomos alineados y familiares, la tipograf¨ªa y la encuadernaci¨®n de los viejos libros de Destino, en ediciones que en algunos casos son las mismas que yo le¨ªa de muy joven en otra biblioteca mucho m¨¢s humilde al otro lado del oc¨¦ano. En las cosas que se han escrito sobre Miguel Delibes estos d¨ªas no ha sido infrecuente un cierto tono de condescendencia: el novelista de la vieja Castilla, el cronista de un mundo rural extinguido, el hombre bondadoso y sencillo. Pero las mejores novelas de Miguel Delibes desprenden un fulgor casi doloroso, en el que la belleza del mundo natural y el desamparo de los inocentes son profanados con mucha frecuencia por la fatalidad que persigue a los que no tienen nada, por la brutalidad de los fuertes, por el cambio de los tiempos, que arrastra por igual lo mejor y lo peor, y que en un pa¨ªs como la Espa?a de los a?os sesenta trajo oleadas simult¨¢neas de prosperidad y devastaci¨®n. El costumbrismo es una falsificaci¨®n azucarada de lo singular, de lo aparentemente primitivo. Lo que hay en las grandes novelas de Miguel Delibes no es costumbrismo sino observaci¨®n meticulosa de las vidas humanas y de los trabajos y las enso?aciones de la gente com¨²n; un o¨ªdo tan exacto para los nombres de las cosas, de los animales y las plantas, como para los matices del habla. Pero el resultando, siendo tan ver¨ªdico, tiene el poder¨ªo y la originalidad de una completa invenci¨®n literaria. De quien est¨¢ cerca Miguel Delibes en El camino, en Las ratas, en Diario de un cazador, en La mortaja, es de Juan Rulfo y de su aspereza alucinada. Pero aunque su Castilla puede ser tan severa y violenta como la Jalisco de Rulfo, tambi¨¦n hay en ella, en el modo en que un personaje huele la resina de un pinar en el viento un poco antes del amanecer o ve ascender misteriosamente un b¨²ho sobre las ramas de un olivo, una sugesti¨®n de para¨ªso que no se pierde nunca del todo. Y los paisajes campesinos de Delibes no est¨¢n fuera del tiempo ni al margen de la explotaci¨®n de unos hombres por otros, ni a salvo de la destrucci¨®n que provocan con la misma eficacia la negligencia y la codicia. Quiz¨¢s no hay tarea m¨¢s dif¨ªcil para un novelista que la de mirar el mundo integralmente con los ojos de un personaje y la de dejar a un lado su propia voz y transmutar su escritura en una voz del todo ajena a ¨¦l mismo. En la novela contempor¨¢nea espa?ola no hay miradas o voces m¨¢s verdaderas que las de las criaturas inventadas de Miguel Delibes: un ni?o asustado por la cercan¨ªa de la edad adulta, una criada pobre, un bedel de instituto aficionado a la caza, un retrasado mental, un hombre viejo que va viendo aproximarse el final tedioso de la vida, una esposa provinciana comida por el rencor. En Los santos inocentes, el relato, el habla, el punto de vista, el interior de la conciencia, se funden y se transforman en un solo flujo narrativo, entrecortado de ritmos de poema en prosa.
En el silencio de la biblioteca oigo mi propia voz murmurando unas l¨ªneas de Miguel Delibes que se convierten, tan lejos, en una oraci¨®n funeraria.
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