Cuba: fin de la violencia sin testigos
En 1957, Fidel Castro utiliz¨® una entrevista en The New York Times para hacer creer que contaba con m¨¢s fuerzas. Ahora sigue con sus trucos e intenta camuflar la represi¨®n y cualquier vestigio de oposici¨®n pol¨ªtica
En febrero de 1957, dos meses despu¨¦s de haber desembarcado en Cuba con m¨¢s de 80 hombres, Fidel Castro contaba por tropa con menos de una veintena. Al desembarco le hab¨ªan sucedido ataques a¨¦reos, delaciones de los campesinos de la zona, y parec¨ªa improbable la sobrevivencia de unos rebeldes en aquellas serran¨ªas. Fulgencio Batista, dictador, dio por muerto al cabecilla. La prensa empezaba a reconocerlo as¨ª. Pero en su edici¨®n del 17 de febrero, The New York Times public¨® una entrevista de Herbert L. Matthews con Fidel Castro.
Matthews, que hab¨ªa sido admirador del ej¨¦rcito republicano durante la Guerra Civil Espa?ola y del ej¨¦rcito de Mussolini en la campa?a abisinia, no ocultaba su entusiasmo por aquellos rebeldes. Seg¨²n su testimonio, cientos de hombres compon¨ªan la guerrilla cubana y, mientras daban por muerto a Fidel Castro, el ej¨¦rcito regular comenzaba a perder la guerra.
Las Damas de Blanco pueden aspirar a convertirse en iconos; comienzan a serlo ya
Gracias a las facilidades tecnol¨®gicas, la informaci¨®n censurada escapa del cerco policial
La atenci¨®n del diario estadounidense constitu¨ªa un golpe maestro de publicidad a favor de las menguadas fuerzas revolucionarias. Al desmentido de la ca¨ªda de su l¨ªder ven¨ªan a sumarse noticias de un avance militar que Matthews daba por cumplido, aunque estaba por ocurrir. De inmediato se pondr¨ªa en marcha la maquinaria propagand¨ªstica revolucionaria: simpatizantes de la causa enviaron 3.000 ejemplares del diario a miembros del directorio social de La Habana.
Tan s¨®lo un par de a?os despu¨¦s de alcanzado el triunfo de sus armas, de visita en Estados Unidos, Fidel Castro revelaba el truco empleado ante el corresponsal del diario The New York Times. Confes¨® haber multiplicado las entradas y salidas de sus hombres y valerse de algunos cambios de indumentaria hasta forjar la ilusi¨®n de una tropa numerosa.
Fidel Castro iniciaba su andadura en los medios internacionales gracias al ardid de quien, en una puesta teatral, organiza un vistoso s¨¦quito a pesar del bajo presupuesto. No hab¨ªa mentido, sino que adelantaba un tiempo en el cual sus tropas ser¨ªan as¨ª de numerosas. Tampoco alardeaba de falsas batallas decisivas, sino que apremiaba la celebraci¨®n de ¨¦stas. La maquinaria propagand¨ªstica de la revoluci¨®n no falseaba los hechos, profetizaba.
Ya en el poder, apoyado por multitudes, el jefe de la revoluci¨®n no necesitaba inventarse soldados. La creaci¨®n de milicias, la obligatoriedad del servicio militar y la fundaci¨®n de c¨ªrculos de vecinos constitu¨ªan, sumados al ej¨¦rcito, una fuerza magn¨ªfica, indestructible. No obstante, ¨¦l seguir¨ªa con sus trucos. Ahora (un ahora que dura desde hace m¨¢s de medio siglo) se trataba de hacer desaparecer todo vestigio de oposici¨®n pol¨ªtica. No de crear tropa, sino de negarle presencia a ¨¦sta, por escasa que fuera. De ah¨ª su negativa a reconocer la existencia de prisioneros de conciencia dentro de Cuba. De ah¨ª su necesidad de camuflar toda represi¨®n ejercida desde el Gobierno.
Si en 1957, menguadas sus fuerzas y corriendo la noticia de que todos estaban muertos, se permit¨ªa una salvadora triqui?uela hasta alcanzar las planas de The New York Times, con tal de mantenerse al mando practicar¨ªa recursos no muy distintos. Empe?ado en alardear de paz y de justicia social ante el mundo, acudir¨ªa una vez m¨¢s a los disfraces: las fuerzas encargadas de reprimir en p¨²blico visten en Cuba de paisano, pasan casualmente por all¨ª, sufren de indignaci¨®n espont¨¢nea. No son, en modo alguno, porra entrenada y a sueldo. De modo que cualquier Herbert L. Matthews que presencie esos episodios jurar¨¢ que, por penosos que sean, no cabe en ellos violencia de Estado. Muy por el contrario, cuando la polic¨ªa aparece lo hace en funci¨®n de proteger a los agitadores.
La versi¨®n oficial falsea los dos t¨¦rminos de cualquier ecuaci¨®n de violencia que se le presente. De quienes se arriesgan a exteriorizar su desacuerdo dir¨¢ que son mercenarios del Gobierno estadounidense. De quienes la emprenden contra aquellos, que son defensores voluntarios de la revoluci¨®n. Desprestigiados los primeros y metamorfoseados los segundos (de cancerberos de oficio en ciudadanos preocupados), la violencia callejera queda vaciada de todo contenido gubernamental. Y, hecha esta operaci¨®n, la responsabilidad por cualquier imagen infeliz que trascienda no incumbe a las autoridades. Porque ni ej¨¦rcito ni polic¨ªa parecen participar en el desorden.
Estos y otros subterfugios se han hecho evidentes en las recientes im¨¢genes de violencia alrededor de las Damas de Blanco. El grupo de mujeres asiste a misa, marcha en protesta por las calles, y suele distinguirlo, adem¨¢s del color de sus ropas y la espiga de gladiolo que porta cada una, la turbamulta de acosadores y el cord¨®n policial que aparenta protegerlas, capaz de ir contra ellas en cuanto lo considera oportuno. (Se trata de un cord¨®n epidemiol¨®gico, no ordenado para cuidar a esas mujeres, sino para evitar el contagio de quienes quedan fuera del c¨ªrculo).
Desde hace siete a?os, desde la primavera en que sus esposos e hijos entraron en la c¨¢rcel, las Damas de Blanco arrastran sus exigencias. Pero ha sido hace poco, avivada la campa?a por el fallecimiento en huelga de hambre de Orlando Zapata Tamayo, que tanta persistencia ha comenzado a ser atendida ampliamente fuera de Cuba. (Reina Luisa Tamayo, madre del prisionero muerto participa tambi¨¦n en las jornadas de protesta). En una ¨¦poca en la que abundan los movimientos civiles asociados a determinado color (revoluci¨®n verde en Ir¨¢n, monjes azafr¨¢n en Birmania, camisas rojas en Tailandia), las Damas de Blanco pueden aspirar a convertirse en iconos. Comienzan a serlo ya.
Gracias a ciertas facilidades tecnol¨®gicas (Internet, m¨®viles, redes sociales, blogs, memorias miniaturizadas), la informaci¨®n censurada hasta hace poco escapa del cerco policial. Regresa al pa¨ªs en se?ales captadas por antenas clandestinas, circula en memorias escabullibles. Gracias a la telefon¨ªa m¨®vil pudo seguirse el muy vigilado entierro de Orlando Zapata Tamayo. El enlace prestado por blogueros permiti¨® testimoniar a su madre. Las denuncias de abusos cometidos dentro de las c¨¢rceles consiguen hacerse p¨²blicas. Es posible escuchar discursos largamente silenciados, quedan expuestos los mecanismos de represi¨®n estatal: fotos y grabaciones ayudan a la identificaci¨®n de los mismos figurantes en distintos episodios de violencia. La dramaturgia revolucionaria queda, por fin, al descubierto.
D¨¦cadas despu¨¦s del encuentro en la Sierra Maestra, Herbert L. Matthews se arriesgaba a afirmar: "Si Fidel Castro ha acarreado tragedias a algunas familias, creo demostrable que ha tra¨ªdo una vida mejor para la mayor¨ªa de los cubanos". Y agregaba: "Si esto no sucede hoy y para las viejas generaciones, lo ser¨¢ ma?ana para los j¨®venes".
Aquel encuentro pareci¨® desencadenar lo prof¨¦tico en ambas partes. Fidel Castro se trajo desde el futuro tropa fresca y campa?a ganada. No menos prof¨¦tico, Matthews extrajo conclusiones acerca del ben¨¦fico influjo de su entrevistado en la vida de todo un pueblo. Y, si acaso el presente le negaba la raz¨®n (incluso tantas d¨¦cadas despu¨¦s de aquella entrevista), alguna vez arribar¨ªa el tiempo exacto para su frase.
El pa¨ªs en ruinas, la salida masiva de j¨®venes hacia el exilio, la censura y persecuci¨®n de toda alternativa: tantas se?ales a la vista permiten contradecirla. Y, desde que el discurso oficial no se toma el trabajo de hacer promesas, s¨®lo muy descabelladamente podr¨ªa pensarse en un cumplimiento futuro del dictamen de Matthews, m¨¢s equivocado a¨²n que a la hora de inventariar a la guerrilla.
Quien fuera noticia en la edici¨®n del 17 de febrero de 1957 de The New York Times vive todav¨ªa. Las esperanzas puestas en que ¨¦l o su hermano se encargar¨ªan de los cambios necesarios han sido defraudadas sostenidamente. Los dos viven para las profec¨ªas de signo contrario a la que Matthews sostuviera: habr¨¢ que ver con cu¨¢nto ensa?amiento van a administrar la condena internacional sobre su r¨¦gimen. Porque las semanas ¨²ltimas han tra¨ªdo algunos cambios para los asuntos de Cuba, dentro y fuera. El m¨¢s notorio de ellos, la comprobaci¨®n de que toda esa violencia constitutiva del r¨¦gimen castrista cuenta con testigos, que estos se muestran dispuestos a declarar, y hay cada vez m¨¢s gente en el mundo decidida a escucharlos.
Antonio Jos¨¦ Ponte es vicedirector de Diario de Cuba (www.ddcuba.com).
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