Marcial Maciel, Marcel Marceau
Quedamos en Callao, que ha pasado de ser plaza a ser explanada, como tantas otras plazas madrile?as. Y lo que vimos en Callao nos dej¨® estupefactos: en el centro de la explanada hab¨ªa sido instalado un enorme chirimbolo met¨¢lico, alto, rectangular, que emit¨ªa un ruido atronador.
Estaba protegido por vallas tambi¨¦n met¨¢licas y por un guarda de seguridad que daba un poco de miedo: vestido de riguroso negro; la boca tapada por una de esas bufandas que se llaman, incomprensiblemente, braga; botas militares con los pantalones por dentro; la parka cerrada; la cabeza rapada.
Aunque, si te fijabas mejor, en realidad daba la sensaci¨®n de estar muy aburrido, que es lo que pasa cuando lo que te ocupa apenas tiene sentido. De cerca ya vimos tambi¨¦n que el chirimbolo era el soporte oversize de unas pantallas que emit¨ªan im¨¢genes muy r¨¢pidas y agresivas, unas im¨¢genes de cine de acci¨®n cuya banda sonora era la culpable de semejante estruendo.
La plaza p¨²blica hab¨ªa pasado a ser una plaza publicitaria. ?Por todos los dioses del Olimpo!
La sierra alcanzabas a verla con medio cuerpo fuera de un balc¨®n que se precipitaba en picado cinco pisos abajo
Era un sonido a tal volumen, produc¨ªa tal contaminaci¨®n ac¨²stica, que no hubiera sido de extra?ar (por no decir que habr¨ªa sido m¨¢s razonable -s¨®lo emocionalmente hablando, claro est¨¢-) que el guarda de seguridad se hubiera dado media vuelta, se hubiera plantado de cara al chirimbolo, hubiera separado las piernas como s¨®lo saben hacerlo Malcom McDowell y sus compa?eros de reparto, y la hubiera emprendido a porrazos contra esas pantallas, que, por cierto, se ve¨ªan fatal.
Entonces le¨ª: Furia de titanes; y comprend¨ª que el chirimbolo gigante en mitad de la explanada era el soporte para la publicidad del estreno de ese remake cinematogr¨¢fico: Hades. Y tambi¨¦n, entonces, que no era ya que la plaza hubiera pasado a ser una explanada, sino que la plaza p¨²blica hab¨ªa pasado a ser una plaza publicitaria. ?Por todos los dioses del Olimpo!
Pero el guarda, aunque en postura McDowell, se mantuvo impert¨¦rrito en su tediosa protecci¨®n del tr¨¢iler, y nosotros, a pesar de una furia que ni la de Perseo remakeado, seguimos nuestros caminos, canales y puertos, pues si hab¨ªamos quedado en Callao era para ir a ver un piso por Vistillas desde el que se ver¨ªa la sierra, acompa?ando a un amigo que anda intentando comprarse una casa, es decir, intentando convencer a su banco de eso de lo que hasta hace no tanto tiempo intentaba convencerle su banco a ¨¦l: las ventajas de contratar una hipoteca.
La sierra, lo que se dice la sierra, alcanzabas a verla con medio cuerpo fuera de un balc¨®n que se precipitaba en picado cinco pisos abajo, como si el reflejo del viaducto, que, ¨¦se s¨ª, se impon¨ªa a la vista como un inevitable, aunque imposible, espejo de hormig¨®n, evocara un futuro muy poco prometedor.
As¨ª que nada, nos fuimos de paseo, calle de Bail¨¦n arriba. Y despu¨¦s nos sentamos en esa franja de c¨¦sped que es como la falda verde y con algo de vuelo de la calle del Factor, adonde desemboca la calle de Noblejas de la Escuela de Letras, frente a la catedral de la Almudena.
De todas las que he visto en el mundo, la de la Almudena es la catedral que menos se parece a una catedral como Dios manda: una mezcla de chirimbolo de hormig¨®n y de viaducto oversize que ha querido copiarle el traje de reina a la vecina del palacio de al lado y se ha quedado en bata de modistilla, justo a la derecha.
Ah¨ª nos encontr¨¢bamos, charlando pl¨¢cidamente entre chorros de sol y sombras de pl¨¢tano, contemplando a los perros correr y enredarse en las piernas de una chica que llevaba un tut¨² negro y se dejaba fotografiar, cuando nos lleg¨® el tufo de un incienso que ol¨ªa a muerto, en vez de a jazm¨ªn; uno de esos inciensos que te encogen el est¨®mago, en vez de abrirte el alma y los sentidos.
Era un incienso que ol¨ªa como sonaba, es decir, como el tambor que acompa?a a un paso cualquier mi¨¦rcoles santo que se precie, con un redoble entre castrense y cansado. ?Tate!: el V¨ªa Crucis a nuestros pies. Nos levantamos a ver (total, ya puestos) y, en fin, esto es lo que vimos: un Cristo en la cruz, es decir, crucificado; curas de varias clases y colores; monjas de una ¨²nica clase y color, gris; guardias civiles, ya se sabe de qu¨¦ color; y un pu?adito, m¨¢s bien caqui, de se?oras y se?ores. Con ustedes: el Cristo de los Alabarderos.
La chica del tut¨² hab¨ªa corrido a posar apoyada en el tronco de un ¨¢rbol, justo en un lugar desde el que su fot¨®grafo, que ahora disparaba sin parar, pudiera tener tal estampa de fondo. Hac¨ªa puntas sobre el c¨¦sped y los perros, que se hab¨ªan detenido un momento al vernos levantar, corr¨ªan de nuevo en c¨ªrculos a su alrededor. Justo entonces a uno de los nuestros le cag¨® un p¨¢jaro en la cabeza. Lo juro.
Por megafon¨ªa comenz¨® a hablar una mujer con una voz eclesi¨¢stica, o sea, finita, bajita, lentita, meliflua, que anunci¨® que andaban por all¨ª Rouco Varela y el arzobispo castrense, y que elev¨® apenas ese hilo mon¨®tono que le sal¨ªa del cuerpo para felicitarse porque, a su modo de ver, en la plaza de Oriente, adonde se dirig¨ªa la Cruz, hab¨ªa "muchos j¨®venes".
Su modo de ver era milagroso, dado que los ¨²nicos j¨®venes que se ve¨ªan por all¨ª eran una parejilla de bakalas pelando la pava de espaldas a la escena y, en el extremo opuesto de la plaza (¨¦sta todav¨ªa plaza), una pandilla de skaters tan ajenos al asunto que no se hab¨ªan enterado ni de que hab¨ªa hablado una por megafon¨ªa.
A m¨ª, entre tanto fald¨®n, se me vino a la cabeza Marcial Maciel, y pens¨¦ que tal carencia de j¨®venes resultaba de lo m¨¢s tranquilizadora, as¨ª que me relaj¨¦. Juro por Marcel Marceau que justo en ese momento me cag¨® una paloma.
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