Fiestas de guardar
En los a?os de mediado el siglo pasado la existencia era mon¨®tona y los cambios se produc¨ªan imperceptiblemente. La autarqu¨ªa, la necesidad de hacerlo todo en casa por causa del aislamiento en que qued¨® el r¨¦gimen, incluida la totalidad del pa¨ªs, salvo la minor¨ªa de privilegiados, hab¨ªa impregnado el ambiente. Poco a poco terminaron las restricciones y a los a?os de sequ¨ªa siguieron tiempos lluviosos y la pol¨ªtica de autoabastecimiento impuls¨® a encarnizarse con los planes hidr¨¢ulicos construyendo embalses. A Franco le llamaban La rana, saltando de un pantano a otro, lo que, al fin y al cabo vino de perillas a la econom¨ªa.
La referencia m¨¢s grotesca eran los autom¨®viles con gas¨®geno, un remolque arrastrando el recipiente que conten¨ªa el combustible capaz de que marcharan aquellos trastos, sin superar los 60 por hora, cuesta abajo. Poqu¨ªsimos autom¨®viles de importaci¨®n, hasta que llegaron los Cuatro-cuatro, primeros coches franceses utilitarios, que desmerec¨ªan al lado de los haigas americanos de importaci¨®n, patrimonio, seg¨²n el sentir popular, de los estraperlistas. Hab¨ªa que esperar al 73 la llegada del Seat 600, que costaba 443 euros de hoy.
Las huellas de la guerra cicatrizaban y el edificio de la Telef¨®nica, sobre el que cayeron unos cuantos proyectiles de artiller¨ªa, recobr¨® su prestigio de ser el m¨¢s alto de Espa?a. Por uno de tantos azares, consegu¨ª publicar un reportaje en el diario Informaciones, sobre los entresijos de aquel cerebro comunicativo y a¨²n guardo la borrosa fotograf¨ªa que me hizo el compa?ero de la c¨¢mara, con fogonazo de magnesio, en la que aparecen mis 45 kilos de reportero recortados sobre el cielo madrile?o. Perduraron las huellas en La Moncloa, Ciudad Universitaria, Pozas y algunos otros enclaves.
En ocasiones como las que acabamos de pasar, la Semana Santa era un espeso manto de aburrimiento sobre sus habitantes. Aparte de la matinal visita a los monumentos, templos donde poco hab¨ªa que ver pues se eternizaba el oficio de tinieblas y los santos estaban cubiertos con s¨¢banas moradas, si hac¨ªa buen tiempo, por las calles c¨¦ntricas paseaban las mujeres, vestidas de largos trajes de sat¨¦n negro, zapato de tac¨®n, alta peineta y mantilla de encaje. Caminaban en grupitos de tres, cuatro o cinco, seguidas por varones que pon¨ªan una pizca de sal -a veces sal gorda- en los piropos. Recuerdo -o me lo contaron, la memoria suele ser confusa- que uno de los visitantes m¨¢s se?alados era un famoso cantante, que hoy llamar¨ªamos gay quien, con un valor personal temerario, hac¨ªa el mismo recorrido, maquillado, tambi¨¦n con faldas, mantilla y peina: era Miguel de Molina, La Miguela, que arrebataba de entusiasmo en los escenarios especialmente a las se?oras mayores. A veces algunos animales consideraban aquello provocaci¨®n y le propinaban una paliza y corta estancia en el calabozo.
La existencia se congelaba durante la Semana Santa. Ni cines, teatros, bares, tascas, nada que pudiera, de lejos, parecerse a cualquier forma de esparcimiento. Creo que aquello no purificaba a la poblaci¨®n civil, sino que produc¨ªa un generalizado cabreo. En los hogares con ni?os el problema era entretenerlos sin que hubiera signos externos de jolgorio y en las viviendas de adultos se consum¨ªa alcohol hasta la madrugada, como anestesia a la extremosa cuaresma. Hasta el fin de semana, cuando se produc¨ªa un revivir en los teatros, pues aunque los cronistas lo olviden, no lo hayan vivido o les gane la pereza informativa, la jornada de recuperaci¨®n laica era el S¨¢bado de Gloria, fecha en que todas o casi todas las carteleras teatrales estrenaban funci¨®n. Los que de verdad trabajaban a lo largo de aquellos penosos y apenados d¨ªas eran los c¨®micos, aprendiendo y ensayando los nuevos papeles.
La ceremonia ten¨ªa el aire de la gala, se?oras con trajes de media ceremonia, caballeros de oscuro, coches de caballos alternando con los ya relucientes autom¨®viles, sacud¨ªan el espeso tedio, donde encontraban incomprensible deleite quienes acudieron a las predicaciones de los grandes oradores sagrados que, a menudo, eran unos pelmazos abrumadores. Se anunciaban en los peri¨®dicos que, por cierto, no aparec¨ªan el jueves y el viernes santo. Era la Espa?a de luto que, hay que decirlo, ten¨ªa su fin, como todo en esta vida.
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