Auschwitz visto por una ni?a
Ana Novac sobrevivi¨® al campo de concentraci¨®n. Su diario, que se publica ahora en Espa?a, es una cr¨®nica desgarrada de la vida y la muerte contempladas por unos ojos de 14 a?os
Nac¨ª en 1929, en Transilvania (Ruman¨ªa). A los once a?os me despert¨¦ siendo de nacionalidad h¨²ngara, sin haber cambiado de lugar, de calle y ni tan siquiera de camisa. A los catorce me deportaron a Auschwitz porque era jud¨ªa. Cuando volv¨ª, en 1945, era otra vez ciudadana rumana. As¨ª que me cuesta mucho especificar cu¨¢l es mi nacionalidad, salvo la que figura en mis sucesivos carn¨¦s de identidad: jud¨ªa.
Igual que les sucedi¨® a tantos, me meti¨® de golpe la historia en situaciones que de hecho nunca pude asumir porque no las hab¨ªa escogido. Para empezar, nunca tuve la edad que pon¨ªa en mi documentaci¨®n. Desde que tengo recuerdos, nunca me consider¨¦ ni una ni?a, ni una adulta, ni una vieja. Eso para m¨ª eran convenciones. En cuanto a mi alma, fue siempre una entidad que oscilaba entre los cinco y los cien a?os... No s¨¦ a qu¨¦ edad empec¨¦ a tomarme en serio lo de ser mortal. Supongo que fue a los once a?os, durante una enfermedad larga: deb¨ª de caer en la cuenta de que ten¨ªa que darme prisa en ser yo, en definirme antes de que fuera demasiado tarde (...).
Otto la golpea hasta quedarse sin resuello. Sudoroso, con la camisa pegada a la piel, lo que golpea es ya algo informe
Sucedi¨® mientras pasaban lista. No sal¨ªan las cuentas. Nos contaron unas diez veces. ?Estuvimos esperando minutos, horas? (A lo mejor en el terror s¨®lo hay siglos). La enana daba patadas en el suelo con los tacones altos: sola en medio de la plaza inmensa, se bamboleaba sin tregua como una campanilla exasperada.
Faltaba una.
La encontraron en uno de los barracones, dormida en su jerg¨®n. Con las manos detr¨¢s de la espalda, la enana empieza a dar vueltas alrededor de la desventurada, que, medio dormida a¨²n, da tambi¨¦n vueltas alrededor de ella. Por fin la polaca se detiene y hace una se?a a Otto, un lagerkapo [ayudante del jefe del campo]. Y ahora es cuando se hace un completo silencio, como si miles de personas dejasen de respirar a un tiempo, y veo que la chica est¨¢ perdida. Pero ella no se da cuenta. Mira a la contrahecha con algo que parece confianza, con cara de decir: pero si yo no tengo culpa de nada, s¨®lo estaba durmiendo.
A Otto lo conozco de cuando pasan lista; es alem¨¢n y lo condenaron a once a?os de c¨¢rcel por schwerverbrecher {asesino} antes de la guerra. Un Goliat de pelo a cepillo, grueso, de tez rubicunda y salpicada de pecas (que le motean incluso las manazas). Le hace una se?a a la chica, que se acerca, y le ordena que estire las manos. Ella obedece, d¨®cil como en la escuela.
La fusta cae dos veces; lanza un gemido, pero sigue de pie.
-?Desn¨²date!
Las manos ensangrentadas intentan desabrochar la blusa blanca, pero no tienen suficiente fuerza. Otto se la arranca con sus propias manos. Se quita la chaqueta de cuero y la pone en el suelo tras haberla doblado con cuidado. Esa forma primorosa y sosegada de preparar el asesinato me trastorna m¨¢s que todo cuanto viene a continuaci¨®n.
Por fortuna, la chica se desmaya casi enseguida. Otto sigue golpeando hasta quedarse sin resuello. Sudoroso, con la camisa pegada a la piel, lo que golpea no es ya sino algo informe. Ha cumplido con la tarea, pero se encarniza por gusto. Se lo pasa bien.
Por fin la enana lo detiene. Se inclina hacia el cuerpo y alza la cabeza con la punta del tac¨®n. Otto se seca la frente. Se llevan a la que ya ha dejado de ser un n¨²mero.
Siguen pasando lista (...).
(...) Hab¨ªa l¨ªo por culpa de la chica huna que est¨¢ embarazada, que se empe?aba en planchar y se enfrentaba con las dem¨¢s hunas, voceando y echando mano, como siempre, de los "sentimientos" para despotricar. ?De d¨®nde le viene ese empe?o rabioso en trabajar si casi no se tiene de pie?
No puedo por menos de observarla. No soy la ¨²nica. Su insignificante persona es el centro de un violento conflicto entre la tribu y las polacas del almac¨¦n.
Las chicas hunas defienden sus posiciones con ademanes que refuerzan con la ¨²nica palabra de que disponen en la lengua de Goethe y de Adolf: "Nein". Nuestras jefas (incluyo en el lote al fot¨®grafo) no paran de agobiar a la futura madre con consejos "innobles": y llegan hasta encargarse de traer al almac¨¦n a una especialista, una abortera que hace a?os que ejerce en el campo su especialidad.
-?Que se guarden a su abortera! -mascullan las chicas hunas.
-Aqu¨ª a los beb¨¦s los matan, los estrangulan o les ponen una inyecci¨®n... ?No os dais cuenta?
-?Pod¨¦is decir lo que quer¨¢is! Nunca vamos a creer que Dios permita algo as¨ª.
Traduzco, y s¨®lo entonces las polacas se ponen a decir a voces todo lo que llevan dentro: todo lo que Dios consiente que pase en la tierra, y en Plaszow [campo de concentraci¨®n cerca de Cracovia} en particular.
-?Pero los ni?os peque?itos...!
Las chicas hunas son de lo m¨¢s cabezota.
-?No, que nadie toque a nuestra Rozzi! ?Con lo esperado que era ese ni?o!
-Pero ?qu¨¦ os parece que le va a pasar aqu¨ª?
-Lo que nos pase a nosotras.
La madre escucha toda esa escandalera como si no fuera con ella. Pero, pese a todo, llega un momento en que me da un codazo:
-Si les hacen a los ni?os lo que dicen ¨¦sas, ?a la madre qu¨¦ le pasa?
-Pues lo mismo que al ni?o, supongo.
-?A los dos juntos?
-S¨ª.
Albergamos la esperanza de que con eso se lo piense. Y, efectivamente, se lo piensa, porque al cabo de un ratito me dice:
-Vale m¨¢s as¨ª.
Por la tarde son las primas las que la toman por su cuenta, sin mayor ¨¦xito.
-Dios no permitir¨ªa eso.
-?Y si a pesar de todo...?
-Pues entonces es que no existe -dice-. Y entonces, ?para qu¨¦ vivir?
Nos pasamos el d¨ªa d¨¢ndole de comer. Y, sin embargo, no para de adelgazar. Incluso su pobre tripa parece que le ha mermado. Es posible que el ni?o por el que est¨¢ dispuesta a morir ya est¨¦ muerto.
Aquellos hermosos d¨ªas de mi juventud, de Ana Novac. Ediciones Destino. Precio: 17 euros.
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