Hilos cortados
A pesar del ligero temblor y de la torpeza que ha ido adquiriendo su mano derecha con el paso de los a?os Ernest Michel todav¨ªa conserva una letra excelente. La usa para escribir despacio y con claridad, sobre cartulinas rayadas, palabras clave que le servir¨¢n para despertar recuerdos, o para asegurarse de que la mente no se le queda en blanco inesperadamente, delante de un p¨²blico que atiende en un silencio sobrecogido a su historia. A los 86 a?os, Ernest Michel contin¨²a viajando a casi cualquier parte donde lo llaman para dar testimonio sobre sus a?os de cautiverio en Auschwitz, pero se ha dado cuenta de que la memoria se le est¨¢ debilitando, igual que la calidad de su caligraf¨ªa. Puede revivir sin ninguna dificultad escenas sucedidas en el campo de exterminio hace m¨¢s de sesenta a?os, recordar palabras, conversaciones enteras, pero en la memoria del presente se le abren cada vez m¨¢s espacios en blanco. En vez de la tentaci¨®n de capitular lo que siente es una urgencia todav¨ªa m¨¢s acusada de seguir contando, y por ese motivo escribe cosas en las fichas de cartulina y las lleva consigo, para asegurarse de que el olvido de lo m¨¢s pr¨®ximo no le borra el acceso a tantos recuerdos exactos y lejanos. Y el mismo acto de escribir es ya una invocaci¨®n, porque fue la caligraf¨ªa lo que le permiti¨® sobrevivir a Ernest Michel: agotado, enfermo, muy cerca de la muerte, levant¨® el brazo cuando en una formaci¨®n alguien solicit¨® un voluntario que tuviera buena letra. ?l la ten¨ªa excelente: se hab¨ªa adiestrado como cal¨ªgrafo antes de la guerra. Lo destinaron a la enfermer¨ªa, a redactar certificados de defunci¨®n y listas de los prisioneros que eran enviados a las c¨¢maras de gas. Trabajar sin mucho esfuerzo f¨ªsico bajo techado y no a la intemperie del campo multiplicaba la posibilidad de sobrevivir, explic¨® Primo Levi. Copiando con su letra impecable los nombres de los muertos Ernest Michel se salv¨® de ser uno de ellos: ahora escribe todav¨ªa, cada vez m¨¢s despacio, la letra agrandada y m¨¢s bien torpe, y el hilo de la tinta es tan obstinado y tan fr¨¢gil como el del recuerdo, y no tardar¨¢ mucho en quedar interrumpido.
Lo ha dicho Jorge Sempr¨²n, en su discurso de hace unas semanas en la explanada invernal de B¨¹chenwald, donde el viento fr¨ªo agitaba las banderas y los mechones blancos de los ¨²ltimos prisioneros, 65 a?os despu¨¦s de la liberaci¨®n del campo: uno por uno los testigos se extinguen, y dentro de poco la tarea del recuerdo corresponder¨¢ a otra generaci¨®n. No es la primera vez que Sempr¨²n reflexiona en p¨²blico sobre ese tr¨¢nsito de la memoria viva a la gradual vaguedad y abstracci¨®n de lo hist¨®rico, pero s¨ª la primera vez que lo expresa con tan desolada inmediatez, en primera persona: dentro de cinco a?os, dice, cuando se repita esa ceremonia, ¨¦l ya no estar¨¢.
Sempr¨²n conf¨ªa en los escritores de ficci¨®n como depositarios de ese legado de recuerdos. Yo no estoy seguro de que la ficci¨®n tenga mucha utilidad a la hora de mantener presente lo que no debe olvidarse. Por respeto al sufrimiento de tantos millones de seres humanos, la libertad de inventar ha de estar separada por una frontera bien visible de las narraciones rigurosas de lo sucedido. Y en un mundo en el que hay tan poco espacio p¨²blico para el conocimiento de los hechos hist¨®ricos, tan poca idea del lugar relativo del presente en una secuencia temporal muy anterior a nuestras vidas, la ficci¨®n puede servir sobre todo para banalizar y sentimentalizar el espanto, para hacerlo digerible y al mismo tiempo confinarlo en una distancia tranquilizadora, "de ¨¦poca".
No hay ficci¨®n que est¨¦ a la altura del fulgor seco de los hechos. No hay ninguna necesidad de inventar cuando todav¨ªa queda tanto por saber, y s¨®lo el conocimiento lo m¨¢s exacto posible concede alguna medida de restituci¨®n. El que ha vivido cuenta lo que ha visto. A quienes escuchan les corresponde la tarea de prestar atenci¨®n y aprender lo m¨¢s posible, para que el olvido no pueda absolver a los verdugos. Yo pienso con remordimiento en tantas personas de las que pude haber aprendido y a las que no pregunt¨¦, por descuido, por indiferencia, por creer que estar¨ªan siempre disponibles. Cu¨¢nto pudimos y debimos preguntar cuando a¨²n hab¨ªa tiempo, cuando estaban l¨²cidas y en plenitud de facultades personas que hab¨ªan vivido la Rep¨²blica, la guerra, la Resistencia en Francia, los campos de concentraci¨®n alemanes, la negra posguerra espa?ola: cu¨¢ntas historias como las que no ha dejado nunca de contar Ernest Michel nos hemos perdido. Leyendo su testimonio me he acordado de mi amigo Antonio Colino, que ten¨ªa m¨¢s de noventa a?os cuando me cit¨¦ con ¨¦l una tarde para que me contara sus recuerdos de la guerra en Madrid. Sac¨® del bolsillo una hoja cuadriculada en la que hab¨ªa apuntado las cosas que no quer¨ªa que se le olvidaran. Pero el hilo se hab¨ªa vuelto borroso, y muy poco despu¨¦s se cort¨® para siempre.
Gracias a la mediaci¨®n de William Chislett acabo de descubrir un yacimiento de memoria del que no ten¨ªa ninguna noticia, que se ha abierto delante de m¨ª como un pa¨ªs entero hecho de negrura: sabemos bastante de las vidas de los republicanos espa?oles en los campos de concentraci¨®n alemanes, pero yo no ten¨ªa ni idea sobre los que acabaron en los campos sovi¨¦ticos. Chislett, buscador de libros sin sosiego, me ha dado noticia de un trabajo de investigaci¨®n doctoral de Luiza Iordache, Republicanos espa?oles en el Gulag (1939-1956), publicado hace dos a?os por el Institut de Ci¨¨ncies Politiques i Socials de Barcelona. La historia despierta m¨¢s angustia al comprender el poco caso que se les ha hecho a los testigos y la rapidez con la que uno por uno se estar¨¢n extinguiendo. J¨®venes aviadores republicanos que a principios de abril de 1939 estaban terminando sus cursos de pilotos en la URSS y ya no pudieron salir del pa¨ªs; marineros de buques mercantes que hab¨ªan llevado armas y suministros a la Espa?a republicana y se quedaron atrapados en el puerto de Odessa al final de la guerra; ni?os en edad escolar enviados a la URSS, extraviados en la guerra y la miseria, condenados a trabajos forzados en los campos m¨¢s crueles de m¨¢s all¨¢ del C¨ªrculo Polar ?rtico; militantes comunistas que al llegar a lo que hab¨ªan imaginado como un gran para¨ªso se encontraron en el interior de una c¨¢rcel. Querer marcharse de la URSS ya era de antemano un delito: entre los documentos pavorosos que ha rescatado Luiza Iordache est¨¢n las pruebas de la sa?a inquisitorial con que los dirigentes del Partido Comunista Espa?ol en Mosc¨² persiguieron a los compatriotas o ex camaradas que se atrevieron a manifestar alguna forma de disidencia. El libro de Iordache est¨¢ lleno de listas de nombres que yo no hab¨ªa escuchado nunca, de libros de memorias publicados o in¨¦ditos de los que yo no ten¨ªa noticia. Una vez que el hilo se corta ya no hay manera de repararlo. Algunas formas extremas de olvido no ser¨ªan posibles sin una especie de conspiraci¨®n colectiva.
Republicanos espa?oles en el Gulag (1939-1956). Luiza Iordache. Institut de Ci¨¨ncies Politiques i Socials. Barcelona, 2007. 142 p¨¢ginas. 15 euros. Promises to Keep. One Man's Journey Against Incredible Odds. Ernest W. Michel. Barricade Books, 2008. 320 p¨¢ginas.
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