Las fotos invisibles de Cartier-Bresson
Durante casi treinta a?os, toda la ¨²ltima parte de su vida, Henri Cartier-Bresson no tom¨® ninguna fotograf¨ªa. Probablemente, por un h¨¢bito antiguo de la mirada, sigui¨® viendo a su alrededor fotos posibles, instantes en los que la realidad parec¨ªa organizarse de manera espont¨¢nea en una composici¨®n m¨¢s armoniosa porque era casual. Se palpar¨ªa los bolsillos del abrigo con un reflejo ya in¨²til para buscar su Leica y levantarla como se lleva un cazador la escopeta a la cara. Pero un momento despu¨¦s la imagen posible ya se hab¨ªa desvanecido, y ¨¦l disfrutar¨ªa sin nostalgia de ese alivio profundo de no tener que hacer nada, de no vivir con el sobresalto de observar las cosas y no dejar que se perdieran. Despu¨¦s de casi medio siglo de recorrer el mundo se hab¨ªa convertido por fin en un jubilado sedentario, a una edad en la que todav¨ªa estaba fuerte y saludable, sesenta y tantos a?os, reverdecido por el amor de una esposa joven. En algunas de sus fotos tard¨ªas aparece ella, Martine: en una tiene las piernas flexionadas y desnudas, bajo una falda muy corta, y se parece a Catherine Deneuve en Belle de jour.
Nunca hab¨ªa visto m¨¢s fotos juntas de Cartier-Bresson que en esta exposici¨®n inaugurada hace poco
En las salas gigantes del MOMA las fotos se suceden con un criterio tan sofisticado que produce mareo
En 1975, jubilado de la fotograf¨ªa y de las convulsiones del mundo de las que hab¨ªa sido testigo durante tanto tiempo, Henri Cartier-Bresson era un caballero distinguido que paseaba por Par¨ªs con un cuaderno de dibujo y un l¨¢piz en vez de una c¨¢mara. Le gustaba decir que una foto era un dibujo instant¨¢neo; ahora descubr¨ªa con agrado que el dibujo equival¨ªa a un acto reposado de meditaci¨®n. Disfrutaba de la iron¨ªa de ser universalmente celebrado por un oficio al que ya no se dedicaba. El gran fot¨®grafo del siglo no tocaba nunca una c¨¢mara y no guardaba ninguna en su casa. Quienes entraban en ella para hacerle alguna entrevista ocasional miraban por las paredes o las repisas sin encontrar ninguna foto. En una habitaci¨®n al fondo de un pasillo distingu¨ªan los rojos y los azules vibrantes de un cuadro de Matisse.
Pero en Cartier-Bresson siempre hab¨ªa habido una tendencia a la falta de ¨¦nfasis y al despojamiento de toda apariencia de esfuerzo y de complicaci¨®n que no ser¨ªan ajenas a sus inclinaciones budistas. "Una mano de terciopelo, un ojo de halc¨®n", dec¨ªa. Frente al melodrama de tantos fot¨®grafos que se cuelgan del cuello c¨¢maras y teleobjetivos y toda clase de artefactos como trofeos de guerra ¨¦l iba tan ligero con su simple Leica como si no llevara nada, como si para obtener una buena foto s¨®lo hiciera falta un cierto estado de alerta y contemplaci¨®n y el fogonazo de la mirada. El arte moderno, heredero perpetuo de la egoman¨ªa del Romanticismo, se obstina en la proyecci¨®n casi obscena del yo del artista sobre una realidad que ha de ser como arcilla maleable para las visiones o los caprichos de su talento. En Cartier-Bresson lo que hay muchas veces es la observaci¨®n circunspecta de un haiku. M¨¢s que un autor que impone sobre el mundo su sombra prestigiosa y cada l¨ªnea de las huellas dactilares de su estilo, el fot¨®grafo es un testigo que se hace a un lado y se?ala con el dedo, ofreci¨¦ndonos educadamente la posibilidad de ver algo, una escena o una presencia humana que suceden sin que las organice o las manipule nadie. Educado de muy joven en la severidad compositiva del cubismo y de los cuadros de Poussin, Cartier-Bresson se pas¨® m¨¢s de la mitad de su vida ejercitando su mirada, usando el disparador de la c¨¢mara en lugar de los l¨¢pices y los pinceles, el aire mismo de la realidad en vez de la superficie del lienzo; ejerciendo no una t¨¦cnica, sino una actitud. Nadie la ha explicado mejor que ¨¦l mismo: "El reconocimiento simult¨¢neo, en una fracci¨®n de segundo, de la significaci¨®n de un hecho, as¨ª como de la precisa organizaci¨®n de las formas que le dan a ese hecho su expresi¨®n adecuada".
Contra una pared formidable llena de desconchones y rozaduras y manchas de humedad y de mugre un ni?o de cabeza pelona vestido con un mandil de ni?o pobre parece que salta en ¨¦xtasis mirando hacia el cielo. Al fondo de un laberinto de escaleras una esquina encalada da paso a un callej¨®n por el que circula un ciclista como una centella vagamente borrosa. Un momento despu¨¦s ese ni?o espa?ol de 1933 ya no estar¨¢ como suspendido en ese vuelo de felicidad, porque habr¨¢ ca¨ªdo al suelo la pelota hacia la que eleva los ojos, y que nosotros no vemos en la fotograf¨ªa. Un segundo antes, un segundo despu¨¦s, la perspectiva cubista de las escaleras que bajan hacia la calle no habr¨ªa sido misteriosamente completada por esa silueta del ciclista an¨®nimo que no tardar¨¢ m¨¢s de un segundo en pasar. La contemplaci¨®n es tan activa que no permite el letargo. La b¨²squeda de lo excepcional es una forma de alerta entre desapegada y alerta hacia lo cotidiano. Las familias de obreros que pasan un domingo del verano de 1938 comiendo y bebiendo al fresco de la orilla arbolada del Sena repiten sin saberlo con sus actitudes una coreograf¨ªa de indolencia que viene de Seurat y de Manet y m¨¢s all¨¢ de Poussin, una Arcadia francesa.
Nunca hab¨ªa visto m¨¢s fotos juntas de Cartier-Bresson que en esta exposici¨®n inaugurada hace poco en el MOMA. Casi nunca me ha costado tanto mirarlas. La fotograf¨ªa, por sus dimensiones, por la cercan¨ªa emocional que establece con el espectador, requiere espacios m¨¢s confidenciales, no las salas inmensas que hay ahora en la sexta planta del museo, al final de un ascenso por las escaleras mec¨¢nicas que se le a?adieron en su renovaci¨®n de hace unos a?os, y que contribuyen a darle un tumulto como de centro comercial. Con su cafeter¨ªa ruidosa y sus tiendas de dise?o, con su restaurante tan pijo de nouvelle cuisine y sus exposiciones bullangueras y medi¨¢ticas de Tim Burton, de Marina Abramovic, de fuegos de artificio digitales, el MOMA se ha convertido en un lugar atractivo para casi todo, salvo para el disfrute sosegado del arte. Hay que contratar arquitectos estrellas para que los museos llamen la atenci¨®n y salgan en los peri¨®dicos; hay que recaudar m¨¢s millones que nunca para pagar las minutas de los arquitectos y el mantenimiento desmesurado de sus nuevos edificios; hay que organizar exposiciones lo bastante espectaculares como para que atraigan multitudes gracias a las cuales se multiplicar¨¢ la recaudaci¨®n y se disipar¨¢ la sospecha siempre inc¨®moda de elitismo.
Y por supuesto los comisarios se esforzar¨¢n en dejar tambi¨¦n su propia huella en la disposici¨®n de las obras mostradas, casi siempre con un pretexto de originalidad que conduce directamente al embarullamiento. En las salas gigantes del MOMA las fotos de Cartier-Bresson se suceden con un criterio tan sofisticado que produce mareo, impuls¨¢ndolo a uno a a?orar casi achacosamente el anticuado orden cronol¨®gico. Qu¨¦ impaciencia por volver a casa y buscar en un cat¨¢logo esas fotograf¨ªas tan queridas; o por salir a la calle con la esperanza de descubrir en la realidad una de esas fotos invisibles que Cartier-Bresson seguir¨ªa viendo aunque ya no llevara consigo la c¨¢mara.
Henri Cartier-Bresson: The Modern Century. MOMA. Nueva York. Hasta el 28 de junio. www.moma.org.
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