?Adi¨®s a todo eso?
Los brit¨¢nicos acudieron ayer a las urnas tras una larga campa?a electoral dominada por los primeros debates televisados de la historia y los deseos de cambio de una mayor¨ªa que ning¨²n l¨ªder pol¨ªtico supo concretar.
La irrupci¨®n de la televisi¨®n, que ocup¨® por completo el escenario que algunos creyeron que en un principio ser¨ªa de las redes sociales de Internet, al estilo de Estados Unidos, transform¨® la campa?a en un duelo m¨¢s entre personalidades que sobre pol¨ªticas. Un concurso de popularidad propio de sistemas presidencialistas que no gust¨® a muchos votantes tradicionales tanto de la derecha como de la izquierda. De hecho, las respuestas a la crisis econ¨®mica, verdadera preocupaci¨®n nacional, estuvieron ausentes -ning¨²n candidato se atrevi¨® a dar malas noticias al p¨²blico- en una campa?a vac¨ªa de grandes ideas.
Nick Clegg, el l¨ªder liberal-dem¨®crata, encarn¨® las ganas de cambio, pero m¨¢s como s¨ªmbolo que como alternativa real. Impuso en la agenda pol¨ªtica la urgente necesidad de reformar el sistema electoral y conect¨® con un pa¨ªs melanc¨®lico e inseguro de s¨ª mismo, de su papel en el mundo, de su relaci¨®n con Estados Unidos y con Europa, de la necesidad de gastar miles de millones de libras en submarinos nucleares o de combatir en Afganist¨¢n.
El ¨¦xito de Clegg, que lleg¨® a ser comparado con Churchill y Obama, eclips¨® que su partido, fruto de la alianza con el ala socialdem¨®crata del laborismo a principios de los a?os ochenta, mantiene una cr¨®nica tensi¨®n entre sus dos almas en temas tan cruciales como los impuestos.
La reforma electoral despert¨® un entusiasta debate sobre la necesidad de cambiar la injusticia de un sistema que deja fuera del Parlamento miles de votos y no hubo comentarista que dejase de se?alar c¨®mo, si bien hace m¨¢s de 50 a?os los dos grandes partidos concentraban el 90% del voto, ahora tan s¨®lo representan poco m¨¢s del 60%.
Menos se ha hablado de las ventajas del actual sistema mayoritario brit¨¢nico: proporciona gobiernos estables, m¨¢s necesarios en tiempos de crisis; los diputados deben sus esca?os a los votantes de sus distritos electorales y, por fuerte que sea la influencia de las burocracias de los partidos y de la campa?a pol¨ªtica nacional, los vecinos siempre pueden libremente castigar a sus representantes; y obliga a una pol¨ªtica de proximidad, puerta a puerta, en la que reina el fair play. No hay odio en la campa?a de las islas y, en general, se consideran las ambiciones de los rivales pol¨ªticos tan leg¨ªtimas como las propias.
M¨¢s importante a¨²n. El sistema ha procurado durante casi un siglo la b¨²squeda de un consenso por parte de las ¨¦lites de los dos grandes partidos y ha expulsado a los extremos. Una correcci¨®n proporcional -sin exageraciones a la italiana que los brit¨¢nicos aborrecen- podr¨ªa introducir en el sistema algunos demonios europeos -el ultranacionalismo, la xenofobia, la demagogia populista- y dado el mapa pol¨ªtico brit¨¢nico, con m¨¢s partidos en la extrema derecha que fuerzas a la izquierda del laborismo, facilitar a medio plazo m¨¢s gobiernos conservadores que laboristas.
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