D¨ªas en Lisboa
A veces una historia va revel¨¢ndose despacio a partir de un indicio trivial que permanece mucho tiempo guardado, como un objeto que una persona ma?osa encuentra por la calle y lleva un tiempo en el bolsillo y luego deja en un caj¨®n, sin buscarle una utilidad, pero sin decidirse a tirarlo.
Pero tambi¨¦n sucede, aunque no tanto, que la historia aparece completa delante de uno, como si uno mismo no hubiera tenido parte en su invenci¨®n, tan s¨®lo hubiera tropezado con ella. Me ha sucedido una tarde de domingo, mientras le¨ªa junto a una ventana por la que entraba una brisa c¨¢lida de verano adelantado, apartando de vez en cuando los ojos del libro para mirar el verde intenso de unas copas de ¨¢rboles ligeramente diluido en la neblina h¨²meda, la tarde de principios de mayo que ya parece del verano tropical de Manhattan, y que me hace sentir m¨¢s tangible la otra ciudad que he visto mencionada en el libro, Lisboa: ciudades portuarias con grandes r¨ªos que anuncian la anchura pr¨®xima del mar.
Una historia empieza siendo la figura de alguien recortada contra un fondo m¨¢s bien impreciso: un reci¨¦n llegado, llevando una maleta ligera, un extranjero evidente que sin embargo no parece un turista, que baja de un taxi en alguna de las plazas con estatuas de la ciudad y se queda desconcertado por su amplitud, deslumbrado por la claridad de la ma?ana. La realidad nos suministra su cat¨¢logo habitual de detalles comunes que pueden ser novelescos. La fecha es el 7 de mayo de 1968. El extranjero destaca en seguida entre la gente de Lisboa, pero no por su rareza, sino al contrario, por su esmerada normalidad. No es alto ni bajo, grueso ni delgado, atractivo ni feo, distinguido ni vulgar. Viste un traje oscuro, camisa blanca, corbata. Tiene el pelo corto, peinado hacia atr¨¢s, con algo de brillantina. Lleva unas gafas de montura de concha. La recepcionista del hotel barato en el que se registra observa que lleva las mismas gafas en la fotograf¨ªa de su pasaporte, pero en los d¨ªas sucesivos no vuelve a verlo con ellas. Viene de Londres, dice, pero su pasaporte es canadiense. Habla separando apenas los labios y ladea la cabeza como para ofrecer la menor ocasi¨®n posible de reconocimiento. Su nombre es Ramon George Sneyd.
Tendr¨¢ que esforzarse por escribirlo y decirlo con naturalidad porque el cansancio de tantos viajes y la tensi¨®n sin sosiego en la que lleva viviendo desde no recuerda cu¨¢ndo pueden hacer que se confunda con el otro nombre que ha tenido hasta hace muy poco, casi igual de improbable, Eric Starvo Galt, aunque tambi¨¦n John Willard, Paul Bringham, Harvey Lowmeyer. Ha ido dejando esos nombres en los libros de registro de los hoteles casi siempre s¨®rdidos en los que se ha alojado en el ¨²ltimo a?o: en M¨¦xico, en California, en el Sur, en Toronto, en Londres. En alguno de ellos ni siquiera hab¨ªa libro de registro. Al llegar a una ciudad este hombre con aspecto entre de profesor o de funcionario venido a menos tiene siempre el instinto de encaminarse hacia la zona m¨¢s dudosa, donde haya restaurantes de comida grasienta, tiendas de empe?o y de licores que no cierran en toda la noche, bares con poca luz, prost¨ªbulos. Con su traje y su corbata, con su aire tan digno, sus gafas de concha, siempre parece fuera de lugar, y no habla con nadie, salvo con las mujeres a las que les regatea el precio antes de seguirlas con su aspecto furtivo hacia alguna habitaci¨®n de alquiler. En Lisboa pensaba encontrarse a salvo, pero se siente perdido. No habla portugu¨¦s y cada vez le queda menos dinero. Una de las primeras cosas que ha hecho al llegar ha sido buscar los kioscos en los que se venden peri¨®dicos americanos y brit¨¢nicos. Vuelve al hotel por la ma?ana con los peri¨®dicos bajo el brazo y ya no sale en todo el d¨ªa. Cuando la mujer de la limpieza entra en la habitaci¨®n encuentra la cama hecha y el suelo lleno de hojas de peri¨®dicos. En su maleta hay, aparte de unas pocas prendas muy limpias pero muy remendadas, un libro sobre hipnotismo y otro sobre los poderes que las nuevas computadoras electr¨®nicas podr¨¢n a?adir al cerebro humano. Tambi¨¦n los cuadernillos de un curso de cerrajer¨ªa por correspondencia y una o dos novelas de espionaje en ediciones de bolsillo de segunda mano.
Los d¨ªas en Lisboa de este hombre que ahora se llama Ramon George Sneyd y hasta hace poco se llam¨® Eric Starvo Galt son en gran medida un espacio en blanco. Por eso me seduce tanto leer sobre ellos. Son tan vac¨ªos como la cara Sneyd o Galt o Lowmeyer o Willard en las fotos, como las habitaciones de hotel que frecuenta. Me hace acordarme del verso de Borges: Detr¨¢s del rostro que nos mira no hay nadie. De las pocas cosas que se saben seguras es que lleg¨® a la ciudad el 7 de mayo y se march¨® el 17, en un vuelo de regreso a Londres, y que recorri¨® los bares de marineros y los muelles buscando un carguero en el que pudiera huir hacia ?frica.
Poco m¨¢s de un mes antes, el 4 de abril, en la ciudad de Memphis, en Tennessee, se hab¨ªa registrado en un hotel ¨ªnfimo de trastornados y borrachos en el que resultaba m¨¢s chocante que nunca su buen aspecto, su digna reserva un poco gastada. Llevaba un paquete alargado envuelto en una colcha vieja. En su interior hab¨ªa un rifle de cazar ciervos que hab¨ªa comprado esa misma ma?ana sin necesidad de mostrar ninguna identificaci¨®n, tan s¨®lo diciendo uno de sus nombres, Lowmeyer. En el hotelucho hab¨ªa un cuarto de ba?o compartido e inmundo desde el cual se ve¨ªa a muy poca distancia el balc¨®n de la habitaci¨®n de un motel mucho m¨¢s digno, el Lorraine. En sus paseos por Lisboa, en sus horas de soledad en el cuarto del hotel, el hombre ahora llamado Sneyd recordar¨ªa obsesivamente el momento en el que vio en la mirilla de su rifle la cara odiada de Martin Luther King, apoyado en la barandilla de su habitaci¨®n, disfrutando el fresco del anochecer, a las seis y unos minutos de la tarde. Luther King ten¨ªa en la mano un cigarrillo que no lleg¨® a encender.
La historia completa, con toda su alucinante riqueza de pormenores verdaderos, la cuenta Hampton Sides en un libro sobre el asesinato de Martin Luther King, Hellhound on His Trail. Lo leo a lo largo de unos d¨ªas con una impaciencia ansiosa por llegar a un desenlace sobre el que no hay ninguna incertidumbre y al final me quedan esas dos im¨¢genes, esos dos indicios de un relato posible, James Earl Ray pasando diez d¨ªas in¨²tiles de mayo en Lisboa, Martin Luther King inclinado tranquilamente sobre una barandilla, con un cigarro sin encender en la mano, pidi¨¦ndole a un amigo con el que piensa acudir a una fiesta esa noche que se prepare para cantarle en ella su spiritual favorito, el que se escuchar¨¢ dentro de unos d¨ªas en su funeral, Take My Hand, Precious Lord.
Hellhound on His Trail: The Stalking of Martin Luther King, Jr. and the International Hunt for His Assassin. Hampton Sides. Doubleday. 480 p¨¢ginas.
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