En la feria
No s¨¦ c¨®mo encontr¨¦ por primera vez el camino hacia el Retiro y la Feria del Libro de Madrid. Era en 1970. Como fui a la escuela en los tiempos anteriores a la pedagog¨ªa tengo buena memoria para las fechas y por lo tanto puedo situar con precisi¨®n los recuerdos. Era la primera vez que viajaba a Madrid, la primera vez que hab¨ªa subido a un tren, que hab¨ªa pisado el territorio fantasma de las estaciones a medianoche, con sus relojes iluminados y sus luces rojas se?alando la frontera de la oscuridad al final de los andenes. Viajaba con mis abuelos maternos, que ten¨ªan el proyecto de visitar la Feria del Campo, El Escorial y el Valle de los Ca¨ªdos, de pasear por el Retiro, poner una vela al Cristo de Medinaceli y tomar ca?as con gambas en una taberna al parecer legendaria que se llamaba El Abuelo. En la taberna del Abuelo, dec¨ªa con admiraci¨®n la gente de mi provincia cuando volv¨ªa de Madrid, se consum¨ªan tantas gambas que los pies se hund¨ªan entre las peladuras crujientes y hac¨ªa falta un esfuerzo heroico para abrirse paso entre los joviales bebedores de ca?as. En todo lo que contaban de Madrid hab¨ªa un esplendor que intrigaba mucho al ni?o gatuno que rondaba las conversaciones de los mayores. El Cristo de Medinaceli era el m¨¢s milagroso, el Retiro conten¨ªa un bosque y una extensi¨®n de agua que pod¨ªa parecerse al mar, en el Valle de los Ca¨ªdos estaba la cruz m¨¢s alta del mundo, en la plaza de Las Ventas s¨®lo triunfaban las grandes figuras del toreo, las gambas frescas y la cerveza espumosa del Abuelo no ten¨ªan comparaci¨®n. Mandaban postales y en ellas el cielo de Madrid sobre la Cibeles y la perspectiva de la calle de Alcal¨¢ o sobre las torres de la plaza de Espa?a ten¨ªa un azul m¨¢s puro que el de los mares de los mapas.
La Feria del Campo result¨® un largo tormento de maquinarias calent¨¢ndose al sol de finales de mayo o principios de junio. En el mismo d¨ªa de excursi¨®n en autob¨²s El Escorial y el Valle de los Ca¨ªdos se nos confundieron en un tedio de c¨¢maras funerarias y explanadas gran¨ªticas. Una vaga rebeld¨ªa antifranquista me acentuaba el malhumor de adolescente cansado de ir a remolque de las expediciones de los adultos. El Museo del Prado y el Museo del Ej¨¦rcito se mezclaban en una extenuadora sucesi¨®n de cuadros de santos y ca?ones. El estanque del Retiro no era esa especie de mar que yo hab¨ªa imaginado desde muy ni?o escuchando los relatos fantasiosos de los adultos sino una gran alberca de agua turbia sin mucho inter¨¦s para quien hab¨ªa navegado desde antes de tener uso de raz¨®n por los vibrantes mares del cine.
De vez en cuando me escapaba de la tutela de mis abuelos y me aventuraba fuera de la pensi¨®n para explorar Madrid por mi cuenta, con la alegr¨ªa y el miedo de encontrarme solo en una ciudad que parec¨ªa inmensa. Me ve¨ªa como un adulto: ten¨ªa catorce a?os, fumaba, llevaba pantal¨®n largo aunque hiciera calor de verano, me peinaba con raya. Por primera vez en mi vida las calles por las que iba estaban habitadas exclusivamente por desconocidos. Se me iban los ojos detr¨¢s de las mujeres. Las mujeres en Madrid eran m¨¢s altas, m¨¢s descaradas, m¨¢s j¨®venes. Uno las miraba a los ojos y ellas le sosten¨ªan la mirada. Uno las miraba no por impertinencia ni desaf¨ªo sino porque se quedaba pasmado y no se daba cuenta de la fijeza pueblerina con que lo miraban todo sus ojos. Hac¨ªa calor y las chicas llevaban minifaldas y camisas negras caladas. Se acostaba uno en el cuarto de la pensi¨®n, delante del balc¨®n abierto en el que nunca cesaba el clamor del tr¨¢fico, y las im¨¢genes de la ciudad y de las mujeres segu¨ªan agit¨¢ndose en la c¨¢mara oscura de la memoria y no lo dejaban dormir, a pesar del agotamiento de las caminatas.
No recuerdo si por azar o a prop¨®sito desemboqu¨¦ una ma?ana en la Feria del Libro. El ¨²nico sitio en el que hasta entonces yo hab¨ªa visto muchos libros juntos era la biblioteca p¨²blica de ?beda. Pero en su mayor parte se trataba de ediciones antiguas, muy gastadas, con lomos de encuadernaci¨®n m¨¢s bien l¨²gubre, todo de acuerdo con el aire un poco decr¨¦pito de aquel lugar, con las l¨¢mparas bajas que no disipaban la penumbra y con las toses espectrales de unos bibliotecarios ancianos.
Yo no estaba preparado para el asombro de tantos puestos alineados a la sombra fresca de los ¨¢rboles, de tantos libros reci¨¦n impresos, con portadas en colores vivos que exageraban su efecto por el hecho de su multiplicaci¨®n. La Feria del Libro era el gent¨ªo de Madrid, la amplitud del espacio, el tama?o de los ¨¢rboles, la anchura de las perspectivas, el mareo de la soledad y del miedo soterrado a perderme y de la excitaci¨®n de las mujeres, todo junto. Los museos, las exposiciones agr¨ªcolas y las b¨®vedas funerarias de El Escorial y del Valle de los Ca¨ªdos pertenec¨ªan a otro mundo con el que yo, con mi soberbia de adolescente reserv¨®n y enfadado, no ten¨ªa nada que ver. Lo m¨ªo era ir por la calle fum¨¢ndome un cigarrillo sin miedo a que me pillara alguien de mi familia en una ciudad demasiado peque?a en la que me conoc¨ªa todo el mundo; era imaginar mir¨¢ndome en los escaparates que hab¨ªa cumplido unos a?os m¨¢s, me hab¨ªa dejado el pelo largo y viv¨ªa en Madrid, y acud¨ªa con desenvoltura a los sitios en los que se encontraban los escritores, los caf¨¦s, la Biblioteca Nacional, la Feria del Libro.
En mi ciudad, en los escaparates de las papeler¨ªas, sol¨ªa quedarme mirando las cubiertas de unos pocos libros que permanec¨ªan meses en el mismo lugar invariable, entre cuadernos, pisapapeles, ¨¢lbumes de comuni¨®n, estuches de l¨¢pices de colores. En algunos de aquellos escaparates los colores de las portadas se hab¨ªan ido amortiguando seg¨²n pasaba el tiempo. En un solo puesto de la feria de Madrid hab¨ªa tantos libros que uno pod¨ªa estarse horas enteras mirando sin haberlos visto todos. No recuerdo si vi a alg¨²n escritor, aunque no creo que hubiera reconocido a ninguno. Los escritores a los que yo le¨ªa -Julio Verne, Dumas, Gustavo Adolfo B¨¦cquer- llevaban muertos mucho tiempo, de modo que tal vez no acababa de imaginarme que la literatura fuese un oficio que alguien pudiera ejercer en el tiempo presente. Yo a veces me imaginaba escritor, pero menos por vocaci¨®n que por fantas¨ªa caprichosa, igual que me imaginaba astronauta o corresponsal de guerra o n¨¢ufrago en una isla desierta. Como un ni?o solo en el edificio entero de una jugueter¨ªa me mare¨¦ entre los libros, el calor y la gente, mirando precios, contando el poco dinero que llevaba, con mucha cautela, porque me hab¨ªan advertido que Madrid era una ciudad llena de carteristas. Absurdamente me acab¨¦ comprando el Mart¨ªn Fierro y una historia de la Mafia. Volv¨ª tan tarde a la pensi¨®n que mis abuelos ya tem¨ªan que me hubiera perdido, que me hubiera pasado algo, en aquella ciudad que en el fondo nos daba tanto miedo.
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