Te querr¨¦ siempre
Solo quien ama vuela
(Miguel Hern¨¢ndez)
Como de alg¨²n cabo hay que empezar tirando para plantear la cuesti¨®n que me interesa abordar a continuaci¨®n, elegir¨¦ uno pr¨®ximo. Resulta llamativo que un autor como Ortega, capaz de pensar en algunos momentos con hondura acerca de la naturaleza del amor (y escribir cosas as¨ª: "Amar una cosa es estar empe?ado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto est¨¦ ausente"), retroceda a la hora de analizar experiencias amorosas de indudable calado, como la constituida por el anhelo que experimentan los amantes de que su pasi¨®n sea eterna, y desde?e su importancia, dando la impresi¨®n de ser ciego para percibir lo que ah¨ª se encuentra en juego (y que al mism¨ªsimo Plat¨®n no se le hab¨ªa escapado). Envite que le expresaba, con hermosas palabras, Catulo a Claudia (en la novela de Thornton Wilder Los idus de marzo): "Nunca, nunca podr¨¦ concebir un amor capaz de prever su propio fin. El amor es en s¨ª eternidad. El amor es, en cada instante de su vida, el tiempo todo, el ¨²nico atisbo que se nos permite de la esencia de la eternidad".
El amor sincero, mientras se mantiene, es eterno por definici¨®n
?Qu¨¦ sentido podr¨ªa tener la nostalgia por un pasado de un yo diferente al actual?
El amor sincero, por tanto, mientras se mantiene, es eterno por definici¨®n, aunque sepamos que en la pr¨¢ctica un d¨ªa dejar¨¢ de serlo. Hablar de sinceridad resulta aqu¨ª pertinente, porque es el amante el que se compromete, no el amor mismo -aunque el amante guste de aparecer como su fiador-. Y, en el momento en que se compromete, se compromete naturalmente para siempre a no amar m¨¢s que a una persona, renuncia para siempre a amar a otras personas.
Lo que hay que plantearse no es que el juramento se incumpla ("?Juramento de borracho! -ha escrito, sarc¨¢stico, Jank¨¦l¨¦vitch en su libro Las virtudes y el amor-. El [...] fil¨®sofo ir¨®nico que lo contempla, sabe que es provisional [...]. El amor fulgurante, tan diferente por ello de la serena amistad, ceder¨¢ un d¨ªa a una nueva elecci¨®n, a una nueva decisi¨®n"), cuesti¨®n manifiestamente de hecho -de bien f¨¢cil constataci¨®n por lo dem¨¢s- sino qu¨¦ ocurre, qu¨¦ deja a la vista o qu¨¦ consecuencias tiene tal incumplimiento.
Con otras palabras: lo de menos ahora es qu¨¦ callo le pisaban a Ortega este tipo de situaciones. Disponemos de indicios para sospechar que al autor de Estudios sobre el amor, partidario en ¨²ltima instancia de un yo robusto (?demasiado robusto, tal vez?), no le resultaba dif¨ªcil aceptar que "es lo m¨¢s frecuente que el hombre (sic) ame varias veces en su vida", pero le generaba una considerable incomodidad la percepci¨®n de s¨ª mismo que lequeda al sujeto tras el final de cada genuina pasi¨®n (?o ser¨¢ que, seg¨²n ¨¦l, no hay de verdad tantas como enamoramientos?).
Pero si, por un momento, en vez de colocarnos en el estupor que provoca el juramento incumplido, lo hici¨¦ramos en el momento inicial de cada nueva pasi¨®n tal vez obtendr¨ªamos una clave que arrojara un poco de luz sobre este asunto. Porque igual que el enamorado es incapaz de pensar el fin de su amor (en este caso, del amor que est¨¢ empezando), tampoco puede pensar que antes de este, que vive ahora como absoluto, ¨²nico, excepcional, pudo haber otro que percibi¨® exactamente de la misma manera, y tiende a considerar al anterior, no ya prehistoria, sino apenas p¨¢lida sombra, involuntario ensayo general fallido de lo que ahora se muestra como plenitud insuperable, incontestable, incomparable.
Lo que deja todo esto en evidencia no es una mera paradoja epistemol¨®gica, o una simple inconsistencia discursiva. Si ¨²nicamente de eso se tratara, la situaci¨®n descrita no nos interpelar¨ªa con tanta fuerza, con tan profunda violencia. La raz¨®n ¨²ltima por la que, por decirlo a la manera de Proust, cuando estamos enamorados somos incapaces de actuar como adecuados predecesores de las personas en las que nos convertiremos cuando dejemos de estar enamorados, o nos removemos inquietos al tener que evocar un amor anterior, se relaciona, como no pod¨ªa ser de otra manera, con una dimensi¨®n estructural de nuestra propia identidad.
Porque si nos aterra imaginar un futuro sin la visi¨®n de los rostros o el sonido de las voces que amamos es porque intuimos que tales p¨¦rdidas constituyen la cifra, el signo, de una p¨¦rdida que se encuentra en el l¨ªmite de lo que nos sentimos en condiciones de soportar. Se trata de un dolor mucho m¨¢s cruel, y es el dolor de no experimentar dolor, de sentirse indiferente hacia aquello que, por otro lado, no podemos olvidar que marc¨® a fuego nuestras vidas.
Caemos entonces en la cuenta de que lo que realmente habr¨ªamos perdido en el camino es algo de nosotros mismos. Nuestro propio yo habr¨ªa cambiado, lo que es como decir que el yo anterior habr¨ªa muerto. Se trata, se?ala Proust en A la sombra de las muchachas en flor, de "una muerte seguida, es cierto, por una resurrecci¨®n, pero en un yo distinto, cuya vida y amor est¨¢n fuera del alcance de aquellos elementos del actual yo que est¨¢n destinados a perecer...".
La cosa va m¨¢s all¨¢, pues, del hecho sabido de que mi relaci¨®n con los otros proporciona la ocasi¨®n, el medio, para tener noticia de m¨ª, o incluso de que la ¨²nica forma de experiencia de m¨ª mismo me viene dada a trav¨¦s del otro (el soci¨®logo fenomenol¨®gico Alfred Schutz tiene escrito algo extremadamente parecido a esto). Estar¨ªamos afirmando que en realidad son los otros -y especialmente esos otros a los que nos abandonamos en la experiencia amorosa- quienes nos constituyen, quienes nos conforman, quienes nos hacen ser, precisamente, aquello que somos. De tal manera que cuando se van, cuando los perdemos, cuando desaparecen de nuestras vidas, se llevan con ellos algo sustancial, b¨¢sico, de nuestra realidad personal. Su muerte es nuestra muerte o -si es nuestra la decisi¨®n de terminar con ese v¨ªnculo- nuestro suicidio.
No se pretende con lo anterior cargar las tintas ret¨®ricas, o deslizarse hacia la grandilocuencia sentimental. Estamos hablando de la esfera simb¨®lica, claro est¨¢, pero resulta escasamente discutible la centralidad que la misma ocupa en la existencia humana.
Quedarnos sin un yo continuo, permanente, estable, altera de manera sustantiva los esquemas mentales con los que est¨¢bamos acostumbrados a funcionar, tambi¨¦n en materia amorosa. Si pasamos a hablar en t¨¦rminos de discontinuidad del yo o, dando un paso m¨¢s, de m¨²ltiples yoes a lo largo de nuestra vida, la mayor parte de registros con los que funcion¨¢bamos para administrar nuestras relaciones con el futuro y con el pasado parecen saltar por los aires. ?Qu¨¦ sentido podr¨ªa tener la nostalgia por un pasado que atribuir¨ªamos a un yo diferente al actual? ?O la melancol¨ªa, por lo que pudo haber sido y no fue... de otro? ?Tendr¨ªa m¨¢s sentido la ilusi¨®n por lo que pueda esperarle a alguien que tal vez ni siquiera sea yo mismo?
Acaso la disoluci¨®n m¨¢s inquietante del yo no sea la que se produce en la cima de la pasi¨®n, en los instantes-cumbre del v¨¦rtigo amoroso: a fin de cuentas, de tales presuntas disoluciones ten¨ªamos sobrada noticia a trav¨¦s de los rom¨¢nticos -que se encargaron, de paso, de tranquilizarnos, haci¨¦ndonos saber el car¨¢cter reversible, un poco de mentirijillas, de las mismas-.
El escritor que, exaltado y torrencial, nos narra c¨®mo vivi¨® aquella experiencia en la que crey¨® perder su yo en otros brazos, puede hacerlo precisamente porque lo ha recuperado (y regresa para contarlo). La tristeza fr¨ªa del que jur¨® amor eterno en vano es, en cambio, el relato remansado de la ruina de una intensidad. La cr¨®nica de una desaparici¨®n que se lleva consigo al cronista. El mapa de un mundo empobrecido.
Manuel Cruz es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona METROPOLIS.
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