El ¨²ltimo pintor
He vuelto a Madrid a tiempo para los ¨²ltimos d¨ªas de la Feria del Libro y de la gran exposici¨®n de Miquel Barcel¨®. Las arboledas del Retiro y las del paseo del Prado amortiguan la luz de cal que suele ser el primer impacto del regreso, cuando uno sale en taxi del aeropuerto en la ma?ana de verano y se encuentra de nuevo en esas periferias des¨¦rticas en las que s¨®lo crecen matojos de esparto y gr¨²as de especuladores. La luz hiere los ojos no habituados a ella igual que la bronca pol¨ªtica hiere los o¨ªdos en la radio del taxi, en la que parece continuar la misma tertulia trufada de exabruptos que uno escuch¨® hace unos meses en otro taxi que entonces lo llevaba hacia el aeropuerto. En el aire tan seco crepitan las formas de las cosas. Las barbaridades que se dicen con naturalidad en la radio suenan m¨¢s agresivas porque el espa?ol hablado en Espa?a tiene una aspereza de yesca. Es urgente buscar las zonas de civilizaci¨®n con la misma destreza antigua con que se eligen en verano las habitaciones frescas en las casas y las aceras de sombra. Reci¨¦n llegado, uno recupera el gusto civilizado de compartir unas ca?as de cerveza y unas raciones de ensaladilla rusa y alb¨®ndigas en salsa y almendras fritas y saladas, exquisitamente bru?idas de aceite, y se hace de nuevo la misma pregunta, c¨®mo en un pa¨ªs en el que hay tanto talento para los placeres diarios de la vida los discursos p¨²blicos tienden con tanta frecuencia a la brutalidad; c¨®mo es posible que coexistan la calidez instintiva y cordial y esa groser¨ªa que lo asalta a uno a cualquier hora que encienda la televisi¨®n y que no llega a tales extremos en ning¨²n otro lugar del mundo; en virtud de qu¨¦ l¨®gica pueden coincidir en los mismos d¨ªas las corridas de toros y las ferias del libro; c¨®mo puede haber el ¨ªndice m¨¢s alto de donaciones de ¨®rganos y tambi¨¦n el de barbarie municipal y maltrato a los animales y despilfarro de fondos p¨²blicos en las fiestas de verano.
No entiendo nada. Llego al Retiro, una ma?ana de s¨¢bado, tan aturdido por la luz como por el desorden del sue?o, y como hace a?os que no ven¨ªa a la Feria del Libro me doy m¨¢s cuenta de su singularidad: la mezcla democr¨¢tica de los comerciantes y los literatos y la multitud, de la jardiner¨ªa y de la literatura. Bajo por el paseo del Prado y frente a las verjas del Bot¨¢nico me encuentro el lujuriante jard¨ªn vertical que cubre un muro en la fachada de CaixaForum y un elefante de bronce de tama?o natural apoyado acrob¨¢ticamente en su trompa extendida.
En la Feria del Libro, entre el calor polvoriento y el fresco de los ¨¢rboles, amigos libreros me hablan de las dificultades de estos tiempos: cu¨¢l ser¨¢ el porvenir de los libros y de las librer¨ªas en una ¨¦poca tan vertiginosa de cambios tecnol¨®gicos; c¨®mo sobrevivir¨¢ la cultura literaria, el h¨¢bito solitario y paciente de leer, en un pa¨ªs donde la casta pol¨ªtica ha dise?ado el sistema educativo como una herramienta para difundir la ignorancia. Me siento en una caseta, con los temores recobrados de siempre -?vendr¨¢n lectores, me quedar¨¦ en alg¨²n momento solo y sin saber qu¨¦ cara poner cuando me mire la gente que pasa?-. Cuando me inclino para escribir la primera dedicatoria pienso en lo significativo y lo precario que puede ser ese gesto. El pacto de fraternidad parcial entre autor y lector en el que se basa la literatura no necesita la mediaci¨®n de una firma, y ni siquiera la existencia de un libro impreso en papel. Pero la dedicatoria, la cercan¨ªa f¨ªsica, la hilera de puestos de libros en la avenida de un parque, dan a la literatura una terrenalidad que resalta su presencia objetiva en el mundo, su condici¨®n de v¨ªnculo entre los seres humanos m¨¢s all¨¢ de la soledad esquiva de cada uno. Miro las caras de los lectores, en el tiempo tan breve de cada saludo, petici¨®n de nombre, firma, mirada ¨²ltima, mano estrechada en la despedida. El misterio de una identidad intuido en el minuto escaso de un encuentro. Algunos de esos lectores traen un libro publicado hace casi un cuarto de siglo, el papel de mala calidad reseco y amarillento. Otros, otras, no hab¨ªan nacido cuando yo escrib¨ª las novelas que vienen a que les dedique. Que alguien siga leyendo esas p¨¢ginas de las que casi no me acuerdo provoca sorpresa y gratitud, pero no alivia el fondo de desasosiego. Qu¨¦ certezas puede tener uno sobre nada, ahora menos que nunca.
Ese estado de ¨¢nimo ti?e luego la visita a la exposici¨®n de Miquel Barcel¨®. En una ¨¦poca en la que los enterados del arte dan la pintura tan por obsoleta como lo est¨¢n ya seg¨²n otros la novela y el libro, Barcel¨® es un pintor de una ambici¨®n heroica, de una integridad en el ejercicio de su trabajo incesante que hace acordarse de aquellos pintores proteicos que no descansaban nunca, que parec¨ªan aspirar a medirse no s¨®lo con toda la riqueza y la variedad del mundo visible sino con la historia entera del arte. Cuando lo que se lleva en galer¨ªas, en bienales y museos de lo ¨²ltimo es una asepsia de ocurrencias car¨ªsimas ejecutadas por asistentes mal pagados o de juegos de manos digitales, Barcel¨® acent¨²a m¨¢s que nunca la parte material y artesanal de su oficio, la celebraci¨®n de la vida org¨¢nica, de lo que germina y lo que se corrompe y se pudre y se transforma en otra cosa, la mezcla entre la deliberaci¨®n del talento y los azares y los contratiempos de lo inesperado, las resistencias y las imposiciones de los materiales, el control de una l¨ªnea y la aceptaci¨®n de una mancha de acuarela que se extiende sobre el papel y se convierte como sin prop¨®sito en una silueta humana. El lienzo y el papel son cuarteados por el viento seco del desierto en Mal¨ª, horadados por las termitas o mordidos por monos o ratones. Entre mis pinturas he vuelto a matar un escorpi¨®n que se com¨ªa las termitas que se com¨ªan mis papeles, escribe en uno de sus Cuadernos de ?frica, publicados tan espl¨¦ndidamente por Galaxia Gutenberg. Un autorretrato retomado despu¨¦s de veinte a?os tiene ahora manchas de humedad y una especie de barba terrosa que es un nido de avispas que aprovecharon un pliegue de la tela. Un gran gorila monta?oso sentado en un rinc¨®n con ese aire de exilio irremediable que tienen los gorilas en las jaulas mira absorto al vac¨ªo como recapacitando sobre una soledad que tal vez se parece a la del pintor de poco m¨¢s de cincuenta a?os que conoci¨® el ¨¦xito de muy joven y ahora intuye o teme, a contracorriente de la moda que en otro tiempo lo favoreci¨®, el crep¨²sculo del oficio al que ha dedicado su vida. Pero Barcel¨® sabe que no hay m¨¢s alivio para la incertidumbre que seguir trabajando: pintando, dibujando, modelando el barro, escribiendo p¨¢ginas de esos cuadernos suyos que tienen una presencia dram¨¢tica, como de haber sobrevivido intactos a la intemperie del desierto.
Miquel Barcel¨®. 1983-2009. La solitude organisative. CaixaForum. Madrid. Hasta ma?ana. obrasocial.lacaixa.es/
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