Objetividad
A veces, cuando subo a un taxi con la radio sintonizada en ciertas emisoras que no suelo escuchar, me pregunto d¨®nde vivo. Por encima de mi voluntad, mis o¨ªdos procesan noticias, juicios, opiniones que parecen provenir de un pa¨ªs extra?o, poblado por extra?os. Entonces, mi sentido de la realidad se tambalea. ?Existir¨¦ yo, existir¨¢ esto? ?Ser¨¢ real este taxi, esa tertulia, las voces que estoy oyendo? A menudo, cuando salgo del coche, todav¨ªa no me encuentro en condiciones de responder a esas preguntas.
La objetividad solo existe en el terreno de las intenciones. Tras el loable prop¨®sito de emitir un juicio objetivo, se agita el bagaje de una vida entera, la suma de experiencias, dulces o amargas, que conforman la memoria de cada ser humano. Escribir es mirar el mundo para contarlo despu¨¦s, y dos personas pueden dar versiones antag¨®nicas del mismo hecho. Las discrepancias radicales, sin embargo, solo sirven para provocar irrealidad.
El martes pasado, Joaqu¨ªn Sabina volvi¨® a llenar Las Ventas. Yo estuve all¨ª. No pretendo ser objetiva, pero mientras le escuchaba, cre¨ª estar asistiendo de verdad a aquel concierto en el que su p¨²blico se le entregaba con la misma extrema generosidad que recib¨ªa de un cantante de 61 a?os, que permaneci¨® tres horas en el escenario. A la salida, y despu¨¦s, mientras volv¨ªa a casa en el metro, cre¨ª ver sonrisas, gestos de entusiasmo, y cre¨ª escuchar palabras de amor, calientes, jubilosas. Y no dud¨¦ en ning¨²n momento de mis sentidos hasta que al d¨ªa siguiente le¨ª, en este mismo diario, la cr¨ªtica de un concierto distinto, aburrido, senil, decepcionante. Desde entonces, me pregunto si las 20.000 personas que abarrotamos Las Ventas la otra noche estuvimos de verdad all¨ª. Y, en ese caso, c¨®mo es posible que un solo listo se haya atrevido a llamarnos tontos a todos sin que le tiemble el pulso.
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