La calor
Ocurri¨® mucho antes de que tuvi¨¦semos la obligaci¨®n de divertirnos en vacaciones, cuando todav¨ªa no nos sent¨ªamos desgraciados por haber pasado el verano en la misma casa, en la misma calle, con los mismos amigos; cuando las vacaciones no significaban nuevas obligaciones. Pas¨® cuando, a la vuelta del verano, no ten¨ªamos que exhibir ante los dem¨¢s un cat¨¢logo de ciudades y de desplazamientos, ni marc¨¢bamos en un fusil imaginario la muesca de cada ciudad conquistada. Entonces fue cuando nos enamoramos del verano, de su minuciosa lentitud, de gozar ese tiempo extendido en el que la historia se deten¨ªa y el reloj de las horas se volv¨ªa desigual, daliniano, con remansos oscuros.
Aprendimos a amar el verano con las siestas forzosas, el silencio impuesto y la imagen infantil del cuarto a oscuras, tan solo atravesado por las rayas horizontales de los resquicios de las persianas que proyectaban lo que ocurr¨ªa en la calle, los pasos lentos de alg¨²n viandante o de alg¨²n coche. Unas tardes de c¨¢mara oscura, en el que el "yo" se proyectaba hacia fuera y el mundo dentro, como el juego de sombras de la torre Tavira. Amabas, en el verano, la carne jugosa de frutas deliciosas, comenzando por la humilde sand¨ªa, que te sumerg¨ªa el rostro en rojo coral y en frescor.
Te sedujo del verano, la libertad de las horas, el empezar realmente la jornada cuando el sol se pone y la ocupaci¨®n de las calles hasta la madrugada, desde la terraza de los bares hasta la hamaca en la puerta de la casa. Te gustaba la aventura de acompa?ar a tu madre a dormir en la azotea, en el jard¨ªn o en los lugares m¨¢s ins¨®litos de la casa donde el aire corr¨ªa a veces y te prodigaba una furtiva caricia.
Te parec¨ªa un tiempo de libertad en el que se instalaba en las conciencias una relajaci¨®n de costumbres, de horarios, de alimentos que contradec¨ªan el austero invierno. Se trastocaban las horas de entrada y de salida, se relajaban las prohibiciones y excepto no molestar en la sagrada siesta, todo estaba permitido. Te atrap¨®, definitivamente, el olor de jazm¨ªn, la dama de noche, la albahaca; unos aromas que si las almas tienen sentidos, llevamos dentro desde la infancia.
Pasado el tiempo, el verano te enred¨® con nuevos placeres: ese breve espacio, a primeras horas de la ma?ana, en el que el aire es todav¨ªa suave y te sientes ligero. Un tiempo que se disfruta en soledad, con un libro en la mano o con el di¨¢logo imaginario con alg¨²n ser querido. Las ma?anas que enga?an, que no te anuncian la batalla inmediata que comienza y que alcanza su culmen al mediod¨ªa, cuando los viandantes, pegados a las sombras que proyectan las paredes, parecen esp¨ªritus en fuga.
Mucho antes de que los aires acondicionados acentuaran la intolerancia al calor, cuando viaj¨¢bamos a pleno sol con las ventanillas bajadas, todav¨ªa am¨¢bamos el verano y nos gustaba conducir de noche, ir al cine de verano, mirar al cielo y ver caer las estrellas.
Los que todav¨ªa amamos el verano, m¨¢s que el calor sofocante, recordamos la sombra, la oscuridad amena, el frescor que respiraban las casas a ¨²ltima hora de la tarde, el riego que, tras una vaharada de calor, produc¨ªa una temperatura ideal, la que nunca hemos podido programar ni en el aparato de aire acondicionado m¨¢s sofisticado. Pero lo que nos sigue fascinando es esa sensaci¨®n de infinitud, de tiempo sin tiempo, de eternidad, que nos ofrece esta estaci¨®n.
Lo que no quiere decir que no nos quejemos, sobre todo cuando llegar la calor, m¨¢s fiera y persistente que su cong¨¦nere masculino. Apuraremos el d¨ªa con la esperanza de que amaine, regatearemos irnos a la cama y nos asomaremos al balc¨®n, a la terraza, al patio, con la cabeza levantada, la vista al cielo, la boca entreabierta como en una plegaria. Ser¨¢ el momento de elegir entre dormir con las s¨¢banas calientes, y alguna caricia espor¨¢dica de una brisa perdida, o encender el aire acondicionado y dormir en ese pa¨ªs extra?o sin sue?os.
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