Kamikazes y Submarinos
Fui al Jap¨®n con el secreto deseo de visitar el museo de los kamikazes. Siempre me han interesado los pilotos suicidas nipones: si ya me parece valiente volar en avi¨®n, lo de despegar sabiendo con certeza que no vuelves y que vas a acabar estrell¨¢ndote sobre un portaviones -o contra un torpedo lanzado por un submarino, como hizo asombrosamente el sargento Kiyu Ishikawa para impedir el hundimiento de un acorazado- lo considero la reoca. El museo est¨¢ junto a Kagoshima, en la antigua base de Chiran, desde la que levantaban el vuelo los kamikazes que tomaron parte en la batalla de Okinawa, y en ¨¦l se exponen, adem¨¢s de cartas de aviadores y otro emotivo material, varios aviones de uso por el Cuerpo de Ataque Especial (toma eufemismo), entre ellos uno de los famosos Zero. Tambi¨¦n hay una estatua de un piloto kamikaze que por lo visto se parece a m¨ª. Es raro, pero tambi¨¦n lo es que el alf¨¦rez de 22 a?os Shinichi Ishimaru despegara para su ¨²ltima misi¨®n con un guante de b¨¦isbol y gritando "?strike!", en vez de "?banzai!". Me lo dijo, lo de la estatua, Xavier Moret, ¨¦l s¨ª consumado viajero, porque yo, les confieso, fui finalmente incapaz de llegar a Kagoshima. Y mira que estuve cerca.
En el Museo de los T¨²mulos DEcorados, en Kumamoto, encontr¨¦ la espada de samur?i, la gorra y las medallas del Teniente Matsuo, que Atac¨® Sidney en su sumergible enano
No las ten¨ªa todas conmigo en mi viaje al Jap¨®n. Claro que no ayudaba llevar de lectura El holocausto asi¨¢tico, de Laurence Rees (Cr¨ªtica), sobre los cr¨ªmenes japoneses en la II Guerra Mundial, que se recrea en la pr¨¢ctica masiva del canibalismo por las desesperadas y hambrientas tropas imperiales desplegadas en Nueva Guinea -parece que les gustaban especialmente los australianos-. En fin, en el campo de internamiento en Java, en cambio, los prisioneros aliados se comieron al gato del comandante japon¨¦s. La historia de Rees que m¨¢s me conmovi¨®, sin embargo, fue la de la joven holandesa a la que convirtieron en prostituta forzosa de los burdeles militares tras desflorarla y violarla un oficial que recorri¨® todo su cuerpo desnudo con su katana. Comprender¨¢n el contraste al aterrizar en Tokio y, esperando un comit¨¦ del kempeitai -la Gestapo japonesa-, encontrarme a toda esa gente tan atenta.
Me cost¨® el tiempo apenas de meterme en el metro y atravesar luego un par de veces el concurrido cruce de Shibuya para tomar el pulso al Jap¨®n moderno. Pero es dif¨ªcil resistirse a las obsesiones, as¨ª que al poco rato ah¨ª estaba yo, tras pasar ante un Zara, en el santuario sinto¨ªsta dedicado al kami del almirante Togo Heihachiro, el Nelson de Oriente, que envi¨® a pique a la flota rusa en la batalla de Tsushima en 1905. De adolescente, en Satsuma, se hab¨ªa enfrentado a la marina brit¨¢nica con dos espadas y una armadura antigua. Me emocion¨® el tranquilo lugar, donde adquir¨ª una peque?a insignia de la vieja armada imperial y colgu¨¦ como ofrenda un sentido haiku sobre los cormoranes y el amor que no reproduzco aqu¨ª por mi inveterado sentido del rid¨ªculo. Togo era hijo de samurai, su espada era la famosa Ichimonji-Yoshifusa (?mira que retenemos en la memoria cosas in¨²tiles!) y hab¨ªa nacido, precisamente, en Kagoshima, as¨ª que me las promet¨ª muy felices porque todos los caminos me llevaban hacia all¨ª.
Mi destino era la poblaci¨®n de Yamaga, en la misma isla al suroeste, Kyushu, y a unos 300 kil¨®metros de Kagoshima. Pero al llegar a Yamaga, todo el mundo me desanim¨® respecto a ir a ver a los kamikazes. "Oh, muy lejos, tres horas, y muy triste, lloras; mejor no vaya, oh, y muy muy caro taxi". Fue imposible organizar el viaje. Frustrado y triste, me refugi¨¦ en la visita al espectacular castillo de Kumamoto (ah¨ª s¨ª me llevaron), que parece salido de un fotograma de Kurosawa y donde me hice una foto con atav¨ªo de samur¨¢i que sopeso colgar en Facebook. En los amplios fosos se hacen exhibiciones de kyudo, el tiro con arco a caballo, que yo en casa practico a pie tratando de imitar a Tametomo, capaz de atravesar con una flecha a un samur¨¢i y clavarla en el siguiente. Desde una de las torres un guardia me ense?¨® el lugar en que vivi¨® el maestro de guerreros Miyamoto Musashi, autor de El libro de los cinco anillos -el gran tratado de estrategia y esgrima japonesa-, y yo a cambio le expliqu¨¦ con mucha m¨ªmica la leyenda de que las espadas forjadas por Muramasa en el siglo XVI ten¨ªan una maldici¨®n contra los Tokugawa y por su filo murieron varios miembros de la familia. Me encantan los samur¨¢is, no solo ejemplifican la tensi¨®n entre el deber y la emoci¨®n, que tengo tan mal resuelta, sino que representan la nobleza del fracaso, un concepto consolador.
Estaba yo precisamente rumiando mi fracaso con los kamikazes, cuando me propusieron ir, en las afueras de Kumamoto, al Museo de los T¨²mulos Decorados y al viejo bosque de Higo del ?rea de Kao. Sonaba a Songoku, pero el museo es un pedazo de edificio, obra de Tadao Ando que conserva interesantes reliquias arqueol¨®gicas. Cu¨¢l no ser¨ªa mi sorpresa al encontrar en una sala entre piezas neol¨ªticas un espacio dedicado ?a un submarinista japon¨¦s de la II Guerra Mundial! No se puede decir que fuera algo muy coherente, pero ?vaya regalo! Unos paneles relataban su historia (en japon¨¦s), en unas vitrinas pod¨ªa verse su espada de samur¨¢i, su gorra, sus medallas, cartas y una flor seca que le envi¨® su madre al partir para su ¨²ltima misi¨®n. El marino era el teniente Keiu Matsuo y su formidable aventura, de la que se ha hecho una pel¨ªcula de dibujos animados (qu¨¦ cosa), me hizo olvidar a los kamikazes.
El 31 de mayo de 1942, en una audaz incursi¨®n, tres submarinos enanos Tipo A Kai 1 de 24 metros, armados cada uno con dos torpedos y tripulados por dos marinos (todos ellos j¨®venes, de peque?a estatura y solteros) fueron lanzados, tras la ceremonia del t¨¦, mucha emoci¨®n y v¨ªtores, desde las cubiertas de sendos sumergibles oce¨¢nicos de la Marina Imperial Japonesa. Las navecitas, peligrosas como pira?as, se introdujeron en el puerto de Sidney abarrotado de barcos. El ataque no es que fuera un gran ¨¦xito: solo consiguieron hundir el HMAS Kuttabul, un viejo transbordador convertido por la marina australiana en acomodaci¨®n flotante para marinos en tr¨¢nsito. Murieron 21 personas.
Nuestro samur¨¢i del mar, Matsuo, al mando del Ha-21, contaba 25 a?os y ten¨ªa novia, Toshiko. La incursi¨®n convirti¨® la bah¨ªa de Sidney en un avispero y el minisubmarino fue cazado rabiosamente hasta hundirlo con cargas de profundidad. Pocos d¨ªas despu¨¦s lo recuperaron de debajo del agua los australianos, maltrecho, pero con los motores a¨²n funcionando. Y con los cad¨¢veres a bordo de Matsuo y de su subordinado, Masao Tsuzuku. Ambos presentaban un balazo en la cabeza: se hab¨ªan suicidado. Otro de los sumergibles enanos, el Ha-14, tambi¨¦n fue izado -los tripulantes se mataron haci¨¦ndolo explotar- y el tercero, el M-24, desapareci¨® (lo encontraron, con la natural sorpresa, en 2006, un grupo de hombres rana aficionados). "Hace falta coraje del grande para salir en un trasto como ese", coment¨® -y no podemos sino estar de acuerdo: vaya claustrofobia- en 1942 el vicealmirante brit¨¢nico Muirhead-Gould, comandante del puerto de Sydney, que orden¨® honores militares a los enemigos. Los marineros japoneses fueron incinerados y las cenizas devueltas a Jap¨®n. All¨ª Matsuo y sus colegas adquirieron estatus de h¨¦roes divinos (como Togo).
En el museo se exhiben las fotos del peque?o sumergible de Matsuo y de la madre del submarinista en la ceremonia por su hijo. Pas¨¦ mucho rato ante el retrato de este: Keiu Matsuo era bien parecido, un rostro limpio, una boca delicada y unos ojos de mirada profundamente melanc¨®lica. La de los peque?os submarinos no era una misi¨®n suicida, como fueron luego las de los kaiten, los torpedos humanos, pero los tripulantes sab¨ªan que ten¨ªan muy pocas oportunidades de regresar vivos. Trat¨¦ de adivinar en el rostro de Matsuo sus sentimientos durante aquella postrera inmersi¨®n, la excitaci¨®n de la aventura y luego el miedo transformado en una ¨²ltima resoluci¨®n. Imagin¨¦ al submarinista echando una mirada final a su peque?o ata¨²d de acero sacudido por las explosiones y llev¨¢ndose la pistola a la sien antes de apretar el gatillo y que el mundo se disolviera en un fugaz crisantemo de dolor y sangre. Sent¨ª que me observaban. Me gir¨¦ con los ojos h¨²medos. Era un ni?o. Me mir¨® con curiosidad, luego con un brillo de reconocimiento. Y se inclin¨® con una ceremoniosa gravedad que concentraba todo el alma del Jap¨®n.
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