Los dioses mueren en Bayreuth
PIEDRA DE TOQUE. Tal vez la m¨²sica de Wagner nos acerque m¨¢s al diablo y al infierno que a Dios y al cielo, pero, no hay duda, gracias a ella salimos de la vida cotidiana. Es siempre una revelaci¨®n y una catarsis
Cuando Richard Wagner concibi¨® la idea de El anillo del nibelungo y comenz¨® a trabajar en su famosa Tetralog¨ªa, era un joven insumiso y genial, contaminado de lecturas anarquistas, sobre todo Proudhon, y amigo de Bakunin, con quien comparti¨® barricadas y distribuy¨® bombas de mano durante el alzamiento de Dresde de 1849. Cuando 26 a?os m¨¢s tarde termin¨® su obra maestra -una de las m¨¢s ambiciosas empresas art¨ªsticas que haya conocido la humanidad, comparable a la hechura de la Capilla Sixtina en pintura y, en literatura, a la elaboraci¨®n de La Comedia Humana o En busca del tiempo perdido- era un reaccionario, nacionalista y antisemita al que sus cuatro lecturas minuciosas de El mundo como voluntad y representaci¨®n, de Schopenhauer, hab¨ªan ayudado a adoptar una visi¨®n del mundo y del arte en las ant¨ªpodas de la que exalt¨® su juventud.
Hay algo denso y funeral en el ambiente del Festival, sin dejar de ser electrizante
La correcci¨®n del p¨²blico contrasta con el enloquecido aquelarre de que es escenario el teatro
Pero, pese a esa radical transformaci¨®n ideol¨®gica, en el Ring, que se dio por primera vez completo, aqu¨ª, en Bayreuth, en 1876, en el teatro que Wagner hizo construir de acuerdo a un pormenorizado y mani¨¢tico proyecto, ha prevalecido ese esp¨ªritu ¨¢crata de sus a?os mozos y la lecci¨®n de Ludwig Feuerbach, cuyo libro La esencia del cristianismo lo convenci¨® de que no eran los dioses los que creaban a los hombres sino ¨¦stos a los dioses, impregn¨¢ndolos de todas sus virtudes y defectos. Entre otras muchas cosas, ¨¦se es uno de los principales designios de El anillo: la recusaci¨®n de una trascendencia teol¨®gica, la convicci¨®n de que s¨®lo el arte da vida y vigencia a unos dioses y un m¨¢s all¨¢ tan fr¨¢giles, vulnerables y confusos como los mismos seres humanos.
Asisto por primera vez a la representaci¨®n integral de la Tetralog¨ªa en el curso de una semana en este Festival de Bayreuth que tiene m¨¢s de peregrinaci¨®n y ceremonia religiosa que de fiesta oper¨¢tica. Odiado y adorado en vida, y todav¨ªa m¨¢s despu¨¦s de muerto, Wagner es probablemente el ¨²nico artista cuyo culto trasciende la pura admiraci¨®n est¨¦tica y ha generado una adhesi¨®n tan aguerrida e intolerante como la que las sectas esperan de sus adeptos. ?sa es la impresi¨®n que dan aqu¨ª, en estas tardes plomizas y encapotadas -wagnerianas- las damas y caballeros de este club tan exclusivo -para adquirir un abono al Festival es preciso ahora esperar unos 12 a?os o, en caso contrario, pagar una astron¨®mica reventa que puede llegar a 3.000 o 4.000 euros por entrada-, que, enfundados en trajes y vestidos de etiqueta, beben sus heladas copas de champagne como quien comulga y esperan en silencio respetuoso la fanfarria que, desde el balc¨®n que sobrevuela la puerta principal del teatro, los llame a la funci¨®n. Mayores y ancianos, acomodados y conservadores, cambian saludos que parecen santo y se?as. Estoicos y enfervorecidos, permanecer¨¢n inm¨®viles las cuatro o cinco horas que dura cada espect¨¢culo en los r¨ªgidos asientos de madera que Wagner dise?¨® para que sus ¨®peras fueran vistas y escuchadas en estado de alerta marcial y espiritual, en una postura f¨ªsica re?ida con toda forma de abandono, descuido o complacencia. Ning¨²n aplauso interrumpir¨¢ la funci¨®n y, si alg¨²n imprecavido forastero rompe esa regla, cientos de miradas admonitorias lo vitrificar¨¢n en la oscuridad. Los aplausos vienen solo al final, generosos y repetidos, si se trata del director de la orquesta, Christian Thielemann, o de Albert Dohmen, un soberbio Wotan, o el eximio Alberich, Andrew Shore, o del joven Lance Ryan, Siegfried, y Linda Watson, la valquiria Br¨¹nnhilde, pero tambi¨¦n los abucheos y zapateos, como los que reciben al veterano Tankred Dorst, cuyo montaje la mayor¨ªa de los espectadores descalifica con irritaci¨®n a mi juicio exagerada.
Hay algo denso y funeral en este ambiente, sin dejar de ser electrizante. Pero tanta correcci¨®n y formalismo contrastan fant¨¢sticamente con el enloquecido aquelarre de que es escenario el teatro de Bayreuth cada tarde, cuando se levanta el tel¨®n, irrumpe la m¨²sica y se desencadenan las pasiones, las haza?as, los cr¨ªmenes que van teji¨¦ndose en torno y a partir de ese pecado original, el robo del oro que perpetra el nibelungo Alberich a las ninfas encargadas de cuidarlo en el fondo del Rin, para adquirir poder, ese poder maldito que solo se alcanza renunciando al amor y cuyo diab¨®lico atractivo desquiciar¨¢ el Valhalla, precipitando a dioses, semidioses, gigantes, valquirias, consortes y nibelungos, en una org¨ªa de violencia que acabar¨¢ por desintegrarlos a todos en un Apocalipsis ¨ªgneo.
No hay tab¨² que no se viole ni demas¨ªa que no se cometa en este pante¨®n pagano de origen n¨®rdico, que Wagner remodel¨® a la medida de sus ¨ªncubos y s¨²cubos. Incesto, apostas¨ªa, filicidio, deicidio, sacrilegios, traiciones, codicias, filtros m¨¢gicos que destruyen la soberan¨ªa y la identidad de los individuos, y, llamaradas de luz en esas macabras peripecias, unas heterodoxas historias de amor, l¨ªrica como la de los mellizos Siegmund y Sieglinde, o ¨¦picas, como la de Siegfried y Br¨¹nnhilde, pero que no duran porque el entorno las corroe. Tanta ferocidad y horror ser¨ªan irresistibles si la hermosura de los textos y la riqueza y originalidad de la m¨²sica que modelan cada episodio con delicadeza, profundidad, elegancia, y por momentos una intensidad milagrosa, como la de la marcha f¨²nebre a la muerte de Siegfried, no distanciaran todo aquello de la experiencia vivida y lo transmutaran en im¨¢genes pl¨¢sticas y espect¨¢culo sonoro, una realidad otra, creada -como los dioses que fabrican el miedo y la soledad de los hombres- por la imaginaci¨®n visionaria y la sensibilidad impregnada de truculencia y desmesura rom¨¢nticas de un compositor y poeta que, como Victor Hugo, se cre¨ªa tambi¨¦n, adem¨¢s de artista, un ser superior, casi ol¨ªmpico. Varias veces, ante la representaci¨®n de tanto lujo b¨¢rbaro y barroco, tuve la sensaci¨®n de que en el escenario La muerte de Sardan¨¢palo, de Delacroix, reaparec¨ªa encarnada y se echaba a vivir.
El ¨²nico ser humano que ambula por este territorio de dioses, diosecillos, semidioses y engendros, es Siegfried, hijo de los amores tr¨¢gicos e incestuosos de dos hermanos. Es una criatura natural, criado por un malvado codicioso, el nibelungo Mime, a quien aniquilar¨¢ sin escr¨²pulo alguno al descubrir su entra?a p¨¦rfida. Aunque es tosco, directo e inocente como un animal, ignora el miedo y las formas, act¨²a guiado por una buena entra?a, y se dignifica cuando vive el amor de la valquiria Br¨¹nnhilde a la que con un beso saca del sue?o en el que la ha sumido Wotan por haber cedido a la piedad, pasi¨®n de d¨¦biles. Pero este ser puro y limpio, una vez que sucumbe a la p¨®cima del olvido que le hacen beber Hagen, Gunther y Gutrune, traiciona a su amada y precipita el enredo que culminar¨¢ en el holocausto final. Nadie se salva. La codicia del poder, simbolizada por el oro, arrastra a todo lo existente a su perecimiento. ?Qu¨¦ hubiera permitido un destino distinto para esos infelices heroicos, fatalistas y supersticiosos? Acaso no haberse apartado de la Naturaleza, como se lo advert¨ªa la ecol¨®gica Erda, evitando un progreso solo aparente que conten¨ªa los venenos que terminar¨ªan liquid¨¢ndolos. En esa visi¨®n apocal¨ªptica de la vida no hay otra escapatoria que el arte, en el cual la tragedia se inmuniza a s¨ª misma volvi¨¦ndose espect¨¢culo y permitiendo a los seres humanos contemplar sus verdades ocultas sin vivirlas de verdad, solo como fantas¨ªas y pesadillas.
No se puede disfrutar de la m¨²sica de Wagner como de las de Mozart, Verdi, Rossini o Strauss. ?l no la compuso para celebrar las buenas cosas de la vida y exorcizar las malas, ni para seducir y dar esparcimiento y placer. La compuso convencido de que la m¨²sica, como cre¨ªa su maestro Schopenhauer, era acaso el ¨²nico instrumento con que contaban los hombres para comunicar con aquella dimensi¨®n de la vida a la que no llegan el conocimiento ni la raz¨®n, esa zona oscura, divina o sagrada, de la que tenemos solo premoniciones y sospechas, nunca evidencias, salvo en aquellos privilegiados estados de trance en que cierta m¨²sica excelsa nos arranca de nuestro confinamiento en lo terrenal y lo pr¨¢ctico y nos hace entrever, sentir, vivir por un momento de ¨¦xtasis, esa elusiva trascendencia, ese estado que los m¨ªsticos llaman el "esp¨ªritu puro" que encara a Dios. Tal vez la m¨²sica de Wagner nos acerque m¨¢s al diablo y al infierno que a Dios y al cielo, pero, no hay duda, gracias a ella salimos de la vida cotidiana y previsible, de lo rutinario y sabido, y accedemos a un mundo de valores y formas distintos a los que estamos acostumbrados, un mundo de excesos y de extremos, de absorbente belleza y aterradores peligros, de pasiones desorbitadas y sensaciones exquisitas. Una m¨²sica que es siempre una revelaci¨®n y una catarsis.
Lo extraordinario es que, despu¨¦s de cada una de las ¨®peras de la Tetralog¨ªa, los wagnerianos de Bayreuth, en vez de tomarse un V¨¢lium y meterse a la cama a recuperarse de la tremenda experiencia, invadan las tabernas de la ciudad y apuren grandes jarras de cerveza y fuentes de salchichas con bratkartoffeln y sauerkraut.
? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PA?S, SL, 2010.? Mario Vargas Llosa, 2010.
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