El Salvador, 30 a?os de penosa impunidad
Los cr¨ªmenes de los Escuadrones de la Muerte y asesinatos como el de monse?or Romero quedaron sin castigo tras la amnist¨ªa general promulgada por el presidente Alfredo Cristiani en marzo de 1993
La avalancha de acontecimientos tanto internacionales como dom¨¦sticos que acaparan nuestra atenci¨®n -empezando por ese monstruo denominado "la crisis" y siguiendo con la incidencia de flagrantes casos judiciales hasta la espl¨¦ndida irrupci¨®n de triunfos deportivos de destacado relieve mundial-, nos hacen olvidar muy f¨¢cilmente acontecimientos y conmemoraciones cuyo peso moral y social merece un obligado recuerdo.
As¨ª, no resulta extra?o que pasara inadvertida en su momento una importante conmemoraci¨®n: el 30? aniversario del vil asesinato de monse?or ?scar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, m¨¢xima autoridad de la Iglesia cat¨®lica en aquel pa¨ªs y prominente figura del catolicismo comprometido con las clases m¨¢s humildes de Am¨¦rica Latina. Posici¨®n extremadamente arriesgada en aquellos a?os de plomo, en que los grandes asesinos, secuestradores y torturadores latinoamericanos circulaban libremente y hac¨ªan de las suyas con la m¨¢s repugnante impunidad.
El eslogan "Sea patriota, mate a un cura" gozaba de gran predicamento en el grupo de D'Aubuisson
El caso salvadore?o corresponde al modelo de lo que hoy llamamos "una transici¨®n sin justicia"
En efecto, el 24 de marzo de 1980, en plena celebraci¨®n de la misa que oficiaba en la peque?a capilla del hospital de la Divina Providencia, la muerte alcanz¨® a monse?or Romero de forma no precisamente inesperada, pues poco antes manifest¨® que se sab¨ªa mortalmente amenazado.
La escena real fue absolutamente gansteril, digna de la m¨¢s depurada cultura mafiosa. Un coche se detuvo silenciosamente frente a la puerta abierta de la capilla. Desde la ventana trasera del veh¨ªculo, un individuo, armado de un rifle de muy peque?o calibre (22 cp), apunt¨® con toda frialdad y efectu¨® un ¨²nico disparo, alcanzando en el coraz¨®n al prelado, que se desplom¨® junto al altar. Acto seguido, el tirador dijo en voz baja al conductor: "En marcha. Despacio. Tranquilo". La tr¨¢gica imagen del arzobispo yacente, arrojando gran cantidad de sangre por la boca, ocupaba al d¨ªa siguiente las portadas de la prensa mundial.
Pero este tipo de muerte resulta a¨²n m¨¢s notable teniendo en cuenta la trayectoria previa de la v¨ªctima, caracterizada por un fuerte elemento de contradicci¨®n. Tres a?os antes, en 1977, al ser designado para encabezar aquella archidi¨®cesis, su nombramiento fue recibido con j¨²bilo y visible satisfacci¨®n por la oligarqu¨ªa dominante, por los militares y por los partidos ultraderechistas representantes de esas fuerzas sociales. El hasta entonces obispo Romero era conocido por sus posiciones conservadoras, muy alejadas de las l¨ªneas reformistas del Concilio Vaticano II. Su ejecutoria, a lo largo de su carrera eclesi¨¢stica en d¨¦cadas anteriores, hab¨ªa resultado muy tranquilizadora para la clase dominante y le hab¨ªa originado serias tensiones con el clero vinculado a la Teolog¨ªa de la Liberaci¨®n y, muy particularmente, con aquel n¨²cleo progresista formado por los jesuitas espa?oles de la UCA, que a su vez ser¨ªan asesinados nueve a?os despu¨¦s por su l¨ªnea de compromiso cristiano y social.
Sin embargo, contradiciendo aquella trayectoria precedente, los tres ¨²ltimos a?os de la vida del prelado, ya arzobispo (1977-1980), iban a significar un cambio espectacular, que nadie, ni la oligarqu¨ªa, ni el Ej¨¦rcito, ni sus subordinados eclesi¨¢sticos, ni probablemente ¨¦l mismo, hubieran podido previamente imaginar. Solo tres semanas despu¨¦s de su elevaci¨®n al arzobispado, ocurri¨® un suceso tr¨¢gico y desequilibrante, que vino a alterar su anterior posici¨®n. Su amigo personal, el padre Rutilio Grande, p¨¢rroco de Aguilares, era asesinado por uno de los llamados Escuadrones de la Muerte. La comprometida l¨ªnea de aquel sacerdote en favor de los m¨¢s pobres le hac¨ªa vivir bajo continua amenaza de muerte, hasta que la amenaza se cumpli¨®. Aquel asesinato conmovi¨® profundamente al reci¨¦n nombrado arzobispo, que inici¨® el gran giro que le llevar¨ªa al choque con los poderes f¨¢cticos salvadore?os, conocidos, desde siempre, por su capacidad letal.
A partir de entonces, la l¨ªnea del arzobispo Romero, en su defensa cada vez m¨¢s firme de los extensos sectores desfavorecidos de aquella sociedad, le fue enfrentando con creciente intensidad a los designios de quienes realmente detentaban el poder. El punto culminante, la gota que desbord¨® el vaso criminal, se produjo la v¨ªspera de su muerte, en su homil¨ªa del domingo d¨ªa 23 de marzo de 1980 en la catedral metropolitana. Pronunci¨¢ndose frente a la brutal represi¨®n desplegada contra las manifestaciones de protesta producidas en los d¨ªas inmediatamente anteriores, monse?or Romero inst¨® a los soldados a desobedecer las ¨®rdenes de disparar contra el pueblo. Y, a continuaci¨®n, pronunci¨® su celebre frase: "Os ruego, os suplico, os ordeno, en nombre de Dios, que cese la represi¨®n". Fue su sentencia de muerte. A la ma?ana siguiente ca¨ªa bajo la bala asesina.
Las investigaciones realizadas por la Comisi¨®n de la Verdad de Naciones Unidas permitieron conocer con precisi¨®n la forma en que el crimen se gest¨® y ejecut¨®. En ¨¦l desempe?¨® el protagonismo m¨¢ximo un destacado militar ultraderechista, de escasa graduaci¨®n pero de irresistibles ambiciones pol¨ªticas: el mayor Roberto D'Aubuisson, quien, en uno de esos inauditos sarcasmos propios de sociedades como aquella, lleg¨® a presidir pocos a?os despu¨¦s nada menos que el Parlamento de El Salvador.
Tal como precis¨® la citada Comisi¨®n de la ONU en su informe final (Nueva York, 15 de marzo de 1993), el mayor D'Aubuisson orden¨® a los capitanes ?lvaro Saravia y Eduardo ?vila que procediesen a la eliminaci¨®n del arzobispo el d¨ªa 24. En cumplimiento de tal encargo, ellos se ocuparon, junto con efectivos de su entorno escuadronero, de materializar todos los elementos necesarios: tirador, arma, veh¨ªculo, hora y lugar, punto de partida, selecci¨®n del ch¨®fer y conducci¨®n del ejecutor al lugar del crimen. Fue precisamente el ch¨®fer del capit¨¢n Saravia el designado para desplazar hasta el lugar al tirador seleccionado, y quien lo llev¨® posteriormente a presencia del mismo capit¨¢n, a quien comunic¨® la ejecuci¨®n del encargo. A su vez, fue este oficial quien comunic¨® al mayor D'Aubuisson el cumplimiento de "la misi¨®n". Hubo, sin embargo, un importante dato que no pudo ser averiguado por la comisi¨®n: la identidad del tirador, un sujeto de alta estatura y mediana edad, con barba, vestido de civil y desconocido para el conductor que lo transport¨®.
Hoy d¨ªa, tres d¨¦cadas despu¨¦s, el citado Saravia -perseguido en Estados Unidos, huido actualmente de la justicia en un pa¨ªs no revelado, y convertido en un pingajo humano por el envejecimiento, la mala vida y el abuso alcoh¨®lico- ha explicado minuciosamente todo lo ocurrido la v¨ªspera y el propio d¨ªa del crimen. "?Hacete cargo!" -en la literalidad del l¨¦xico local-, fue la orden telef¨®nica que el capit¨¢n recibi¨® del mayor D'Aubuisson. Aquel capit¨¢n Saravia que recib¨ªa y cumpl¨ªa aquella orden, encarg¨¢ndose de la preparaci¨®n y ejecuci¨®n del asesinato del arzobispo, era un personaje descrito en estos t¨¦rminos por otro de los implicados: "Siempre llevaba dos pistolas: una en la cintura, la 45 Gold K, y otra en el tobillo, la 380". "Un psic¨®pata", escueta definici¨®n de Saravia por uno de los fundadores del partido Arena, inicialmente surgido del escuadr¨®n de la muerte dirigido en aquellos a?os por D'Aubuisson. Otro de sus colegas describe as¨ª a aquel ?lvaro Chele Saravia de 1980: "Saravia estaba loco. Le dec¨ªas que un dentista te jodi¨® y al d¨ªa siguiente el dentista estaba muerto". Todo ello concordante con los desquiciados par¨¢metros de aquella sociedad salvadore?a envenenada por los odios del conflicto, en la que abundantes facinerosos civiles y militares de gatillo f¨¢cil estaban dispuestos a secuestrar y matar, y en la que el eslogan "Sea patriota, mate a un cura" gozaba de gran predicamento en aquella desalmada extrema derecha liderada por el mayor.
D'Aubuisson muri¨® de c¨¢ncer en febrero de 1992, al mes siguiente del acuerdo de paz de Chapultepec. Pero en marzo de 1993, solo cinco d¨ªas despu¨¦s de que la ONU hiciera p¨²blico el informe de su Comisi¨®n de la Verdad (documentando, entre otros, los cr¨ªmenes cometidos por numerosos militares), el presidente Alfredo Cristiani promulg¨® la amnist¨ªa general que ten¨ªa previamente anunciada para apaciguar al Ej¨¦rcito, muchos de cuyos miembros iban a aparecer en dicho informe -como as¨ª fue- implicados en algunos de los peores cr¨ªmenes de la represi¨®n.
Lo cierto es que aquella amnist¨ªa mantiene, todav¨ªa hoy, a pr¨¢cticamente todos los asesinos salvadore?os de aquellos a?os en una vergonzosa impunidad. En definitiva, el caso de El Salvador corresponde al modelo de lo que hoy llamamos "una transici¨®n sin justicia". Asesinatos como el de monse?or Romero siguen clamando, 30 a?os despu¨¦s, por la vigencia y aplicaci¨®n -todav¨ªa no lograda- de ese car¨¢cter imprescriptible que les asigna la Justicia Universal.
Prudencio Garc¨ªa es investigador y consultor de la Fundaci¨®n Acci¨®n Pro Derechos Humanos y ex miembro de la Divisi¨®n de Derechos Humanos de ONUSAL (Misi¨®n de la ONU en El Salvador).
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