J¨®venes libertos
Donde t¨² exist¨ªas / -tan joven- / llegada de otra parte / como recuerdo de otra vida / donde and¨¢bamos sedientos.
Hab¨ªa un sol tibio que aparec¨ªa en el promontorio y se ocultaba pronto en el mar. Eran muy cortas las noches. Quedaba atr¨¢s, tierra adentro, la ciudad donde fueron esclavos. Y no les resultaba f¨¢cil contar el tiempo que llevaban libres. Vest¨ªan las mismas ropas y calzaban las sandalias que les dieron en casa del tribuno. Com¨ªan las bayas de los arbustos que crec¨ªan al borde de la larga playa. Y, de vez en cuando, el muchacho entraba en el mar color de cobre, casi calmo. Y con la peque?a espada, pescaba un pez, capaz de satisfacer el hambre de los dos.
-Tienen ojos. Me dan pena los ojos de los peces. Miran como nosotros -dijo la muchacha.
Cogidos de la mano, sub¨ªan hasta el monte donde estaban las cuevas. Descansaban all¨ª.
Hab¨ªan de refugiarse, sobre todo cuando estallaban las repentinas tormentas. Se desnudaban, y se besaban uno al otro, por todo el cuerpo. Hasta lam¨ªan la piel salada, como hab¨ªan visto hacer a los animales.
-Gracias que existes.
-Y t¨².
Le gustaba buscar la mirada tan clara de la muchacha. Contrastaba con su cuerpo, dorado por el sol tibio, aquel sol que solo parec¨ªa terminar cuando surg¨ªan inesperadamente las tormentas.
Mientras segu¨ªan abrazados, o¨ªa los latidos del coraz¨®n de la muchacha. Llenaban la cueva entera, iluminada por los rel¨¢mpagos.
Se encontraban todav¨ªa desnudos, mucho tiempo, como si estuviera a punto de amanecer de nuevo. Fue en esa luz donde vieron llegar al hombre alto y grueso, con h¨¢bito negro.
Les miraba, airado.
-Vuestras almas arder¨¢n en el infierno -les grit¨®.
Parec¨ªa el sacerdote de un templo nuevo.
La muchacha comenz¨® a vestirse, deprisa. Luego se calz¨® las sandalias. Mientras tanto, el muchacho miraba los pies peque?os, que hab¨ªa adivinado siempre. Y se decidi¨® a vestirse, tambi¨¦n, despacio. No sab¨ªa qu¨¦ responder, aunque apenas ten¨ªa miedo. Solo por su compa?era, por si el hombre la se?alaba.
-Arder¨¦is por toda la eternidad, por los siglos de los siglos -repiti¨® el hombre.
-?Por qu¨¦? -musit¨®.
Y el sacerdote se dio la vuelta, con expresi¨®n de rabia. No solo rabia en el rostro, sino en los brazos y en las piernas abiertas, como dispuestas a saltar sobre el muchacho.
Casi no llov¨ªa. Era una tormenta seca. Nada m¨¢s que truenos y rel¨¢mpagos azules, que cegaban. Estallaban afuera, detr¨¢s de la silueta oscura del hombre. Crec¨ªa cada vez m¨¢s el temporal, y hac¨ªa temblar el suelo. De pronto, hubo un trueno terrible. Un rayo borr¨® la figura del sacerdote. Vino un silencio, y en seguida comenz¨® a llover copiosamente. Los j¨®venes libertos vieron el cuerpo derribado en la tierra. La lluvia hab¨ªa apagado las llamas que prend¨ªan el h¨¢bito. Pero el sacerdote estaba ca¨ªdo en el suelo, con el rostro carbonizado. Parec¨ªa una escultura negra, a¨²n con aquella expresi¨®n de rabia.
-Ha sido J¨²piter -dijo la muchacha.
-El viejo nos odiaba... A lo mejor nos ten¨ªa envidia.
-El ama ordenaba sacrificios, a J¨²piter y a los dem¨¢s dioses... La carne siempre era para los sacerdotes... ?Sabes? Lo que me apenaba eran los animales. Miraban como si preguntasen por qu¨¦ los mataban.
-Seguiremos caminando. Hasta lejos de las ciudades -dijo el muchacho.
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