GRITO CIEGO
Pr¨¦?ame, pr¨¦?ame, pr¨¦?ame!". Era el grito de guerra de Luc¨ªa. "?M¨¢s, m¨¢s, m¨¢s, m¨¢s!". Era el redoble de tambor de Carlina. "?No pares, no pares, no pares!". Era el imperativo negativo de Carmen. "?Vente en mi boca!", insinuaba Bel¨¦n en un susurro mensual, pues mi ancestro musulm¨¢n me imped¨ªa hacerlo durante las menstruaciones. "?No quiero que te corras!", ordenaba Dolores. "?Adentro no, adentro no!", advert¨ªa siempre la precavida Adriana. "?Hijueputa, malparido, cacorro!", insultaba Carmenza incontenible en el mismo momento en que empezaba el momento sin retorno. "?Ay!" era el sencillo canto de victoria de Mar¨ªa, tan modesto, y sin embargo era un "ay" que le sal¨ªa de las entra?as. "?Ahhrgrayuuuuiiiiifffaniiiiigua¨ª¨ª¨ª¨ª!" era el alarido hist¨¦rico que lanzaba Sonia en medio de convulsiones epil¨¦pticas.
Claudia, en cambio, era perfectamente silenciosa. De principio a fin, ni una palabra y muy pocos movimientos; ning¨²n gesto. Yo no entend¨ªa si le gustaba o no, si llegaba hasta el final o no, si quer¨ªa m¨¢s fuerte o m¨¢s despacio o en otra posici¨®n o qu¨¦. Le preguntaba y no dec¨ªa nada, simplemente me mostraba sus dos filas de dientes y su hoyuelo: una sonrisa ser¨¢fica, lejana. Nunca se resist¨ªa, me recib¨ªa, no digamos euf¨®rica, pero al menos con un leve entusiasmo, aunque nunca resoplaba, nunca gem¨ªa, nunca se quejaba, nunca celebraba. Tampoco cerraba los ojos; se mec¨ªa muy poco, casi nada. "Vacamuerta", le dec¨ªan a eso mis amigos. "?Te gusta al menos?", le preguntaba yo y la respuesta era esa sonrisa fija, lela, indescifrable. Un d¨ªa, ante mi insistencia, explic¨® lo siguiente con palabras.
-Muchas mujeres fingen el orgasmo. Yo creo que soy la ¨²nica mujer que finge no tenerlo, pero siempre lo tengo. Es m¨¢s, tengo varios. M¨ªnimo tres.
Le ped¨ª entonces que por favor me diera alguna indicaci¨®n de que los ten¨ªa, y cu¨¢ndo. Estuvo de acuerdo. De ah¨ª en adelante, cada vez que est¨¢bamos en pleno ajetreo, de repente, con la boca cerrada y el rostro inexpresivo, me pon¨ªa la mano delante de los ojos y levantaba el dedo ¨ªndice, como quien se?ala el uno. Al poco rato volv¨ªa a ponerme la mano frente a la cara, y dos dedos dec¨ªan que iban dos. No mucho despu¨¦s ¨ªndice, medio y anular me anunciaban que la cuenta iba en tres. De vez en cuando llegaba a se?alar el n¨²mero cuatro, el cinco. Una vez lleg¨® a siete.
Yo no sab¨ªa si creerle o no. La explosi¨®n masculina es tan clara, tan expl¨ªcita. Es una prueba. En cambio tan oscuro aquello que ocurre en las profundidades femeninas. No siempre: recuerdo que Lucrecia se ven¨ªa a chorros, casi como un hombre, pero en general solo los gritos, los movimientos, el sudor, las palpitaciones, el llanto, las palabras, me indicaban que el milagro hab¨ªa ocurrido. En cambio Claudia y sus se?ales mudas no me inspiraban confianza, me dejaban a oscuras. Le dije que no pod¨ªa seguir as¨ª, que yo me iba.
"Si quieres que grite, grito", me dijo. "Bueno", le dije. Y desde entonces lo hace a grito herido. Dos, tres, cuatro veces. Sigo sin estar seguro. Ya no comprendo lo que los gritos significan.
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