El tiempo ha pasado
El caf¨¦ Kurhaus forma parte del famoso casino de Baden-Baden. No busques aqu¨ª vigas de madera ro¨ªdas por las termitas ni peluches de terciopelo desgastado por ilustres posaderas. Se trata de un espacio claro con una fachada sostenida por cristaleras y columnas blancas, cada una adornada con un globo de cristal de aire modernista. El establecimiento tiene un restaurante funcional abierto a la terraza frente al auditorio de m¨²sica donde a veces canta un coro casi angelical o interpreta una orquesta partituras de Mozart mientras en el Kurhaus la gente toma refrescos sutiles o le entra fieramente al codillo.
Detr¨¢s del restaurante hay un piano- bar con fotos de ilustres clientes en las paredes, los inevitables duques de Windsor, los m¨¢s c¨¦lebres artistas de Hollyvood, m¨²sicos, actores de teatro y otros personajes que llegaron aqu¨ª a jugarse las pesta?as. Si Baden-Baden tuviera que elegir a su fantasma predilecto este ser¨ªa, sin duda, Dostoiewski, quien en este casino se arruin¨® varias veces, lo que le permiti¨® escribir la novela El jugador con un sabor de ceniza en la lengua. En el Kurhaus se puede estar antes y despu¨¦s de ser esquilmado por la cobra que da vueltas en la ruleta. Seg¨²n haya ido la suerte uno puede darse un banquete o pedir un agua mineral con bolitas. Ya no se suicida nadie.
Todav¨ªa es un espect¨¢culo sentarse en la terraza a ver pasar el desfile de seres que acuden al casino
El casino de Baden-Baden pasa por ser el m¨¢s lujoso del mundo. La fachada tiene un friso de leones alados que mantienen con las garras copas triunfales. Las c¨²pulas y los artesonados de las salas de juego est¨¢n coronados por todos los dioses, ninfas y h¨¦roes posibles, con toda clase de alegor¨ªas y mitolog¨ªas derramadas por las paredes. El Olimpo entero se vierte boca abajo sobre el tapete de las ruletas. El irracionalismo del cerebro humano es necesario dar sentido a la fortuna. No obstante la ciudad balneario de Baden-Baden est¨¢ hecha para la paz del esp¨ªritu, los bosques domados, las pasteler¨ªas con inmensas tartas de merengue rococ¨®, las espada?as de las iglesias de donde caen dulces campanadas luteranas que marcan las horas, los caminos de flores, los puentecillos de hierro labrado que cabalgan el r¨ªo Oos. En medio de esta serenidad compuso Bramhs su cuarta sinfon¨ªa, y sobre este verde jugoso paseaba Thomas Mann con Katia y su perro Toby. Por delante del Kurhaus pasan reatas de ni?os rubios, de adolescentes doradas lamiendo bolas de helado bajo el mando de una maestra adusta. Ya no se ven las pamelas y sombreros blancos de anta?o. Hoy aqu¨ª har¨ªa el rid¨ªculo cualquier caballero con cuello de porcelana, dama l¨¢nguida con polvos de arroz en el rostro o un joven esnob que trataran de revivir los tiempos evanescentes de entreguerras o la est¨¦tica del nazismo rampante que tuvo tambi¨¦n aqu¨ª una noche de cristales rotos. La gente que discurre frente a la terraza del Kurhaus est¨¢ sobrealimentada, con cuellos de novillo y barriga cultivada y ya no es posible ver la escena de contempl¨¦ hace a?os en este misma terraza. Dos parejas j¨®venes y rubias, ellos con esmoquin blanco y dise?o corporal de Helmut Berger, el personaje de Visconti en la Ca¨ªda de los Dioses, ellas vestidas de gasas color tostado y sombreros de paja con pomos de frutas tomaban bebidas amargas. Cuando se levantaron de la mesa descubr¨ª que los cuatro calzaban zapatillas de baloncesto sucias de barro, casi podridas.
Pese a los tiempos salchicheros que corresponden a la cultura actual todav¨ªa es un buen espect¨¢culo sentarse en la terraza del Kurhaus el s¨¢bado por la noche para presenciar el desfile de seres que acuden al casino. Todav¨ªa puedes descubrir que algunos de estos personajes corresponden todav¨ªa al expresionismo alem¨¢n que anunci¨® la ruptura del imperio austro-h¨²ngaro. Se ven pasar figuras salidas de los cuadros de Otto Dix, de George Grosz, de Max Beckmann, una se?ora de negro , un retaco de cien kilos en canal, con sombrerito y los mofletes pintados de rosa acompa?ada por un caballero alto, extremadamente flaco, de costillas transparentes, con perilla y coleta; dos tipos vestidos con traje ¨¦tnico paquistan¨ª, de blanco impoluto, con solideo trenzado, a los que siguen sus correspondientes guardaespaldas, uno mulato y otro con dise?o kosovar, ambos equipados con un pistol¨®n, semejante a una pata de cordero, pendiente de la axila. A veces tambi¨¦n entran en el casino, entre se?orones encorbatados, parejas de rutilante belleza. Mientras la cabeza de cobra da vueltas en la ruleta, en el piano bar desierto el pianista toca la melod¨ªa de Casablanca, el tiempo pasar¨¢, y frente al piano hay una mujer de media edad, la ¨²nica cliente del local que en este momento oye la canci¨®n con los ojos cerrados, sentada en una butaca. Tiene, tal vez, el s¨ªndrome de Ingrid Bergman. Est¨¢ esperando que de un momento a otro entre Bogart por la puerta del Kurhaus. Pero Bogart no llegar¨¢ nunca a su rescate porque el viejo tiempo, como dice la canci¨®n, en Badem-Badem ya ha pasado.
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