La biblioteca clandestina
Una oquedad desconocida de la historia espa?ola se abre en la penumbra de una sala de la Biblioteca Nacional; una oquedad como de una casa casi del todo a oscuras, una habitaci¨®n clausurada en la que huele a polvo y a esos olores que nos repel¨ªan cuando nos aventur¨¢bamos de ni?os a empujar las puertas de pajares y desvanes en los que se guardaban cosas olvidadas, ba¨²les que no hab¨ªa abierto nadie en mucho tiempo, con ropas y papeles viejos, manchados no se sabe de qu¨¦, mordidos por la carcoma y los ratones, parcialmente podridos por la humedad. Llego desde la claridad excesiva de la ma?ana de verano y los ojos tardan en acostumbrarse a la luz escasa, gradualmente opresiva, como el espacio demasiado estrecho, interrumpido por columnas: casi podr¨ªa oler el papel viejo de los libros, que a veces tiene manchas de humedad en los m¨¢rgenes, el cuero muy gastado de las encuadernaciones, si no fuera por las vitrinas en las que est¨¢n guardados, en las que se exponen con esta iluminaci¨®n tenue, despu¨¦s de haber permanecido ocultos durante siglos, en algunos casos cuatro siglos enteros.
Cu¨¢l ser¨ªa el destino de cada una de las personas que se tomaron tanto trabajo para que los inquisidores no los encontraran
Son libros pero est¨¢n copiados a mano, no impresos. Parecen estar escritos en ¨¢rabe, pero s¨®lo son ¨¢rabes los caracteres, que transcriben los sonidos del espa?ol. Son textos religiosos, tratados de medicina, leyendas fant¨¢sticas, relatos de peregrinaciones, itinerarios de huida para perseguidos, compendios legales, manuales para la interpretaci¨®n de los sue?os. En su mayor parte los escribieron moriscos espa?oles que practicaban en secreto su religi¨®n o que quer¨ªan transmitir sus preceptos y los tesoros de su cultura a correligionarios que hab¨ªan perdido la lengua ¨¢rabe y que en muchos casos ser¨ªan analfabetos: libros copiados clandestinamente de otros libros, le¨ªdos en voz alta delante de un grupo de oyentes que no sab¨ªan leer y que escuchar¨ªan como esos hu¨¦spedes de la venta que en el Quijote escuchan la lectura de una copia manuscrita de El curioso impertinente. Para nosotros el acto de leer est¨¢ asociado a la soledad y a la imprenta; tambi¨¦n a la disponibilidad ilimitada de los libros: pero la primac¨ªa de lo impreso parece que tard¨® mucho tiempo en establecerse, y que durante siglos perduraron culturas orales de las que no han quedado casi rastros, del mismo modo que continu¨® la transmisi¨®n manuscrita de libros que as¨ª pod¨ªan escapar m¨¢s f¨¢cilmente al control del Estado y de los inquisidores. Los moriscos fueron expulsados definitivamente de Espa?a en 1610, pero mucho antes se hab¨ªa prohibido el uso de la lengua ¨¢rabe, hablada o escrita. Un libro pod¨ªa ser un tesoro inapreciable que se multiplicaba al ser copiado y le¨ªdo en voz alta, pero tambi¨¦n pod¨ªa traer consigo la desgracia, la prisi¨®n y el tormento. Un simple papel en el que estaba escrita una frase piadosa proteg¨ªa de la enfermedad y de la mala suerte a quien lo llevara consigo. Los inquisidores registraban a los moriscos sospechosos de apostas¨ªa secreta y les encontraban en el interior de la ropa pedazos de papel o de pergamino que guardaban como escapularios y que peleaban para no dejarse arrebatar. En muchos casos, eran analfabetos: pero esas palabras castellanas escritas en caracteres ¨¢rabes que ellos no sab¨ªan descifrar les serv¨ªan como talismanes, irradiaban su efecto ben¨¦fico sin necesidad de ser le¨ªdas, por el solo hecho de existir.
Un mundo entero de cuya amplitud y riqueza yo no ten¨ªa la menor idea se entreabre en esta sala sombr¨ªa de la Biblioteca Nacional; un idioma de sonoridades a la vez limpias y mestizas, un espa?ol secreto y perdido que fue la lengua de aquellos compatriotas a los que les fue impuesta la expulsi¨®n. Como los jud¨ªos m¨¢s de un siglo antes, los musulmanes espa?oles viv¨ªan como extranjeros en los lugares en los que hab¨ªan nacido y debieron elegir entre la conversi¨®n forzosa y el destierro, y en muchos casos acostumbrarse a una doble vida clandestina en la que no faltaba nunca la sombra siniestra de la Inquisici¨®n. No es, desde luego, un maleficio solo espa?ol, el resultado de una predisposici¨®n gen¨¦tica a la intolerancia, como parece creer desde?osamente Henry Kamen: en la Europa de los siglos XVI y XVII las guerras de religi¨®n y las persecuciones de herejes fueron una epidemia que dej¨® tras de s¨ª grandes monta?as de cad¨¢veres. Pero quiz¨¢s nuestra historia posterior, el cat¨¢logo de exilios que se prolonga desde los liberales y los afrancesados de 1812 a los republicanos de 1939, nos ha hecho m¨¢s sensibles a estos desgarros del pasado lejano. Muchos de nosotros crecimos en un pa¨ªs en el que a¨²n se pod¨ªa tener una sensaci¨®n de secreto y peligro al leer ciertos libros, y en el que la propaganda oficial celebraba con el mismo orgullo y con parecido lenguaje la expulsi¨®n de los jud¨ªos y de los moriscos y la derrota de los rojos. Al llamar Cruzada de Liberaci¨®n a la Guerra Civil nuestros libros de texto la convert¨ªan casi en la ¨²ltima batalla victoriosa de la Reconquista.
Por eso nos conmueve tanto el mon¨®logo del morisco amigo de Sancho en la segunda parte del Quijote: "Doquiera que estamos lloramos por Espa?a, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural". Me acordaba del desolado morisco Ricote en la Biblioteca Nacional, y de esos cartapacios en caracteres ¨¢rabes en los que Cervantes dice haber encontrado la historia de Don Quijote escrita por Cide Hamete Benengeli, culminando la estupenda iron¨ªa de que sea morisco y por lo tanto sospechoso y destinado a la expulsi¨®n el autor de las aventuras de un hidalgo tan cat¨®lico y de un escudero pobre y analfabeto cuyo m¨¢ximo orgullo es su limpieza de sangre, sus "tres dedos de enjundia de cristiano viejo".
Ricote le cuenta a Sancho que ha vuelto a Espa?a para buscar el tesoro que dej¨® escondido antes de marcharse. Casi todos estos libros que ahora permanecen abiertos en la tenue luz as¨¦ptica de las vitrinas vienen de escondrijos a los que sus due?os no regresaron. Los envolv¨ªan reverencialmente en lienzos de lino y les pon¨ªan unas piedras de sal o unas ramas de espliego para que no los da?ara la humedad y los guardaban tan meticulosamente que han tardado siglos en ser descubiertos. Qu¨¦ historia habr¨¢ detr¨¢s de cada uno de ellos; cu¨¢l ser¨ªa el destino de cada una de las personas que se tomaron tanto trabajo para que los inquisidores no los encontraran, o con la esperanza de volver a encontrarlos intactos cuando les fuera posible el regreso. En el pueblo de Ricla, en Zaragoza, apareci¨® uno en 1719, debajo de un tejado; en 1728, en el mismo pueblo, el lugar escogido hab¨ªa sido un pilar hueco en un patio; en Agreda, en 1795, se encontraron unos libros moriscos al derribar una pared, descubriendo en ella una alacena tapiada. El hallazgo m¨¢s cuantioso sucedi¨® en Almonacid de la Sierra, en 1884: en el derribo de una casa antigua se descubri¨® que entre el suelo de obra y el falso suelo de madera de una habitaci¨®n hab¨ªa m¨¢s de ochenta vol¨²menes, intactos despu¨¦s de trescientos a?os, con sus telas de lino y sus piedras de sal. El fuego del que hab¨ªan escapado al final acab¨® con muchos de ellos: los alba?iles los usaron para prender hogueras.
Memoria de los moriscos. Escritos y relatos de una di¨¢spora cultural. Biblioteca Nacional. Madrid. Hasta el 26 de septiembre.antoniomu?ozmolina.es
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