La maldad
El premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa selecciona, en exclusiva para 'El Pa¨ªs Semanal', diecis¨¦is fragmentos de su nuevo libro. 'El sue?o del celta' (Alfaguara) es un conmovedor relato sobre la maldad que estar¨¢ a la venta a partir del 3 de noviembre.
Leopoldo II: farsante redentor
A?os despu¨¦s, en la duermevela visionaria de la fiebre, se ruborizaba pensando en lo ciego que hab¨ªa sido. Ni siquiera se daba bien cuenta, al principio, de la raz¨®n de ser de aquella expedici¨®n encabezada por Stanley y financiada por el rey de los belgas, a quien, por supuesto, entonces consideraba -como Europa, como Occidente, como el mundo- el gran monarca humanitario, empe?ado en acabar con esas lacras que eran la esclavitud y la antropofagia y en liberar a las tribus del paganismo y las servidumbres que las manten¨ªan en estado feral.
Todav¨ªa faltaba un a?o para que las grandes potencias occidentales regalaran a Leopoldo II, en la Conferencia de Berl¨ªn de 1885, ese Estado Independiente del Congo de m¨¢s de dos millones y medio de kil¨®metros cuadrados -ochenta y cinco veces el tama?o de B¨¦lgica-, pero ya el rey de los belgas se hab¨ªa puesto a administrar el territorio que iban a obsequiarle para que ejercitara con los veinte millones de congoleses que se cre¨ªa lo habitaban, sus principios redentores.
"De la dur¨ªsima piel del hipop¨®tamo pod¨ªa fabricarse un l¨¢tigo m¨¢s resistente y da?ino que los de las tripas de equinos y felinos, (...) capaz de producir m¨¢s ardor"
"Todas tienen sirvientitas. Esclavas, en realidad. Trabajando d¨ªa y noche, (...) adem¨¢s de servir para la iniciaci¨®n sexual de los hijos de la familia"
"H¨¢gales entender lo que son leyes y reglamentos a esos animales en dos patas. (...) Es m¨¢s f¨¢cil hacer entender las cosas a una hiena o a una garrapata que a un congol¨¦s"
"Enumeraba los distintos tipos de castigo a los ind¨ªgenas (...): latigazos, encierros en el cepo o potro de tortura, corte de orejas, de narices, de manos y de pies..."
"Sent¨ªa un dolor viv¨ªsimo en el cuerpo y le pareci¨® imposible que un ser humano resistiera horas esa postura y esa presi¨®n en espalda, est¨®mago, pecho, piernas..."
Abalorios y palotes
Porque, en todas las aldeas donde llegaba la expedici¨®n de 1884, despu¨¦s de repartir abalorios y baratijas y luego de las explicaciones consabidas mediante int¨¦rpretes (muchos de los cuales no llegaban a hacerse entender por los nativos), Stanley hac¨ªa firmar a caciques y brujos unos contratos, escritos en franc¨¦s, comprometi¨¦ndose a prestar mano de obra, alojamiento, gu¨ªa y sustento a los funcionarios, personeros y empleados de la AIC en los trabajos que emprendieran para la realizaci¨®n de los fines que la inspiraban. Ellos firmaban con equis, palotes, manchas, dibujitos, sin chistar y sin saber qu¨¦ firmaban ni qu¨¦ era firmar, divertidos con los collares, pulseras y adornos de vidrio pintado que recib¨ªan y los traguitos de aguardiente con que Stanley los invitaba a brindar por el acuerdo.
La plaga humana
La Force Publique se enquist¨®, como un par¨¢sito en un organismo vivo, en la mara?a de aldeas diseminadas en una regi¨®n del tama?o de una Europa que ir¨ªa desde Espa?a hasta las fronteras con Rusia para ser mantenida por esa comunidad africana que no entend¨ªa lo que le ocurr¨ªa, salvo que la invasi¨®n que ca¨ªa sobre ella era una plaga m¨¢s depredadora que los cazadores de esclavos, las langostas, las hormigas rojas y los conjuros que tra¨ªan el sue?o de la muerte. Porque soldados y milicianos de la Fuerza P¨²blica eran codiciosos, brutales e insaciables trat¨¢ndose de comida, bebida, mujeres, animales, pieles, marfil y, en suma, de todo lo que pudiera ser robado, comido, bebido, vendido o fornicado.
El chicote
?Qui¨¦n invent¨® ese delicado, manejable y eficaz instrumento para azuzar, asustar y castigar la indolencia, la torpeza o la estupidez de esos b¨ªpedos color ¨¦bano que nunca acababan de hacer las cosas como los colonos esperaban de ellos, fuera el trabajo en el campo, la entrega de la mandioca (kwango), la carne de ant¨ªlope o de cerdo salvaje y dem¨¢s alimentos asignados a cada aldea o familia, o fueran los impuestos para sufragar las obras p¨²blicas que constru¨ªa el Gobierno? Se dec¨ªa que el inventor hab¨ªa sido un capit¨¢n de la Force Publique llamado monsieur Chicot, un belga de la primera oleada, hombre a todas luces pr¨¢ctico e imaginativo, dotado de un agudo poder de observaci¨®n, pues advirti¨® antes que nadie que de la dur¨ªsima piel del hipop¨®tamo pod¨ªa fabricarse un l¨¢tigo m¨¢s resistente y da?ino que los de las tripas de equinos y felinos, una cuerda sarmentosa capaz de producir m¨¢s ardor, sangre, cicatrices y dolor que cualquier otro azote y, al mismo tiempo, ligero y funcional, pues, engarzado en un peque?o mango de madera, capataces, cuarteleros, guardias, carceleros, jefes de grupo, lo pod¨ªan enrollar en su cintura o colgarlo del hombro, casi sin darse cuenta que lo llevaban encima por lo poco que pesaba. (...)
La excepci¨®n era ese muchacho, casi un ni?o, tumbado en el suelo, con las manos y pies atados a unas estacas, sobre cuyas espaldas el teniente Francqui descargaba su frustraci¨®n a chicotazos. Generalmente, los azotes no los daban los oficiales sino los soldados. Pero el teniente se sent¨ªa sin duda agraviado por la fuga de todo el pueblo y quer¨ªa vengarse. Rojo de ira, sudando a chorros, daba un peque?o bufido a cada chicotazo. No se inmut¨® al ver aparecer a Roger y su grupo. Se limit¨® a responder a su saludo con una inclinaci¨®n de cabeza y sin interrumpir el castigo. El chiquillo deb¨ªa haber perdido el sentido hac¨ªa rato. Su espalda y piernas eran una masa sanguinolenta y Roger recordaba un detalle: cerca del cuerpecillo desnudo desfilaba una columna de hormigas.
Conrad en el Congo
-Ya veo que la selva no ha sido clemente con usted, Conrad. No se alarme. La malaria es as¨ª, tarda en irse aunque hayan desaparecido las fiebres.
Conversaban en una sobremesa, en la terraza de la casita que era hogar y oficina de Roger. No hab¨ªa luna ni estrellas en la noche de Matadi, pero no llov¨ªa y el runr¨²n de los insectos los arrullaba mientras fumaban y daban sorbitos a la copa que ten¨ªan en las manos.
-Lo peor no ha sido la selva, el clima este tan malsano, las fiebres que me tuvieron en una semiinconsciencia cerca de dos semanas -se quej¨® el polaco-. Ni siquiera la espantosa disenter¨ªa que me tuvo cagando sangre cinco d¨ªas seguidos. Lo peor, lo peor, Casement, fue ser testigo de las cosas horribles que ocurren a diario en ese maldito pa¨ªs. Que cometen los demonios negros y los demonios blancos, a donde uno vuelva los ojos. (...)
-Conrad dec¨ªa que, en el Congo, la corrupci¨®n moral del ser humano sal¨ªa a la superficie. La de blancos y negros. A m¨ª, El coraz¨®n de las tinieblas me desvel¨® muchas veces. Yo creo que no describe el Congo, ni la realidad, ni la historia, sino el infierno. El Congo es un pretexto para expresar esa visi¨®n atroz que tienen ciertos cat¨®licos del mal absoluto.
Piernas, nalgas y espaldas
El local estaba atestado. Mientras recorr¨ªan las hamacas, camastros y esteras donde yac¨ªan los pacientes, Roger le pregunt¨® con toda intenci¨®n por qu¨¦ hab¨ªa tantas v¨ªctimas de heridas en las nalgas, piernas y espaldas. Miss Hailes lo mir¨® con indulgencia.
-Son v¨ªctimas de una plaga que se llama chicote, se?or c¨®nsul. Una fiera m¨¢s sanguinaria que el le¨®n y la cobra. ?No hay chicotes en Boma y en Matadi?
-No se aplican con tanta liberalidad como aqu¨ª.
Mutilaciones
-Y, si quiere usted saber por qu¨¦ hay tantos congoleses con vendas en las manos y en sus partes sexuales, tambi¨¦n se lo puedo explicar -a?adi¨® Lily de Hailes, desafiante-. Porque los soldados de la Force Publique les cortaron las manos y los penes o se los aplastaron a machetazos. No se olvide de ponerlo en su informe. Son cosas que no se suelen decir en Europa, cuando se habla del Congo. (...)
-?Permiten las leyes o los reglamentos mutilar a los ind¨ªgenas? -pregunt¨® Roger Casement.
El capit¨¢n Massard solt¨® una risotada y su cara cuadrada, con la risa, se redonde¨® y aparecieron en ella unos hoyuelos c¨®micos.
-Lo proh¨ªben de manera categ¨®rica -afirm¨®, manoteando contra algo en el aire-. H¨¢gales entender lo que son leyes y reglamentos a esos animales en dos patas. ?No los conoce? Si lleva tantos a?os en el Congo, deber¨ªa. Es m¨¢s f¨¢cil hacer entender las cosas a una hiena o a una garrapata que a un congol¨¦s.
El sistema
Todo era simple y claro en el punto de partida. A cada aldea se le hab¨ªan fijado unas obligaciones precisas: entregar unas cuotas semanales o quincenales de alimentos -mandioca, aves de corral, carne de ant¨ªlope, cerdos salvajes, cabras o patos- para alimentar a la guarnici¨®n de la Force Publique y a los peones que abr¨ªan caminos, plantaban los postes de tel¨¦grafo y constru¨ªan embarcaderos y dep¨®sitos. Adem¨¢s, la aldea deb¨ªa entregar determinada cantidad de caucho recolectado en canastas tejidas con lianas vegetales por los mismos ind¨ªgenas. Los castigos por incumplir estas obligaciones variaban. Por entregar menos de las cantidades establecidas de alimentos o de caucho, la pena eran los chicotazos, nunca menos de veinte y a veces hasta cincuenta o cien. Muchos de los castigados se desangraban y mor¨ªan. Los ind¨ªgenas que hu¨ªan -muy pocos- sacrificaban a su familia porque, en ese caso, sus mujeres quedaban como rehenes en las maisons d'otages que la Force Publique ten¨ªa en todas sus guarniciones. All¨ª, las mujeres de pr¨®fugos eran azotadas, condenadas al suplicio del hambre y de la sed, y a veces sometidas a torturas tan retorcidas como hacerles tragar su propio excremento o el de sus guardianes.
Ni?os en venta
Cuando, pocos d¨ªas despu¨¦s de esa ocurrencia, el padre Hutot lleg¨® a Walla se encontr¨® con un espect¨¢culo atroz. Para poder cumplir con las cuotas que adeudaban, las familias de la aldea hab¨ªan vendido a hijos e hijas, y dos de los hombres a sus mujeres, a mercaderes ambulantes que hac¨ªan la trata de esclavos a ocultas de las autoridades. El trapense cre¨ªa que los ni?os y las mujeres vendidas deb¨ªan ser al menos ocho, pero acaso eran m¨¢s. Los ind¨ªgenas estaban aterrorizados. Hab¨ªan enviado a comprar caucho y alimentos para cumplir con la deuda, pero no era seguro que el dinero de la venta alcanzara. (...)
Entonces, los centinelas africanos apostados por la Force Publique en la aldea comenzaron a azotar y a cortar manos y pies. Hubo una efervescencia de c¨®lera y el pueblo, rebel¨¢ndose, dio muerte a un guardia, en tanto que los otros lograban huir. A los pocos d¨ªas, la aldea de Bonginda fue ocupada por una columna de la Force Publique que prendi¨® fuego a todas las casas, mat¨® a buen n¨²mero de pobladores, hombres y mujeres, a algunos quem¨¢ndolos en el interior de sus caba?as, y tray¨¦ndose al resto a la c¨¢rcel de Coquilhatville y a la maison d'otages. (...)
Un d¨ªa V¨ªctor Macedo le dijo, se?alando al chiquillo:
-Veo que le ha tomado cari?o, se?or Casement. ?Por qu¨¦ no se lo lleva? Es hu¨¦rfano. Se lo regalo.
Los civilizadores
Cerr¨® los ojos y vio la inmensa regi¨®n, dividida en estaciones, las principales de las cuales eran La Chorrera y El Encanto, cada una de ellas con su jefe. "O, mejor dicho, su monstruo." Eso y s¨®lo eso pod¨ªan ser gentes como V¨ªctor Macedo y Miguel Loaysa, por ejemplo. Ambos hab¨ªan protagonizado, a mediados de 1903, su haza?a m¨¢s memorable. Cerca de ochocientos ocaimas llegaron a La Chorrera a entregar las canastas con las bolas de caucho recogido en los bosques. Despu¨¦s de pesarlas y almacenarlas, el subadministrador de La Chorrera, Fidel Velarde, se?al¨® a su jefe, V¨ªctor Macedo, que estaba all¨ª con Miguel Loaysa, de El Encanto, a los veinticinco ocaimas apartados del resto porque no hab¨ªan tra¨ªdo la cuota m¨ªnima de jebe -l¨¢tex o caucho- a que estaban obligados. Macedo y Loaysa decidieron dar una buena lecci¨®n a los salvajes. Indicando a sus capataces -los negros de Barbados- que tuvieran a raya al resto de los ocaimas con sus m¨¢useres, ordenaron a los "muchachos" que envolvieran a los veinticinco en costales empapados de petr¨®leo. Entonces, les prendieron fuego. Dando alaridos, convertidos en antorchas humanas, algunos consiguieron apagar las llamas revolc¨¢ndose sobre la tierra pero quedaron con terribles quemaduras. Los que se arrojaron al r¨ªo como b¨®lidos llameantes se ahogaron. Macedo, Loaysa y Velarde remataron a los heridos con sus rev¨®lveres. Cada vez que evocaba aquella escena Roger sent¨ªa v¨¦rtigo.
Armando Normand
Salda?a Roca enumeraba los distintos tipos de castigo a los ind¨ªgenas por las faltas que comet¨ªan: latigazos, encierro en el cepo o potro de tortura, corte de orejas, de narices, de manos y de pies, hasta el asesinato. Ahorcados, abaleados, quemados o ahogados en el r¨ªo. En Matanzas, aseguraba, hab¨ªa m¨¢s restos de ind¨ªgenas que en ninguna de las otras estaciones. No era posible hacer un c¨¢lculo pero los huesos deb¨ªan corresponder a cientos, acaso millares de v¨ªctimas. El responsable de Matanzas era Armando Normand, un joven boliviano-ingl¨¦s, de apenas veintid¨®s o veintitr¨¦s a?os. Aseguraba haber estudiado en Londres. Su crueldad se hab¨ªa convertido en un "mito infernal" entre los huitotos, a los que hab¨ªa diezmado. En Abisinia, la Compa?¨ªa mult¨® al administrador Abelardo Ag¨¹ero, y a su segundo, Augusto Jim¨¦nez, por hacer tiro al blanco con los indios, sabiendo que de este modo sacrificaban de manera irresponsable a brazos ¨²tiles para la empresa. (...)
Al parecer era bajito, delgado y muy feo. Seg¨²n el barbadense Joshua Dyall, de su personita insignificante irradiaba una "fuerza maligna" que hac¨ªa temblar a quien se le acercaba y su mirada, penetrante y glacial, parec¨ªa de v¨ªbora. Dyall aseguraba que no s¨®lo los indios, tambi¨¦n los "muchachos" y hasta los mismos capataces se sent¨ªan inseguros a su lado. Porque en cualquier momento Armando Normand pod¨ªa ordenar o ejecutar ¨¦l mismo una ferocidad escalofriante sin que se le alterara la indiferencia desde?osa hacia todo lo que lo rodeaba. Dyall confes¨® a Roger y a la Comisi¨®n que, en la estaci¨®n de Matanzas, Normand le orden¨® un d¨ªa asesinar a cinco andoques, castigados por no haber cumplido con las cuotas de caucho. Dyall mat¨® a los dos primeros a balazos, pero el jefe orden¨® que, a los dos siguientes, les aplastara primero los test¨ªculos con una piedra de amasar yuca y los rematara a garrotazos. Al ¨²ltimo, hizo que lo estrangulara con sus manos. Durante toda la operaci¨®n estuvo sentado en un tronco de ¨¢rbol, fumando y observando, sin que se alterara la expresi¨®n indolente de su carita rubicunda. (...)
Otro capataz que hab¨ªa servido a ¨®rdenes de Normand, asegur¨® a la Comisi¨®n que m¨¢s miedo que a ¨¦ste los indios andoques le ten¨ªan a su perro, un mast¨ªn al que hab¨ªa adiestrado para que hundiera sus fauces y desgarrara las carnes del indio contra el que lo aventaba. (...)
-El se?or Normand ten¨ªa sus excentricidades -murmur¨®, quit¨¢ndole la vista-. Cuando alguien se portaba mal. Mejor dicho, cuando no se portaba como ¨¦l esperaba. Le ahogaba sus hijos en el r¨ªo, por ejemplo. ?l mismo. Con sus propias manos, quiero decir.
Las correr¨ªas
-Expl¨ªqueme qu¨¦ son las "correr¨ªas" -dijo Casement.
Salir a cazar indios en sus aldeas para que vinieran a recoger caucho en las tierras de la Compa?¨ªa. Los que fuera: huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rez¨ªgaros o boras. Cualquiera de los que hab¨ªa por la regi¨®n. Porque todos, sin excepci¨®n, eran reacios a recoger jebe. Hab¨ªa que obligarlos. Las "correr¨ªas" exig¨ªan largu¨ªsimas expediciones, y, a veces, para nada. Llegaban y las aldeas estaban desiertas. Sus habitantes hab¨ªan huido. Otras veces, no, felizmente. Les ca¨ªan a balazos para asustarlos y para que no se defendieran, pero lo hac¨ªan, con sus cerbatanas y garrotes. Se armaba la pelea. Luego hab¨ªa que arrearlos, atados del pescuezo, a los que estuvieran en condiciones de caminar, hombres y mujeres. Los m¨¢s viejos y los reci¨¦n nacidos eran abandonados para que no atrasaran la marcha. Eponim nunca cometi¨® las crueldades gratuitas de Armando Normand, pese a haber trabajado a sus ¨®rdenes por dos a?os en Matanzas, donde el se?or Normand era administrador.
Matar indios
-?Alguna vez tuvo usted que matar indios en el ejercicio de sus funciones?
Roger vio que los ojos del barbadense lo miraban, se escabull¨ªan y volv¨ªan a mirarlo.
-Formaba parte del trabajo -admiti¨®, encogiendo los hombros-. De los capataces y de los "muchachos", a los que llaman tambi¨¦n "racionales". En el Putumayo corre mucha sangre. La gente termina por acostumbrarse. All¨¢ la vida es matar y morir.
-?Me dir¨ªa cu¨¢nta gente tuvo usted que matar, se?or Thomas?
-Nunca llev¨¦ la cuenta -repuso Eponim con prontitud-. Hac¨ªa el trabajo que ten¨ªa que hacer y procuraba pasar la p¨¢gina. Yo cumpl¨ª. Por eso sostengo que la Compa?¨ªa se port¨® muy mal conmigo.
"C¨®mprese una sirvientita"
Esos asaltos a las aldeas ind¨ªgenas para capturar recolectores. Los asaltantes no s¨®lo se roban a los hombres. Tambi¨¦n a los ni?os y a las ni?as. Para venderlos aqu¨ª. A veces los llevan hasta Manaos, donde, al parecer, obtienen mejor precio. En Iquitos, una familia compra una sirvientita por veinte o treinta soles a lo m¨¢s. Todas tienen una, dos, cinco sirvientitas. Esclavas, en realidad. Trabajando d¨ªa y noche, durmiendo con los animales, recibiendo palizas por cualquier motivo, adem¨¢s, claro, de servir para la iniciaci¨®n sexual de los hijos de la familia. (...)
Perm¨ªtame una impertinencia. Los cuatro sirvientes que usted tiene ?los contrat¨® o los compr¨®?
-Los hered¨¦ -dijo, con sequedad, el c¨®nsul brit¨¢nico-. Formaban parte de la casa, cuando mi antecesor, el c¨®nsul Cazes, parti¨® a Inglaterra. No se puede decir que los contratara porque, aqu¨ª en Iquitos, eso no se estila. Los cuatro son analfabetos y no sabr¨ªan leer ni firmar un contrato. En mi casa duermen, comen, yo los visto y, adem¨¢s, les doy propinas, algo que, le aseguro, no es frecuente en estas tierras. Los cuatro son libres de partir cuando les plazca. Hable con ellos y preg¨²nteles si les gustar¨ªa buscar trabajo en otra parte. Ver¨¢ su reacci¨®n, se?or Casement.
El cepo
A diferencia de La Chorrera, donde lo hab¨ªan escondido en un almac¨¦n, en Occidente el cepo estaba en el centro mismo del descampado alrededor del cual se hallaban las viviendas y dep¨®sitos. Roger pidi¨® a los ayudantes de Fidel Velarde que lo metieran dentro de ese aparato de tortura. Quer¨ªa saber qu¨¦ se sent¨ªa en esa jaula estrecha. Rodr¨ªguez y Acosta dudaron, pero como Juan Tiz¨®n lo autoriz¨®, indicaron a Casement que se encogiera y, empuj¨¢ndolo con sus manos, lo acu?aron dentro del cepo. Fue imposible cerrarle las maderas que sujetaban piernas y brazos, porque ten¨ªa las extremidades demasiado gruesas, de manera que se limitaron a juntarlas. Pero pudieron abrocharle las agarraderas del cuello, que, sin ahogarlo del todo, le imped¨ªan casi respirar. Sent¨ªa un dolor viv¨ªsimo en el cuerpo y le pareci¨® imposible que un ser humano resistiera horas esa postura y esa presi¨®n en espalda, est¨®mago, pecho, piernas, cuello y brazos.
Exterminio
M¨¢s dif¨ªcil le result¨® a Roger hacerse una idea aproximada de cu¨¢ntos ind¨ªgenas hab¨ªa en el Putumayo hacia 1893, cuando se instalaron en la regi¨®n las primeras caucher¨ªas y comenzaron las "correr¨ªas", y cu¨¢ntos quedaban en este a?o de 1910. No hab¨ªa estad¨ªsticas serias, lo que se hab¨ªa escrito al respecto era vago, las cifras difer¨ªan mucho de una a otra. Quien parec¨ªa haber hecho el c¨¢lculo m¨¢s confiable era el infortunado explorador y etn¨®logo franc¨¦s Eug¨¨ne Robuchon (desaparecido de manera misteriosa en la regi¨®n del Putumayo en 1905 cuando cartografiaba todo el dominio de Julio C. Arana), seg¨²n el cual las siete tribus de la zona -huitotos, ocaimas, muinanes, nonuyas, andoques, rez¨ªgaros y boras- deb¨ªan sumar unos cien mil antes de que el caucho atrajera a los "civilizados" al Putumayo.
El decapitador simp¨¢tico
Roger Casement y los dem¨¢s miembros de la Comisi¨®n hab¨ªan recibido varios testimonios sobre el episodio de la vieja bora. Una mujer que, unos meses antes, en Sur, en un ataque de desesperaci¨®n o de locura, comenz¨® de pronto a exhortar a gritos a los boras a que pelearan y no se dejaran humillar m¨¢s ni tratar como esclavos. Su griter¨ªo paraliz¨® de terror a los ind¨ªgenas que la rodeaban. Enfurecido, Carlos Miranda se lanz¨® sobre ella con el machete que arrebat¨® a uno de sus "muchachos" y la decapit¨®. Blandiendo la cabeza de la mujer, que lo iba ba?ando en sangre, explic¨® a los indios que eso les ocurrir¨ªa a todos si no cumpl¨ªan con su trabajo e imitaban a la vieja. El decapitador era un hombre campechano y risue?o, hablador y desenvuelto, que trat¨® de hacerse simp¨¢tico a Roger y sus colegas cont¨¢ndoles chistes y an¨¦cdotas de los personajes extravagantes y pintorescos que hab¨ªa conocido en el Putumayo.
Prohibida la reproducci¨®n total o parcial de este texto. Selecci¨®n de textos: Mario Vargas Llosa y Ver¨®nica Ram¨ªrez Muro. 'El sue?o del celta' (Alfaguara) sale a la venta el 3 de noviembre.
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