Gallinero digital
Va por rachas y ahora se?orea el mundo et¨¦reo de la informaci¨®n. Tertulias por doquier que muestran curiosas novedades. Una de ellas que el n¨²mero de personas de ambos sexos capaces de reunirse en un plat¨® de televisi¨®n o radio, parece infinito. La tertulia tiene sus ra¨ªces en Grecia, Roma y m¨¢s atr¨¢s, si a ello nos ponemos y sol¨ªa ser la reuni¨®n de unos cuantos varones dispuestos a dar su parecer sobre determinados asuntos: Hominum colloquentium coetus, expresi¨®n prefabricada para designar una actividad varonil dedicada a despellejar cualquier asunto concreto dentro de cierta armon¨ªa. Que, en principio, estuvieran excluidas las mujeres solo significa que ellas empleaban el tiempo en asuntos m¨¢s jugosos e importantes.
La tertulia tiene sus ra¨ªces en Grecia, Roma y sol¨ªa ser la reuni¨®n de varones dispuestos a dar su parecer
Que estuvieran excluidas las mujeres significa que ellas empleaban el tiempo en asuntos m¨¢s importantes
Parece cierto que en la crom¨¢tica y repetitiva historia de la humanidad los periodos de paz fueron m¨¢s prolongados que los belicosos, pues hab¨ªa que conceder reposo generacional para reponer varones muertos en las batallas que, si empleamos la lupa espec¨ªfica, resulta que nunca fueron tantos.
Durante largo periodo los grandes se?ores monopolizaron las tertulias, en sus peque?as cortes literarias o cient¨ªficas, donde entretener los espacios entre una batalla y la siguiente. Adem¨¢s, hab¨ªa que echar de comer a tanto fil¨®sofo suelto y sin trabajo que podr¨ªa enredar a la muchedumbre con ideas incorrectas. Aquellas reuniones castellanas o palaciegas salpicaron buena parte de la Edad Media y explotaron en el espect¨¢culo de luz y sonido del Renacimiento, hasta que se universaliz¨® el h¨¢bito de tomarse un caf¨¦ en la sobremesa.
Madrid fue amplio muestrario de la incontinencia verbal, aunque el lapso fue corto, como debe resultar. Finales del XVIII, el XIX y parte del XX constituyeron el apogeo de las tertulias madrile?as que, en el fondo, fueron una manera de disimular la pobreza de los hogares y el pudor para recibir en ¨¦l a los forasteros.
Desde los latosos y did¨¢cticos rollos de Mesonero Romanos hasta los sutiles brochazos de C¨¦sar Gonz¨¢lez Ruano o la inquisidora relaci¨®n de Antonio D. Olano, la tertulia madrile?a ha tenido su representaci¨®n acabada. Alguien me cont¨® una elaborada historia chusca. Mantenido por la generosidad de un pariente, el chico listo del pueblo fue enviado a la capital para curtirse en los h¨¢bitos intelectuales, que coronaran la inicial perversi¨®n de componer poemas para todos los juegos florales del entorno. La ¨²nica condici¨®n, la m¨¢s importante, era tener al rico y paleto mecenas al corriente de la "vida literaria" de la Corte, algo que el desaprensivo estudiante despachaba regularmente con cartas descriptivas de lo que ¨¦l supon¨ªa que era el pensamiento espa?ol contempor¨¢neo. Recog¨ªa retazos de aqu¨ª y all¨¢ dando la impresi¨®n de personaje integrado en los c¨ªrculos pensantes. La verdad es que el jovenzuelo se dedicaba con ah¨ªnco a frecuentar los billares y caf¨¦s cantantes y que las discusiones pol¨ªticas y culturales le tra¨ªan al fresco.
Un d¨ªa el protector anunci¨® su llegada, para conocer, aunque fuera desde lejos aquel emporio cerebral, aquellos patricios de la palabra y el pensamiento. El protegido, una vez instalado en la pensi¨®n su lejano Virgilio no tuvo otro remedio que acompa?arle a una de las tertulias m¨¢s famosas, de las que brillaban en la calle de Alcal¨¢, en el trozo que lleva desde las Cuatro Calles al Banco de Espa?a.
Tomaron asiento en una desocupada mesa pr¨®xima y el pupilo empez¨® a inventarse la historia pol¨ªtica y social de Espa?a. Se?alando discretamente con el dedo le iba comentando al pariente: "Aquel se?or es don P¨ªo Baroja y el que est¨¢ a su lado, Valle-Incl¨¢n. Enfrente, Ortega y Gasset, y a la derecha, Azor¨ªn". Como es de suponer no acertaba una, pues su desconocimiento era enciclop¨¦dico.
-?Y el de los lentes? -exig¨ªa el pueblerino-.
-Don Antonio Machado -contest¨® con aplomo, angustiado porque se le acababa la n¨®mina de sus escasos conocimientos-.
-?Y ese otro, el que queda all¨ª algo apartado?
Reuniendo desesperado las migajas de su ignorancia, balbuce¨®: "Pues ese, ese, se?or, es los Hermanos Quintero".
Hoy repica la algarab¨ªa de las tertulias, a las que se han incorporado las mujeres que, curiosamente, apuntan mejores maneras democr¨¢ticas y suelen ceder, no sin esfuerzo, la palabra al sujeto que impone el vozarr¨®n como complemente de sus opiniones. Creo que la ficci¨®n ha sustituido, por las bravas, a la realidad.
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