Un m¨¦dico rural en Hait¨ª
Como siempre, Kafka ten¨ªa la respuesta. Parece que hubiera divisado con un catalejo el futuro de esa media isla exhausta llamada Hait¨ª, con su interminable reguero de muertos, y que hubiera escrito Un m¨¦dico rural para explicarnos c¨®mo nos sentimos. El protagonista de su relato recibe un aviso urgente en medio de la noche: hay un enfermo grave en un pueblo a 10 millas de distancia. El invierno es helador en un lugar indeterminado, tal vez Europa, y en una ¨¦poca no revelada, quiz¨¢ la nuestra. Su sentido de la responsabilidad moral hacia sus semejantes le mueve a actuar, como a tantos de nosotros. Se apresta a partir, coge su abrigo y su malet¨ªn, sale a toda prisa. Pero su caballo muri¨® la noche anterior y no puede emprender el viaje. Su desaz¨®n aumenta. Se detiene en el patio de su casa "sin sentido alguno, cada vez m¨¢s inm¨®vil, cada vez m¨¢s cubierto por la nieve".
Todos nos sentimos in¨²tiles ante injusticias que nos es dado conocer, pero no reparar
La tragedia ajena lo sacude de improviso, como a nosotros aquel d¨ªa de enero en que encendimos la televisi¨®n y supimos del devastador terremoto en Hait¨ª. Tambi¨¦n sentimos el impulso de actuar. No es f¨¢cil para nuestra imaginaci¨®n representarse m¨¢s de 200.000 muertos, y a¨²n as¨ª ?qui¨¦n no se sinti¨® concernido? ?C¨®mo pasar por alto la sa?a que significan ahora el hurac¨¢n y el c¨®lera? ?C¨®mo no rabiar ante la idea de que los haitianos puedan hundirse en un dolor infinito y agonizar uno a uno en la acera hasta que el pa¨ªs quede convertido en un inmenso sepulcro? ?Qui¨¦n no se ve inm¨®vil frente al televisor, cubierto de paralizantes copos de nieve?
La necesidad de actuar es acuciante; la impotencia, absoluta. En el mundo interconectado de hoy las grandes desgracias ocurren muy cerca, al alcance del mando a distancia. Los medios de comunicaci¨®n nos transportan hasta ellas de forma virtual. Sin embargo, cuando queremos ponernos en marcha, los seres reales sufren lejos de donde alcanzan nuestros peque?os actos de alivio: no tenemos caballo.
Al m¨¦dico kafkiano se le presenta una soluci¨®n. De repente, de entre las sombras del establo emerge un siniestro mozo de cuadras. Se trata de un desconocido, pero trae los ansiados animales. El m¨¦dico parte por fin, aunque apesadumbrado por dejar a su sirvienta sola con ese individuo amenazador. En un segundo recorre la distancia que lo separa de su enfermo. Todo tiene un aire sobrenatural: la aparici¨®n del mozo, los caballos, el viaje instant¨¢neo. Antes de darse cuenta, ha llegado donde quer¨ªa, pero no deja de reconcomerle el pensamiento de su criada en peligro. Para colmo, en cuanto reconoce al paciente, este no se encuentra tan grave como le hab¨ªan dicho, solo algo an¨¦mico. La angustia lo embarga de nuevo. Ha dejado desvalida a Rosa para ir donde no le necesitaban: la emergencia siempre parece estar donde ¨¦l no est¨¢. Le resulta imposible atender todo el sufrimiento.
Del mismo modo, se nos aparecen a nosotros las organizaciones humanitarias que, de manera prodigiosa, como caballos sobrenaturales, se desplazan de inmediato al lugar de la cat¨¢strofe. Multitud de ellas est¨¢n en Hait¨ª desde hace meses. ?Y bien? ?No ha habido entretanto inundaciones en Pakist¨¢n y en China? ?No mueren de sarampi¨®n los ni?os en ?frica? Y si los m¨¢s magn¨¢nimos de entre nosotros hubieran corrido en pos de otra urgencia, ?no deber¨ªan ahora regresar a Hait¨ª ante el brote de c¨®lera? En un mundo sembrado de hambre, enfermedad e injusticia, ?ad¨®nde debemos acudir? El m¨¦dico desespera: "Yo no soy un arreglamundos, solo soy un m¨¦dico del distrito que hace lo que debe hasta el l¨ªmite, casi hasta donde es demasiado. Aunque estoy mal pagado, soy generoso y ayudo a los pobres".
El cuento no termina aqu¨ª. Sumido en la culpa, la frustraci¨®n y el sinsentido, lleva a cabo un segundo reconocimiento del enfermo. Entonces ve una herida en su costado que le hab¨ªa pasado desapercibida, una laceraci¨®n espantosa en la que anidan gusanos manchados de sangre, un desgarro mortal. No puede hacer nada. No hay soluci¨®n. La impotencia le asalta de nuevo. La ciencia tiene sus limitaciones y a ¨¦l le flaquean las fuerzas. Sin embargo, la familia del paciente esperaba la salvaci¨®n y ahora, contrariada, quiere matar al m¨¦dico por no haber obrado el milagro. Confiaban a sus manos de cirujano lo que ya no piden al p¨¢rroco: su superstici¨®n solo ha cambiado de objeto. Su ira se dirige contra ¨¦l como la de los haitianos se desata contra los cascos azules de la ONU, acusados sin fundamento de haber importado el virus del c¨®lera.
El m¨¦dico rural somos nosotros: nulos ante cat¨¢strofes humanas que nos interpelan, inconsecuentes con la responsabilidad moral que sentimos, sabedores de que la naturaleza no se ensa?a con los pobres por casualidad, in¨²tiles ante injusticias que nos es dado conocer, pero no reparar. Como siempre, Kafka tiene una respuesta que plantea nuevas preguntas. Su m¨¦dico se siente "viejo, desnudo, expuesto al fr¨ªo helado de esta ¨¦poca desgraciada". Y el enfermo le arroja a la cara el reproche de millones de haitianos: "Vine al mundo con una hermosa herida. Es todo lo que he recibido".
Irene Lozano es escritora y periodista.
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