La mejor noche
Pap¨¢ Noel era un personaje m¨¢s de la Navidad, como el ni?o Jes¨²s del bel¨¦n, como el mu?eco de nieve, pero no aportaba gran cosa. Hasta hace una d¨¦cada, quienes tra¨ªan los regalos a los ni?os espa?oles eran los Reyes Magos. Luego se libr¨® una especie de guerra de ilusiones, de competencias sobre el verdadero surtidor de emociones como la que esgrimen Coca-Cola y Pepsi en las campa?as publicitarias americanas. Pap¨¢ Noel vs los Reyes Magos. Hoy hasta se podr¨ªa decir que va ganando el gordo.
Cualquier excusa es buena para importar motivos de celebraci¨®n (y de consumo). Aparte de Santa Claus, ya hemos adoptado Halloween. Los ni?os van por las urbanizaciones de la periferia de Madrid pidiendo "truco o trato" como si llevasen toda la vida sobornando a los vecinos vestidos de esqueletos y brujas. Pero ma?ana es Noche de Reyes. La noche que casi todos recordamos como la mejor del a?o, las mejores de nuestra historia.
Ilusi¨®n es el componente que va desapareciendo en la etapa adulta. Andamos demasiado deprisa
Hay varios momentos durante la madurez en los que uno lamenta no ser un ni?o (cuando debes asumir responsabilidades laborales, cuando toda la familia se queda calentita en el coche mientras t¨² bajas a poner gasolina, cuando hiere el amor) pero, sobre todo, se a?ora la infancia el 5 de enero. El entusiasmo del d¨ªa previo a la incursi¨®n real por el balc¨®n, la excitaci¨®n de las horas precediendo al sue?o que nos depositar¨¢ en la ma?ana a?orada es un sentimiento a anhelar ya siempre.
La madurez tambi¨¦n trae regalos: ascensos, conquistas amorosas y/o sexuales, coches nuevos, hijos, conciertos de Springsteen, copas del mundo de f¨²tbol... Pero ya pocos interpretamos esos instantes de euforia como un obsequio. Lo bueno de la existencia pasa a ser una compensaci¨®n por los malos tragos, la riqueza a veces parece solo metal que contraponer a la pesada carga de decepci¨®n al otro lado de la balanza. "?Si no fuera por estos momentos!", exclamamos en un instante de risas entre amigos o reclinados en una tumbona frente al mar. Damos la impresi¨®n de buscar incesantemente recompensas, alivios, justificaciones para no sentirnos desgraciados. Rastreamos la felicidad debajo de las piedras en lugar de esperarla del cielo, como los ni?os.
Por supuesto que todav¨ªa somos capaces de alegrarnos por una gran noticia, por la consecuci¨®n de un logro, de apreciar las brillantes sorpresas. Pero, sin embargo, hemos ido perdiendo la virtud de gozar el instante previo, de degustar la expectativa, de saborear la ilusi¨®n. Ilusi¨®n es el componente que va desapareciendo en la etapa adulta, un polvo dorado abandonado en el rinc¨®n de los a?os. No se trata de conservar una ingenuidad desproporcionada, un aura m¨ªstica y absurdamente m¨¢gica, ni siquiera de albergar un optimismo injustificado, sino de preservar cierta capacidad de emoci¨®n ante la inminencia de acontecimientos positivos.
Andamos con la cabeza agachada. Demasiado deprisa. Nos topamos con casillas favorables en el tablero de la vida, espacios que buscamos con ah¨ªnco pero sin disfrutar del empe?o por alcanzarlos, de ver c¨®mo se agrandan poco a poco en el horizonte. Bastar¨ªa utilizar esas expectativas a modo de balizas, como hacen los ni?os con su cumplea?os, con la partida a un campamento deseado y, por supuesto, con la noche de Reyes.
La abuela de un amigo no quiere que sus nietos la visiten por sorpresa. Prefiere que se le anuncie con antelaci¨®n la llegada de los peque?os, con mucho tiempo si es posible. Porque desea regodearse en la espera. Una llamada intempestiva al timbre le reportar¨ªa una s¨²bita alegr¨ªa pero le arruinar¨ªa toda una semana de burbujas en el ¨¢nimo. A veces parece que hay que ser un ni?o o un anciano para paladear el segundo, el minuto, el d¨ªa antes, el trayecto de la cuchara a la boca, el vuelo lento de unos labios hacia otros labios, el ¨²ltimo parpadeo antes del sue?o hacia el d¨ªa marcado en el calendario.
Pasado ma?ana muchos adultos estar¨¢n al otro lado de la emoci¨®n de sus hijos. Despiertos mientras ellos duermen, en la realidad mientras ellos flotan en la fantas¨ªa. La felicidad de los ni?os, no ya la del segundo de rasgar el envoltorio de los regalos, sino la de hoy ante ese instante que se avecina es un buen viento al que entregarse, ahora es el momento de aprovechar la propulsi¨®n de su entusiasmo. Nosotros somos, en secreto, su ilusi¨®n. Ellos son, si queremos, nuestro polvo de oro.
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