La UE en la encrucijada
A tres a?os largos del desencadenamiento de la crisis financiera global más grave desde la de 1929, y a un a?o de vigencia del Tratado de Lisboa, las turbulencias financieras continúan sin que el Consejo Europeo, la Comisión o el Banco Central logren atajarla. La especulación galopa por delante de las decisiones. Crecen las dificultades para los países, que parecen piezas de caza inermes ante los movimientos especulativos que perciben las medidas adoptadas como un aumento de sus garantías para seguir atacando.
En el último Consejo de diciembre se ha decidido modificar el Tratado, en una minireforma que garantiza la vigencia del fondo de 750.000 millones de euros más allá de 2013, incluso ampliable si fuera necesario. Al mismo tiempo se ha rechazado la propuesta de emitir bonos europeos hasta el 60% de la deuda, en tanto que el Banco Central interviene con timidez en la compra de bonos, a diferencia de la actitud decidida de la Reserva Federal de EE UU.
La especulación financiera galopa por delante de las decisiones
Los ciudadanos se mueven en el desasosiego, cuando no en la frustración
La UE debe avanzar en la federalización de políticas fiscales y económicas
Es una muestra dramática de los problemas de gobernanza de la Unión Europea, atrapada en la contradicción de un avance decisivo en Unión Monetaria, con sus ingredientes de Pacto de Estabilidad, y una carencia insostenible de coordinación de las políticas económicas y fiscales. Así, en un mercado interior sin fronteras, con una moneda única, convivimos con políticas económicas y fiscales divergentes que ni están en condiciones de resistir esta crisis financiera, ni podrán hacerlo con las siguientes, que ya se están incubando.
Los ciudadanos de los distintos países se mueven en el desasosiego, cuando no en la frustración, con actitudes de rechazo a las reformas estructurales imprescindibles que se están proponiendo por los distintos Gobiernos, porque piensan que son la consecuencia de una crisis financiera de la que no se sienten responsables. No entienden que el coste de la crisis lo paguen los que no la provocaron, en tanto siguen campando a sus anchas los que nos llevaron a ella.
La situación es grave, porque las reformas estructurales son necesarias. Lo eran antes de la crisis, como se percibió con claridad cuando se acordó la agenda de Lisboa en el a?o 2000. Pero no se cumplió esa estrategia y la crisis financiera, impactando con más fuerza en la Unión Europea que en el resto del mundo, incluido Estados Unidos, puso de manifiesto esas carencias estructurales de las economías de la mayor parte de Europa. Pero no es menos cierto que las operaciones de rescate de las entidades financieras y las políticas anticíclicas, más las de protección social, aumentaron los desequilibrios que ahora "acusan" los mercados para justificar la especulación y exagerar los riesgos de los países llamados periféricos. Y tampoco lo es, que nada relevante se está haciendo para controlar ese sistema financiero global y a los agentes que siguen operando -y cobrando bonos sustanciosos- como si la crisis no fuera con ellos.
Así, la UE se encuentra en una encrucijada de enorme gravedad para su presente y para su futuro. En una situación de emergencia que dura ya tres a?os y ante la cual tiene que optar:
- O puede seguir como hasta ahora, capeando día a día el temporal que no cesa. Sumida en intereses nacionales contradictorios -a corto plazo-, impulsada por reacciones nacionalistas que alimentan el euroescepticismo. Seguiremos corriendo detrás de los especuladores, con declaraciones más o menos solemnes de que ningún país será abandonado a su suerte, con tímidas medidas de reforma de los tratados para salvar obstáculos particulares. Y con opiniones públicas encrespadas frente a las reformas estructurales que se perciben como impuestas desde "fuera" y como el precio a pagar a los "mercados".
- O puede deshacer el camino recorrido, cediendo ante las presiones de aquellos que desean que se retorne a una simple zona de libre cambio, sin mercado interior, sin unidad monetaria, en la que cada país se apa?e con su propia moneda, devalúe cuando estime que eso le ayuda a salir del atasco, evitando tener que adoptar las reformas estructurales que le permitan competir en la economía global. Aunque sea a costa de perder relevancia, de acelerar su proceso de marginalidad en la nueva realidad mundial. Pagaríamos muy caro el precio de la NO EUROPA, en un retorno ciego a las pulsiones nacionales que algunos alimentan interesadamente. Cuando más necesitamos una Europa Unida y decidida a jugar un papel en la nueva realidad global, cederíamos a los demonios de la historia.
- O puede y, a mi juicio, debe avanzar decididamente en el camino de lo que convencionalmente podríamos llamar "federalización" de las políticas económicas y fiscales, e incrementar el espacio del mercado interior en energía y en todo el campo derivado de las tecnologías de la información. Federalización que se debería completar con la Política Exterior y de Seguridad Común, para la que el Tratado actual, si hay una decidida voluntad del Consejo, le da instrumentos suficientes.
La crisis financiera de 2008 ha sido el detonante que ha provocado los choques asimétricos de los sistemas económicos y fiscales divergentes que convivían bajo una moneda única y un mercado interior sin fronteras.
La decisión de poner en marcha el euro, con el Banco Central estatutariamente orientado al control de la inflación y con el exclusivo respaldo del Pacto de Estabilidad y Crecimiento (límite máximo de 3% de déficit presupuestario y de 60% de deuda pública), se ha mostrado claramente insuficiente. En realidad, la concepción de una Unión Económica y Monetaria, prevista así en el arranque de los tratados, quedó coja al desarrollar solo la Unión Monetaria, sin ningún mecanismo de gobernanza económica y fiscal que pudiera evitar las divergencias económicas entre los distintos países del euro.
Ya en los primeros a?os del euro, países tan importantes en la UE como Alemania o Francia incumplieron los compromisos del Pacto de Estabilidad, aunque sus economías, con bajos niveles de crecimiento, no creaban problemas de divergencia a la zona euro. La paradoja era que los países que ajustaron sus cuentas públicas, con equilibrios presupuestarios o incluso superávits y deudas públicas muy por debajo del límite del 60% del PIB, empezaban a divergir en sus modelos económicos y/o fiscales (como ocurría en Espa?a o en Irlanda).
Las instituciones europeas encargadas de la vigilancia del Pacto de Estabilidad tuvieron que flexibilizar los criterios convenidos para no perjudicar a Alemania o Francia. Al mismo tiempo no tenían competencia alguna para corregir las divergencias de los países que perdían competitividad, con balanzas de pagos y comerciales muy desequilibradas, o reducían su fiscalidad básica afectando a la competencia en el seno de la zona euro.
En esta situación es más que evidente por la experiencia adquirida que la Unión Monetaria, sin Unión Económica y coordinación fiscal, seguirá generando una constante inestabilidad en el espacio público de la UE. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento se ha reducido a la "estabilidad", despreciando la necesidad del crecimiento, y dentro de esa "estabilidad", el Banco Central, por sus Estatutos, solo tiene un criterio dominante: el control de la inflación.
Las urgencias de la crisis y su profundidad han obligado al Banco Central a realizar operaciones más allá de sus objetivos estatutarios, pero siempre con extremada precaución y, por eso, con una operatividad limitada. Podríamos decir que el Pacto de Estabilidad con las correcciones necesarias y el rigor de Banco Central Europeo son condiciones necesarias pero no suficientes para avanzar en la gobernanza de la Eurozona. Y, en mi opinión, de toda la Unión Europea por las exigencias de funcionamiento de un mercado interior sin fronteras.
Por ello, una federalización de la política económica debería completar el proceso de construcción europea. El Consejo debería asumir el liderazgo, incluyendo cambios en los Tratados, aunque haya que prever que algunos países de la Unión no quieran sumarse a este desarrollo sin que por esta razón puedan obstaculizar la voluntad de los que quieran seguirlo.
Se deberían desarrollar tres políticas:
- La regulación y control homogéneos de las instituciones financieras que operan en el espacio de la Unión, con las limitaciones que se estimen necesarias para frenar las operaciones especulativas más peligrosas, incluyendo las operaciones a futuro con mayores exigencias de afianzamiento. Es absurdo mantener reglas diferentes en este espacio común e integrado en el que operan con libertad estas instituciones. El riesgo de que esto no se haga es ya claro: estamos incubando la siguiente crisis financiera y menospreciando la grave situación de la economía productiva. Este nuevo marco regulatorio debería ser pactado a continuación con EE UU y propuesto en el foro del G-20 para que el sistema financiero que opera globalmente empiece a ser gobernable en este mismo nivel.
- Aún hoy es pronto para tener una mínima seguridad de despegue autónomo de la economía real, en Europa y en Estados Unidos. En Estados Unidos han decidido mantener las políticas anticíclicas. En la Unión Europea se imponen las políticas de ajuste. El riesgo de retroceder permanece vivo y aunque haya países que han agotado sus márgenes de maniobra, estando por ello obligados a un ajuste severo, otros no lo están y deben liderar políticas anticíclicas activas. Además, en la Unión Europea se pueden utilizar instrumentos como el Banco Europeo de Inversiones y el Fondo Europeo de Inversiones para alimentar estas políticas anticíclicas con el desarrollo de infraestructuras imprescindibles que generen empleo y eliminen cuellos de botella para aumentar la competitividad de la Unión. Esto vale para la energía, para las nuevas tecnologías, para las autopistas del mar, etc.
- Las políticas económicas y fiscales, federalizadas, deberían ser la base de la acción estratégica del Consejo Europeo. Los diferentes países estarían obligados a cumplir requerimientos de balanza de pagos y de fiscalidad mínima armonizada. Esto explicaría por sí mismo la necesidad de hacer políticas de reformas estructurales profundas, que se necesitan para recuperar una economía altamente competitiva, con dimensión social y sostenible desde el punto de vista medioambiental.
Para los ciudadanos de los países de la Unión, compartir soberanía en estos campos no es un problema inasumible. Lo que es rechazable es verse sometidos a reformas que parecen cuestionar derechos sociales adquiridos a lo largo de décadas, sin soluciones de futuro y como consecuencia inmediata de una crisis financiera que no han provocado y como imposición de unos mercados que parecen gobernar a sus gobiernos.
La UE necesita reformas profundas: por el envejecimiento de su población que afecta a sus sistemas de pensiones y de salud, pero también a su capacidad de competir; por el retraso relativo en el desarrollo de su capital humano y del I+D+I; por la rigidez y el corporativismo de su sistema de relaciones industriales; por su dependencia energética y su compromiso con el medioambiente. Pero esas reformas no serán posibles si no está claro que se pretende preservar su modelo de cohesión social y que existe la voluntad como Unión de gobernar los mercados financieros y hacer cumplir reglas de comportamiento que atiendan a la economía real.
En cuanto a la política exterior y de seguridad común, como antes he dicho, es un desafío para el que los Tratados dan margen si hay voluntad del Consejo para desarrollarlos.
La contradicción que vivimos es que mientras los ciudadanos creen en la eficacia de hablar con una sola voz en las distintas instancias y foros internacionales, en porcentajes que llegan casi al 80%, los responsables políticos argumentan al contrario: que sus opiniones públicas no estarían dispuestas a ceder estas parcelas de soberanía nacional.
Entretanto, la situación de los países de la Unión, incluidas las antiguas potencias, sufren de una pérdida progresiva de relevancia que no se ve compensada por el peso exterior que tendría una Política Exterior y de Seguridad Común. Es decir, que la Unión Europea, aunque pueda ser un gigante comercial y recuperara posiciones como potencia económico tecnológica, seguiría siendo un enano político frente a los nuevos poderes emergentes en el mundo de la globalización.
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