La suerte de Winnie y Willie
A?o nuevo, achaques nuevos. Poco importan: Winnie, la humanidad optimista, se acostumbra pronto a ir perdiendo facultades y sigue adelante como si tal cosa. Todo la anima y la distrae. Willie, su hombre, est¨¢ m¨¢s estropeado. Suele ocurrir. Samuel Beckett pone a la mujer en primer plano y arriba, semienterrada en un soleado mont¨®n de arena (en este montaje, en un bloque de hormig¨®n inclinado hacia el p¨²blico), con Willie detr¨¢s, abajo, sombra de su sombra. Mientras comprueba en el espejo de mano que no est¨¢ m¨¢s fea que ayer, ¨¦l dormita o lee el peri¨®dico. Pasa el tiempo y nada pasa: pasa la vida.
"Los d¨ªas felices es un s¨ªmbolo", dice Peter Brook, sin explicar de qu¨¦: de la fuerza del instinto de supervivencia, del avance imperceptible del deterioro f¨ªsico, de la fe en la benignidad de un futuro incierto... En el segundo acto, Winnie, con la arena (o el hormig¨®n) al cuello, rebosa un optimismo m¨¢s injustificado a¨²n. Ya no le pega de plano ese hiriente sol rojo de antes, sino una luz m¨®rbida violeta.
El estupendo trabajo gestual de Ordaz no sostiene un texto tan dif¨ªcil
Interpretada por Isabel Ordaz, Winnie, ¨²ltimo animal en la tierra, se mueve sincopada y retr¨¢ctil como caracol en su concha de hormig¨®n desmesurada. Salva Bolta, el director, le ha marcado que pliegue sus manos, las apoye en los nudillos sobre la losa y las mueva a izquierda y derecha de manera que parezcan garras de ave indefensa y ella misma una cacat¨²a en trance de deslizarse sobre el palo de su jaula: "?Si pudiera seguir cotorreando!", le dice Winnie a su esposo (Julio V¨¦lez).
El escen¨®grafo Ricardo S¨¢nchez Cuerda y Felipe Ramos, iluminador, crean una potente imagen inicial, diversificada luego en variaciones crom¨¢ticas, para que el espect¨¢culo entre por los ojos: sobre la enorme losa roja, contra un fondo ¨¢ureo, el sombrero violeta de Winnie, su vestido palabra de honor gris o verde pistacho y el bolso granate, cambiantes seg¨²n la luz, evocan vagamente la paleta de colores de Robert Wilson.
Ordaz, gran actriz, hace un alarde de m¨ªmesis: su estupendo trabajo gestual, tan minucioso como la extensa partitura de didascalias que Beckett intercala en su mon¨®logo infatigable, cautiva de entrada, envuelto en el inmenso papel de regalo de la puesta en escena de Salva Bolta y colaboradores. Toda esa pirotecnia expresiva no basta para sostener hasta el final un texto tan dif¨ªcil. La suerte de esta Winnie deshumanizada, que habla con voz aguda impostada, estirando las vocales artificialmente, nos resulta un tanto ajena. Nos divierte por un rato cuando debiera conmovernos, despierta nuestra curiosidad cuando debiera de sernos aterradoramente familiar. El director ha orquestado un trabajo interpretativo impecable formalmente, desprovisto de hondura: ganar¨ªa de estar la actriz m¨¢s cerca del p¨²blico, como en el fascinante montaje de Giorgio Strehler. Cuando las puestas en escena de un t¨ªtulo se multiplican, las comparaciones son inevitables. Con las obras in¨¦ditas, en cambio, siempre nos queda el placer del descubrimiento.
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