Los presentes lejanos
A la luz de una vela Charlotte Bront? escribe con una letra min¨²scula en una hoja no mayor que la palma de una mano, una noche de tormenta, y para aprovechar m¨¢s el papel la letra se va haciendo m¨¢s diminuta todav¨ªa a medida que escribe y llena hasta el filo mismo de la hoja. Es noche cerrada, aunque s¨®lo son las siete. Quiz¨¢s ve su reflejo en el cristal de la ventana que sacude el viento. Es febrero de 1836, Bront? tiene 19 a?os y ha empezado a trabajar como maestra en un colegio que es un caser¨®n helado en medio de un p¨¢ramo. Est¨¢ agotada despu¨¦s de una jornada de trabajo de doce horas, entre gente ajena y hostil, que le despierta una a?oranza infinita de su casa familiar y de sus padres y hermanos. Los rasgos de la escritura son veloces y quebrados: casi podr¨ªamos escuchar el roce continuo y entrecortado de la punta de la pluma, que moja de vez en cuando en el tintero. El acto de escribir le parece "un refugio que nadie conoce en esta casa salvo yo misma". El cuarto, la luz de la vela, la soledad, la escritura, le hacen sentirse en un arca que flota sobre las aguas de un mundo tan ajeno a ella como si lo hubiera anegado un diluvio universal.
Los presentes son simult¨¢neos; el instinto de dejar constancia de una cat¨¢strofe que est¨¢ sucediendo ahora mismo se prolonga id¨¦ntico
Pero no s¨®lo escribe por las noches, cuando se encuentra a solas en su cuarto, antes de acostarse. En un aula helada, a primera hora de la ma?ana, con toda la pesadumbre del comienzo del d¨ªa gris y de la jornada que le queda por delante, abre un libro de texto y toma un l¨¢piz y quiz¨¢s mientras los estudiantes hacen alg¨²n ejercicio ella escribe con el l¨¢piz en el reverso de una p¨¢gina en blanco, la letra m¨¢s peque?a todav¨ªa, casi como de un mensaje cifrado, y cuenta que no hay fuego en el aula y que est¨¢ muerta de fr¨ªo: ese momento me llega intacto como una sensaci¨®n f¨ªsica cuando miro el viejo libro escolar con tapas de cart¨®n muy gastadas en una vitrina de la Morgan Library y reconozco esa letra, y en ella esa voz tan precozmente llena de literatura y de ambici¨®n de vivir. En el interior de las vitrinas, en esta ma?ana en la que hace en la calle un fr¨ªo como el que debi¨® de sentir Charlotte Bront?, en las vitrinas de la Morgan Library hay cuadernos abiertos, p¨¢ginas manuscritas, l¨ªneas de tinta o de l¨¢piz desva¨ªdas por el paso de siglos: pero hay sobre todo momentos en el tiempo, fechas exactas reci¨¦n escritas al comienzo de p¨¢ginas todav¨ªa en blanco, incisiones de vidas igual de visibles que una pisada en la superficie de la Luna. El 16 de febrero de 1843 Henry David Thoreau acompa?¨® la anotaci¨®n en su diario con el dibujo de una hoja de ¨¢rbol apresada en el hielo y el de la pluma de un p¨¢jaro. El 5 de agosto de 1842 Nathaniel Hawthorne, que llevaba casado muy poco tiempo, apunt¨® que no paraba de llover y que en aquella casa en la que viv¨ªa con su esposa ten¨ªa la sensaci¨®n de ser un Ad¨¢n que habitara en el Para¨ªso sin sospechar que alguna vez ser¨ªa expulsado.
Lo digo en pasado, pero deber¨ªa hacerlo en presente. El presente es el tiempo ¨²nico en el que se conjuga el acto de escribir un diario. Un d¨ªa de 1666 Samuel Pepys anota que lo han despertado a las tres de la madrugada y que al asomarse a la ventana ha visto un gran incendio extendi¨¦ndose por las calles de Londres. El 8 de octubre de 1822, Elizabeth Eastman Morgan, un ama de casa de Nueva Inglaterra que llev¨® durante diecis¨¦is a?os el registro de sus tareas dom¨¦sticas, de los frutos de las estaciones, las fiestas y los peque?os acontecimientos de su comunidad, hace inventario de sus modestas posesiones materiales, entre ellas "un abanico verde, un abanico negro, un camis¨®n, un par de guantes de seda, una biblia, unas tijeras, un dedal de plata, un diccionario, un libro de salmos". Un d¨ªa de 1812 el cirujano personal de Napole¨®n apunta con escritura r¨¢pida y temblorosa la escena terrible a la que acaba de asistir cuando una masa de soldados franceses envueltos en harapos, muertos de hambre y de fr¨ªo, acompa?ados por mujeres y ni?os, intenta pasar un puente huyendo de la caballer¨ªa cosaca. Caen al agua turbulenta y muy fr¨ªa, muchos de ellos se ahogan, los que no se han decidido a cruzar son degollados por los sables de los cosacos. Su cuaderno est¨¢ envuelto en un forro de cuero rojo, atado con cintas: lo llevar¨ªa en un bolsillo interior del uniforme, cerca del coraz¨®n agitado por latidos violentos, protegido de la humedad, como un mensaje urgente y secreto para entregar al porvenir.
Los presentes son simult¨¢neos; el instinto de dejar constancia de una cat¨¢strofe que est¨¢ sucediendo ahora mismo se prolonga id¨¦ntico: cerca del cuaderno del cirujano de Napole¨®n est¨¢ el de un teniente de la polic¨ªa de Nueva York escrito en las horas y d¨ªas siguientes al 11 de septiembre de 2001. Las p¨¢ginas tienen un membrete de formularios oficiales: los rasgos de la escritura a bol¨ªgrafo se inclinan en el empe?o de contarlo r¨¢pidamente todo. El material inmediato es lo que acaba de ocurrir o lo que ahora mismo est¨¢ ante los ojos. Un d¨ªa de 1973, en Memphis, en una habitaci¨®n de hotel, durante su gira con The Band, Bob Dylan dibuja en un cuaderno de anillas: la mesa, la ventana, la calle con tr¨¢fico y coches aparcados, los edificios, una vista cualquiera en un d¨ªa cualquiera que de pronto es memorable, porque a pesar de su apariencia de monoton¨ªa s¨®lo existe una vez. El 30 de julio de 1863, Walt Whitman anota con una caligraf¨ªa de grandes vuelos gestuales su visita a un hospital de soldados heridos en Washington. En un cuaderno que tiene m¨¢s de libro de contabilidad que de diario Edward Gibbon, que lleva a?os dedicado a la tarea interminable de escribir su historia de la decadencia y ca¨ªda del Imperio Romano, apunta el importe de los libros, el papel, la tinta que ha comprado, as¨ª como la peque?a deuda que le ha devuelto al cocinero de un amigo suyo. El 18 de agosto de 1841, Fanny Grenfell, separada a la fuerza por su familia del hombre del que est¨¢ enamorada -¨¦l es cat¨®lico y pobre-, escribe en secreto una entrada de su diario, que tiene la forma de una carta dirigida a ¨¦l: ha so?ado que recib¨ªa una carta suya, y que al abrirla reconoc¨ªa su propia letra, la carta escrita por ella misma. El 31 de mayo de 1938 John Steinbeck consigna que acaba de empezar Las uvas de la ira.
Acabo estremecido y mareado de tantos presentes. En la tienda de regalos me compro un cuaderno de tapas negras y hermosas hojas en blanco. La acera llena de sol y de nieve, la calma del domingo en Madison Avenue, el taxista haitiano que conduce escuchando un noticiario en franc¨¦s, son parte de un relato posible que quiz¨¢s valdr¨ªa la pena escribir, la cr¨®nica nunca banal de un solo d¨ªa.
The Diary: Three Centuries of Private Lives. The Morgan Library Museum. Nueva York. Hasta el 22 de mayo. www.themorgan.org. antoniomu?ozmolina.es
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