T¨² ver¨¢s lo que haces
Sentada en el sal¨®n de actos del Ateneo, en la presentaci¨®n de Poemas y prosas de juventud, de Paul Celan, publicado por Trotta, escucho a su traductor, Jos¨¦ Luis Reina Palaz¨®n, contar las vicisitudes hist¨®ricas del poeta, que perdi¨® a sus padres en el holocausto nazi, y recuerdo al editor Jaime Salinas, que fue voluntario civil en el cuerpo de ambulancias del American Field Service en los ¨²ltimos a?os de la Segunda Guerra Mundial. Fantaseo con las probabilidades del destino: ?se cruzaron alguna vez Paul Celan y Jaime Salinas?, ?estaba cerca Jaime Salinas cuando Paul Celan fue liberado del campo de trabajo en Moldavia, donde lo hab¨ªan recluido las bestias arias?, ?acaso llegaron a rozarse, el hijo del poeta y el poeta, si Jaime Salinas ayud¨® a subir a la ambulancia a alguien que se sosten¨ªa apenas porque apoyaba sus huesos en los de Paul Celan? Era 1944 para ambos e intento imaginar a ese Salinas, el joven, que hab¨ªa vivido en Boston el exilio familiar al que oblig¨® la Guerra Civil y que poco despu¨¦s regresar¨ªa a Espa?a para revolucionar, cosmopolita, el mundo editorial espa?ol. Entonces me distraigo pensando en lo que opinar¨ªa ahora Jaime Salinas sobre el e-book y sobre el futuro de los libros en papel, ¨¦l, que public¨® tantos t¨ªtulos imprescindibles, fundacionales, t¨ªtulos que nos formaron, y que dio adem¨¢s a esos libros, algunos de los cuales fueron nuestros mejores amigos de adolescencia y juventud, una fisonom¨ªa moderna y elegante, como ¨¦l. Pienso en los libros de bolsillo de Alianza, con aquellas portadas que est¨¢n tatuadas en nuestra retina; pienso en los libros azules y grises de Alfaguara, por los que llegu¨¦ a sentir un amor f¨ªsico (me gustaba mirarlos, tocarlos, olerlos), y me entran unas ganas tremendas de escuchar a Jaime Salinas otra vez.
Cuando alguien muere, asaltan esas preguntas que le har¨ªas y que se quedan sin contestaci¨®n
Porque para eso no hay remedio: cuando alguien muere, y m¨¢s si es alguien a quien hace tiempo que no ves, asaltan esa serie de preguntas que le har¨ªas y que se quedan para siempre sin contestaci¨®n, esas consultas cuya respuesta ser¨¢ una inc¨®gnita infinita, las palabras eternamente varadas en ese limbo de las charlas, los di¨¢logos, las llamadas que no se llegaron a hacer. Hace unos d¨ªas muri¨® Jaime Salinas y record¨¦ que en la ¨²ltima conversaci¨®n que mantuvimos, hace unos pocos a?os, me rega?¨® por no llamarle m¨¢s a menudo, por no ir a visitarle. Era un se?or mayor y yo le admiraba mucho, as¨ª que me gustaba que me ri?era as¨ª, sent¨ªa una complacencia que imagino similar a la que los expertos atribuyen a los ni?os cuando son amonestados por sus padres, pues de ese modo les confirman su inter¨¦s. Pero es que adem¨¢s Jaime Salinas ten¨ªa estilo hasta para rega?ar. El escritor Juan Cruz, tambi¨¦n editor, cont¨® el otro d¨ªa en su blog ("Mira que te lo tengo dicho") que Jaime Salinas dec¨ªa siempre esta frase: "T¨² ver¨¢s lo que haces". Se la o¨ª muchas veces. La pronunciaba en un tono y adoptando una actitud que despojaba a la advertencia de cualquier atisbo de amenaza. Sol¨ªa decirla al despedirte, espigado y muy alto, en la puerta de su ¨¢tico, y en ese "T¨² ver¨¢s lo que haces" hab¨ªa una complicidad generosa, que casaba con su media sonrisa anglosajona. "T¨² ver¨¢s lo que haces", le oigo decir ahora, y me arrepiento de no haberle llamado, de no haber ido a visitarle al ¨¢tico de la calle de Don Pedro donde pasamos tantas horas.
Iba con Juan Cruz a casa de Jaime Salinas para ayudarle en un libro de conversaciones. Era la misma casa donde hab¨ªa vivido el padre, el gran Pedro Salinas, y trabaj¨¢bamos en la cocina, que se abr¨ªa a los tejados de La Latina. Ellos hablaban y yo aprend¨ªa. Contaban la historia de los libros que me hab¨ªan hecho ser qui¨¦n era. Mencionaban los nombres propios de quienes hab¨ªan materializado mis sue?os de lectura: Carlos Barral, Camilo Jos¨¦ Cela (y aquellos legendarios Einaudi o Feltrinelli). Aprend¨ª, incluso, de aquella cocina de aire n¨®rdico, di¨¢fana, abierta al sal¨®n, como si no s¨®lo a trav¨¦s de los libros ayudara Jaime Salinas a superar un paisaje literario e intelectual que a su regreso del exilio se asemejaba m¨¢s a las cocinas angostas, grasientas y oscuras del Madrid castizo en el que nos encontr¨¢bamos. Me encantaba pasar las horas en aquel ¨¢tico, que era como un claroscuro: inundado de una luz que se tamizaba con la voz de hombre a¨²n l¨²cido pero ya mayor de Jaime Salinas, con fotos que para ¨¦l eran las de un padre y para m¨ª las de un mito, con libros, revistas y objetos del pasado que daban fe de la vida ilustrada que nos iba contando, la que aqu¨ª apenas hab¨ªa podido ser. La voz de un hombre exquisito y c¨¢lido, cari?oso y elegante, a quien el amor llev¨® hasta Islandia. El hombre que hab¨ªa sacado a los traductores del armario de las p¨¢ginas interiores de los libros para darles en cubierta el reconocimiento que merecen: el que hizo posible que ley¨¦ramos a los autores de otras lenguas. Evoco esa luz en el Ateneo, mientras Reina Palaz¨®n habla de Celan. Para mis adentros, dedico a Jaime Salinas uno de sus poemas (de los dos): "Ante tu rostro tard¨ªo, / solo / de caminar entre / noches que a m¨ª tambi¨¦n me transfiguran, / vino a detenerse algo / que ya estuvo una vez entre nosotros, in- / tacto de pensamientos". Y ¨¦l responde: "T¨² ver¨¢s lo que haces".
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