Una jornada particular
El consejero delegado del grupo Prisa y primer director de EL PA?S cuenta c¨®mo se vivi¨® el 23-F en este peri¨®dico y c¨®mo decidi¨® sacar una edici¨®n especial a favor de la Constituci¨®n en pleno golpe de Estado
A las seis y veinte de la tarde del 23 de febrero de 1981 baj¨¦ el volumen de la radio de mi escritorio al tiempo que el secretario del Congreso ped¨ªa a viva voz el voto de los parlamentarios para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Me dispuse a recibir a Antonio Ramos, que aguardaba desde hac¨ªa un cuarto de hora para verme y a quien quer¨ªa entrevistar antes de contratarle como redactor de EL PA?S en Andaluc¨ªa. Apenas se aposent¨® frente a mi mesa, Augusto Delk¨¢der, subdirector del peri¨®dico, me llam¨® por el telefonillo interior. Parec¨ªa alarmado.
-?Est¨¢s siguiendo el pleno del Congreso?
-He bajado el volumen, no me interesan las votaciones.
-?Sube la radio, sube la radio cuanto antes! -me espet¨®.
Gir¨¦ el bot¨®n y escuch¨¦ algunos golpes, voces pocos distinguibles, confusi¨®n, y a un locutor que murmuraba aturdido: entra gente armada en el sal¨®n de plenos, es la Guardia Civil, no sabemos qu¨¦ sucede.
-Perdona, Antonio -dije a mi visitante- ?no te importa esperar un poco m¨¢s ah¨ª fuera, hasta que se aclare esto? Nos vemos enseguida.
Y llam¨¦ a Augusto para que viniera cuanto antes a mi despacho.
En la radio segu¨ªa escuch¨¢ndose ruido a soldadesca. El locutor se preguntaba si los guardias hab¨ªan entrado persiguiendo a un comando etarra, pero enseguida o¨ªmos un estertor, ?quieto todo el mundo!, y supimos que quien se dirig¨ªa a los diputados, pistola en mano desde la tribuna, era el teniente coronel Tejero. Entonces ya no hubo duda. Se estaba produciendo un golpe de Estado.
Aquel d¨ªa pens¨¦ que no hab¨ªamos hecho sino lo que nos correspond¨ªa: contar las noticias y emitir libremente una opini¨®n
?Nos pill¨® de sorpresa? En absoluto. Desde luego no esper¨¢bamos una escena tan histri¨®nica como aquella, pero la posibilidad de una intervenci¨®n del ej¨¦rcito contra el r¨¦gimen democr¨¢tico se rumoreaba desde hac¨ªa meses y era comentario habitual en los cen¨¢culos pol¨ªticos. La reciente dimisi¨®n del presidente Su¨¢rez hab¨ªa alimentado esos rumores en medio de un espeso ambiente erosionado por la divisi¨®n interna del partido en el poder, y eran frecuentes y sonoras las demandas de un "gobierno fuerte" por parte de los sectores m¨¢s reaccionarios de la opini¨®n p¨²blica, aunque tambi¨¦n las expresaban los l¨ªderes de la oposici¨®n.
Record¨¦ que menos de un a?o antes, en un congreso celebrado en la Universidad de Vanderbilt, en los Estados Unidos, me hab¨ªa enzarzado en una discusi¨®n con el venerado hispanista Raymond Carr, escandalizado porque suger¨ª que el deterioro pol¨ªtico era tal en la Espa?a de entonces, esa que apellidaban "del desencanto", que no pod¨ªamos descartar una intervenci¨®n militar. La posibilidad de la misma se ven¨ªa barajando desde el descubrimiento, a finales de 1978, de la operaci¨®n Galaxia, en la que el propio Tejero hab¨ªa colaborado activamente y que en cierta medida resultaba un pr¨®logo de lo que comenz¨¢bamos a vivir ahora. La debilidad del Gobierno a la hora de reprimir aquella primera intentona degener¨® en una acumulaci¨®n de incidentes sediciosos protagonizados por el generalato de origen franquista. Todo ello era fiel reflejo de un estado de cosas brillantemente definido por Winston Churchill durante la Segunda Guerra mundial, cuando le preguntaron cu¨¢l era la situaci¨®n. "Toda Europa -contest¨®- est¨¢ ocupada por el ej¨¦rcito alem¨¢n, salvo Espa?a, que se encuentra ocupada por su propio ej¨¦rcito". O sea que no era preciso tener ning¨²n tipo de informaci¨®n privilegiada para saber que, cinco a?os despu¨¦s de la muerte del dictador, los uniformados constitu¨ªan todav¨ªa el primer obst¨¢culo y la amenaza m¨¢s identificable contra la reci¨¦n estrenada democracia y que el papel fundamental reservado al rey Juan Carlos durante la Transici¨®n no hab¨ªa sido el de motor del cambio, como lo defini¨® Jos¨¦ Mar¨ªa de Areilza, sino el de freno de las veleidades de los milicos. Ahora acababan de entrar en el Parlamento, como Pav¨ªa, dispuestos a disolverlo aunque fuera a tiro limpio.
No cab¨ªamos en nuestro asombro al ver que los sublevados se iban tan tranquilos a casa o a sus cuarteles
Algunas de estas reflexiones se embarullaban en mi cerebro mientras mi despacho, acosado de visitantes de urgencia, comenzaba a parecerse al camarote de los hermanos Marx. La plana mayor de la redacci¨®n y del Consejo de Administraci¨®n del diario se congreg¨® all¨ª, discutiendo confusamente sobre los acontecimientos cuando todav¨ªa faltaba informaci¨®n. Radio Nacional y la cadena SER dejaron enseguida de transmitir desde el Congreso, lo mismo que TVE, pero el descuido de los rebeldes permiti¨® que una de las c¨¢maras siguiera grabando para la Historia lo que suced¨ªa all¨ª dentro. Yo me encontraba entonces bajo protecci¨®n policial por amenazas terroristas, y mi escolta fue convocado, como el resto de los que hac¨ªan ese tipo de servicio, a las dependencias del Ministerio del Interior. "Me quedo aqu¨ª, contigo, por si hacen falta pistolas", me dijo, al tiempo que recomendaba que cerrara los accesos al peri¨®dico. De todas maneras todav¨ªa algunos dudaban de que aquello fuera un golpe de Estado en toda regla y se apuntaban a la teor¨ªa de que se trataba solo de una nueva payasada macabra de Tejero, caricatura viviente de la peor imagen de la Guardia Civil caminera. Como todo el Gobierno se encontraba secuestrado en el hemiciclo, se me ocurri¨® telefonear al Secretario de la Casa del Rey, el general Fern¨¢ndez Campo, que me inform¨® de que estaban siguiendo la situaci¨®n pero todav¨ªa no ten¨ªan un an¨¢lisis preciso. Poco antes de las siete de la tarde una llamada de Ana Cristina Navarro, redactora de Televisi¨®n Espa?ola, me alert¨® de que las tropas hab¨ªan entrado en las instalaciones de Prado del Rey, e irrumpido violentamente en el despacho del director. Ped¨ª que me pusieran con ¨¦l y Fernando Castedo me contest¨® en tono tranquilo, no exento de iron¨ªa: te hablo en presencia del capit¨¢n Nosequi¨¦n, que est¨¢ al mando de los ocupantes del edificio, no puedo comentarte nada. Casi al mismo tiempo Delk¨¢der me entreg¨® los cables que daban cuenta de la proclamaci¨®n del estado de excepci¨®n por el general Milans del Bosch en Valencia, y ya no cupieron m¨¢s vacilaciones: el golpe era algo organizado y afectaba a otras regiones militares aparte de la de Madrid. Jes¨²s Polanco se puso en contacto con el capit¨¢n general de Burgos, pariente lejano suyo, quien le coment¨® que la mayor¨ªa de sus colegas -por no decir todos- apoyaban la conspiraci¨®n, aunque al parecer (yo no asist¨ª al di¨¢logo, que se desarroll¨® desde mi secretar¨ªa) ¨¦l aseguraba no estar implicado. Ese fue el momento en el que comuniqu¨¦ a los reunidos en mi despacho que en mi opini¨®n deb¨ªamos sacar una edici¨®n especial de inmediato, de acuerdo con lo acostumbrado por EL PA?S cuando suced¨ªa una noticia de extraordinario inter¨¦s. ?Una edici¨®n para qu¨¦?, me preguntaron. Para lo que un peri¨®dico como el nuestro tiene que hacer: contar lo que pasa y emitir una opini¨®n al respecto. El debate se convirti¨® en discusi¨®n y luego en caos. Jos¨¦ Ortega y Jes¨²s Polanco no estaban seguros de que aquella fuera una buena decisi¨®n. Javier Baviano, gerente del diario, puso de relieve que no habr¨ªa furgonetas para distribuirla y que los quioscos hab¨ªan cerrado ya que las gentes, atemorizadas, se hab¨ªan recluido en sus casas. Adem¨¢s, aunque muchos redactores se encontraban para esa hora en el peri¨®dico, la mayor¨ªa de los operarios de talleres hab¨ªa terminado su turno y no pod¨ªamos contar con ellos. Carlos Montejo, representante del Comit¨¦ de Empresa, se apresur¨® a decir que ¨¦l convocar¨ªa a los que fueran necesarios y que si se precisaban voceadores los sindicalistas vender¨ªan la edici¨®n en las calles. Alguien coment¨® que eso era muy peligroso, que pod¨ªan agredirlos los fachas. Delk¨¢der y Mart¨ªn Prieto, mis dos subdirectores, me urg¨ªan a tomar una decisi¨®n, la ¨²nica posible seg¨²n ellos: sacar el diario cuanto antes. El consenso parec¨ªa imposible y el guirigay de alteradas voces, incontrolable, o sea que al fin di un manotazo sobre la mesa de cristal de mi despacho y dije: aunque sea lo ¨²ltimo que haga como director, vamos a sacar esta edici¨®n. A partir de ah¨ª ces¨® el desorden y todos se pusieron a lo suyo. Baj¨¦ a la Redacci¨®n, que herv¨ªa de rumores y ped¨ª a los periodistas que ocuparan sus puestos de trabajo porque ¨ªbamos a publicar EL PA?S. Era lo ¨²nico que estaba en nuestras manos para contribuir a parar el golpe. A?ad¨ª que me hab¨ªan comunicado que tropas del regimiento Saboya n? 6 avanzaban hacia la capital con la misi¨®n espec¨ªfica de ocupar nuestras instalaciones. Por lo tanto, como el miedo era libre, si alguno quer¨ªa marcharse y no participar estaba en su derecho de hacerlo. Mi ¨²nica preocupaci¨®n, conclu¨ª, era que los soldados llegaran antes de que hubi¨¦ramos sido capaces de terminar la edici¨®n, paraliz¨¢ndola, con lo que el esfuerzo habr¨ªa sido vano y la amenaza contra nosotros subir¨ªa de tono al comprobar los militares lo que est¨¢bamos haciendo. De modo que era preciso no perder ni un minuto. Nadie lo dud¨®, dejaron de hacer corrillos y comenzaron a organizar el trabajo. Yo s¨ª lo hice: por un momento fui presa del miedo al que me acababa de referir. Entonces imagin¨¦ que si en vez de salir solo EL PA?S hubiera otros diarios que hicieran lo mismo, todos estar¨ªamos m¨¢s protegidos. Me encerr¨¦ en un despacho, en presencia de Eduardo San Mart¨ªn, un combativo periodista de izquierdas que luego fue director adjunto de Abc; y llam¨¦ a Pedro J. Ram¨ªrez, a la saz¨®n director de Diario 16. Le expuse mi preocupaci¨®n y le ped¨ª que publicaran tambi¨¦n ellos una edici¨®n extraordinaria. No podemos, me contest¨®, en ese tono de dubitante seguridad que todav¨ªa utiliza cuando habla por la radio. A estas horas no tenemos obreros, no tenemos periodistas, no tenemos capacidad t¨¦cnica. Pens¨¦ que lo que no ten¨ªan en realidad eran huevos y se lo dije, aunque no con esas mismas palabras. Comprend¨ª por lo dem¨¢s que est¨¢bamos solos, que aquella era una decisi¨®n que solo los periodistas compart¨ªamos, con el apoyo de los trabajadores del taller, y otra imagen del pasado me vino a la mente: la del presentador de la televisi¨®n checa, en agosto de 1968, cuando los tanques sovi¨¦ticos invadieron el pa¨ªs y acabaron con la Primavera de Praga, el experimento de liberalizaci¨®n llevado a cabo por Dubcek. La cara descompuesta del locutor, reflejada en una pantalla llena de interferencias, y su llamada de auxilio me hab¨ªan perseguido desde entonces: "Nos invaden, ay¨²dennos". Pens¨¦ entonces que era necesario contar fuera lo que estaba pasando, que precis¨¢bamos de la solidaridad de la prensa y la opini¨®n p¨²blica internacional si quer¨ªamos que el golpe no triunfara. Ped¨ª a Jes¨²s Hermida, a ?ngel Luis de la Calle, a Sol ?lvarez Coto, que se pusieran en contacto con el New York Times, con Le Monde, con el Times de Londres, con las agencias extranjeras, para informarles de los sucesos y les aconsej¨¦ que mantuvieran abiertas las l¨ªneas telef¨®nicas. Mientras tanto Javier Pradera comenz¨® a escribir el editorial que deber¨ªa aparecer en la edici¨®n y yo telefone¨¦ a mi amigo Francisco Pinto Balsemao, primer ministro portugu¨¦s, compa?ero de estudios del Rey, para contarle con precisi¨®n lo que suced¨ªa. Tambi¨¦n habl¨¦ con mi padre, un periodista del R¨¦gimen que hab¨ªa dirigido el diario de la Falange, y despu¨¦s de tranquilizarme sobre la seguridad f¨ªsica de mis cuatro hijos me anim¨® a que sacara el diario cuanto antes. A lo largo de la tarde har¨ªa lo mismo repetidas veces con el propio Delk¨¢der, con quien hablaba para saber c¨®mo andaban las cosas, pues no quer¨ªa interrumpirme a m¨ª.
La¨ªna me pregunt¨® mi opini¨®n sobre la conveniencia de tomar por asalto el Congreso y acabar de una vez
En muy poco tiempo la edici¨®n estaba preparada. S¨®lo cambiamos de momento dos p¨¢ginas del peri¨®dico del d¨ªa. La cuesti¨®n era estar a la venta cuanto antes. No hab¨ªan llegado todav¨ªa las fotos de la intentona que fue capaz de escamotear el reportero de la agencia Efe y decidimos ilustrar la primera p¨¢gina con una estampa de la fachada del Congreso. El editorial, como todos los de Javier, era preciso y contundente, pero quise a?adirle un p¨¢rrafo introductorio con dos ideas clave: 1. EL PA?S sale a la calle en defensa de la ley y la Constituci¨®n. 2. Los espa?oles deben movilizar todos los medios a su alcance en defensa de la voluntad popular. Luego quedaba por definir el titular. Desde que fund¨¢ramos el peri¨®dico la p¨¢gina de opini¨®n y los titulares de la primera eran decisiones reservadas a la ¨²nica voluntad del director. Jes¨²s Hermida vino en mi ayuda. Discutimos brevemente. Yo quer¨ªa dar la noticia, pero tambi¨¦n el mensaje que transmit¨ªa el editorial. Entre los dos, creo recordar que en realidad la idea se debi¨® m¨¢s a ¨¦l que a m¨ª, al final escribimos: GOLPE DE ESTADO. E inmediatamente abajo: El pa¨ªs con la Constituci¨®n. A los pocos minutos Jes¨²s volvi¨® a mi despacho con la prueba de la primera p¨¢gina. Nos quedamos contempl¨¢ndola y me vino una intuici¨®n: si pusi¨¦ramos El Pa¨ªs, con may¨²sculas, los lectores entender¨ªan que no solo los ciudadanos en general, sino el peri¨®dico en particular, nos pronunci¨¢bamos contra los rebeldes. Tuvimos dudas, pero las resolvimos enseguida. Aquello funcionaba. A las ocho y media de la tarde las rotativas comenzaron a escupir papel.
No esper¨¢bamos una escena tan histri¨®nica, pero se rumoreaba la posibilidad de una intervenci¨®n del ej¨¦rcito
Los quioscos estaban en su mayor¨ªa cerrados, seg¨²n Baviano hab¨ªa advertido, y decidimos enviar unos miles de ejemplares al centro de la ciudad y al hotel Palace, donde se hab¨ªan concentrado la c¨²pula militar, los jefes de la polic¨ªa y guardia civil y decenas, quiz¨¢ centenares, de periodistas que trataban de seguir desde all¨ª los sucesos. El general S¨¢enz de Santa Mar¨ªa, que a?os atr¨¢s hab¨ªa decidido aplicarme la ley antiterrorista y enviarme a casa una decena de guardias civiles de paisano armados hasta los dientes en busca de Antonio Mar¨ªa de Oriol, presidente del Consejo de Estado secuestrado por el Grapo, estaba ahora del lado de los buenos. A ra¨ªz de aquella b¨¢rbara intrusi¨®n, y pese a la brutalidad contra m¨ª ejercida, hab¨ªamos terminado por trabar una buena amistad. Cuando recibi¨® la edici¨®n especial de EL PA?S decidi¨® enviar una mano de ejemplares al interior del Congreso. Poco despu¨¦s Tejero se presentaba en el hemiciclo desplegando con descaro las p¨¢ginas de nuestro peri¨®dico. Javier Solana me contar¨ªa m¨¢s tarde que al verlo pens¨®: si EL PA?S ha salido a la calle es que el golpe no ha triunfado fuera. A ¨¦l y a otros rehenes ese detalle sirvi¨® para insuflarles ¨¢nimo.
Baj¨¦ a la redacci¨®n y ped¨ª a los periodistas que ocuparan sus puestos porque ¨ªbamos a publicar EL PA?S
M¨¢s tarde me llam¨® Balsemao. Hab¨ªa hablado con el Rey y le hab¨ªa encontrado tranquilo. Juan Carlos estaba telefoneando a todos los capitanes generales, a fin de desarticular minuciosamente tanto el golpe como la patra?a de que se trataba de algo dirigido o apoyado por la Corona, pero Milans se resist¨ªa a acatar ¨®rdenes. Balsemao me dijo que si quer¨ªa pedir asilo pol¨ªtico pod¨ªa acercarme a la embajada portuguesa y me lo conceder¨ªan de inmediato. Ni se me hab¨ªa pasado por la cabeza y adem¨¢s yo estaba seguro de que el golpe no acabar¨ªa triunfando, en cualquier caso mi obligaci¨®n era seguir en el peri¨®dico. Lo comprendo, coment¨® ¨¦l, pero te lo digo porque Fulano est¨¢ cenando precisamente hoy all¨ª y le ha pedido asilo al embajador. Aproximadamente a esa misma hora, un valiente gudari representante de la izquierda abertzale proetarra escapaba a Francia a bordo de una chalupa fletada en Ondarribia.
Llam¨¦ a Pedro J. Ram¨ªrez y le ped¨ª que ellos tambi¨¦n publicaran una edici¨®n. No podemos, me contest¨®
La radio hab¨ªa estado transmitiendo durante toda la tarde m¨²sica, pero a partir de cierto momento la SER retom¨® sus emisiones y comenz¨® a narrar el golpe. En provincias, algunos alcaldes reunieron a la Corporaci¨®n y a cientos de sus convecinos en los salones del Ayuntamiento: siguieron as¨ª todos juntos los acontecimientos a trav¨¦s de las ondas. Juntos andaban igualmente los obispos espa?oles, reunidos en conferencia por casualidad esa misma tarde, y protagonistas de un silencio m¨¢s culpable que cobarde. La misma Iglesia que hab¨ªa bendecido y apoyado d¨¦cadas atr¨¢s el levantamiento fascista del general Franco, callaba ahora ante una agresi¨®n armada contra la libertad y la paz de los ciudadanos. Aunque se hab¨ªa anunciado una comparecencia del monarca en televisi¨®n, ¨¦sta se hac¨ªa esperar. Dec¨ªan que por motivos t¨¦cnicos pero los rumores apuntaban que antes de dirigirse al pa¨ªs deb¨ªa estar seguro de que Milans hab¨ªa depuesto su actitud. El convencimiento de que los cazas de la base de Manises estaban dispuestos a abrir fuego contra los tanques desplegados por el capit¨¢n general en las calles de Valencia, si ¨¦ste no se rend¨ªa, habr¨ªa inclinado finalmente el fiel de la balanza. Cuando Juan Carlos apareci¨® en la pantalla, con uniforme militar y gesto adusto, comprendimos que el golpe hab¨ªa sido abortado. Pero Gobierno y congresistas segu¨ªan secuestrados y los ocupantes del Parlamento no parec¨ªan dispuestos a deponer las armas. Cund¨ªa el temor de que el exceso de alcohol y el cansancio de la tropa degenerara adem¨¢s en incidentes violentos que pudieran ocasionar una masacre. Fue entonces cuando Francisco La¨ªna, jefe del gobierno de subsecretarios creado por Juan Carlos para evitar que la c¨²pula militar ocupara el vac¨ªo de poder, tal y como hab¨ªan pretendido los generales, me pregunt¨® mi opini¨®n sobre la conveniencia de que los geos tomaran por asalto el Congreso y acabaran de una vez con el problema. Le expres¨¦ mi sorpresa ante semejante interrogante, me faltaba informaci¨®n para hacerme un criterio al respecto. En realidad, a?ad¨ª, lo que me preguntas es qu¨¦ va a decir EL PA?S ma?ana si orden¨¢is el ataque y sale mal, pero a eso no te puedo responder ahora. Luego habl¨¦ de nuevo con el general Fern¨¢ndez Campo para comentarle esa conversaci¨®n y para confirmar que, aunque estaba previsto desde hac¨ªa semanas que el Rey me recibiera precisamente el d¨ªa 24 de febrero a las diez de la ma?ana, daba por hecho que la audiencia quedaba cancelada.
Nuestros periodistas alertaron al "New York Times", a "Le Monde", al "Times" de Londres para informarles de los sucesos
Mientras todo esto suced¨ªa la situaci¨®n parec¨ªa cada vez m¨¢s controlada, el peri¨®dico produc¨ªa edici¨®n especial tras edici¨®n especial, con las im¨¢genes de Tejero empu?ando el arma bajo su tricornio de charol, y la televisi¨®n difund¨ªa los planos en que el general Guti¨¦rrez Mellado se enfrentaba a los rebeldes mientras solo Su¨¢rez y Carrillo permanec¨ªan impasibles en sus esca?os en medio de la balacera desatada. Pero la ocupaci¨®n del Congreso continuaba y los nervios de los derrotados golpistas no auguraban nada bueno. En la madrugada acab¨® la euforia de los conspirados y comenzaban a llegar an¨¦cdotas ilustrativas. Un capit¨¢n general de una de las regiones m¨¢s extensas e importantes hab¨ªa celebrado medio borracho y rodeado de bellas damas el triunfo del golpe, mientras un embajador en un importante pa¨ªs europeo hac¨ªa un brindis por el fin de EL PA?S y de todo lo que representaba. En cuanto a la columna motorizada encargada de ocupar el peri¨®dico, las disputas entre los oficiales que la mandaban por el n¨²mero de walkie-talkies e impedimenta correspondiente a cada unidad y la necesidad de parar en la gasolinera de la esquina para repostar los camiones les hab¨ªan hecho perder un tiempo precioso, o sea que nunca llegaron hasta nuestras instalaciones. Durante toda la noche, centenares de personas mantuvimos la vela, como en el resto de los medios de comunicaci¨®n, aguardando la liberaci¨®n de los rehenes y el fin de la dram¨¢tica charlotada. A mediod¨ªa del martes, y tras intensas negociaciones, por fin comenzaron los rebeldes a abandonar, a trav¨¦s de las ventanas, las instalaciones del Congreso. Los polic¨ªas y guardias civiles que estaban en la calle les ayudaban a salvar la distancia con la acera, sujet¨¢ndoles el subfusil. Luego los sublevados recuperaban el arma y se iban, tan tranquilos, a sus casas o a sus cuarteles. Algunos no cab¨ªamos en nuestro asombro pues esper¨¢bamos ver c¨®mo aquellos criminales eran esposados y conducidos a las comisar¨ªas en coches celulares. La mayor¨ªa de los sediciosos nunca fue castigada. Pero en aquel momento, la alegr¨ªa inevitable de los liberados y la sensaci¨®n de alivio de todos los espa?oles bastaron para superar cualquier actitud cr¨ªtica.
Cuando Juan Carlos apareci¨® en pantalla, con uniforme y gesto adusto, comprendimos que el golpe hab¨ªa sido abortado
Sal¨ª del peri¨®dico hacia las tres de la tarde del d¨ªa 24. Nadie hab¨ªamos pegado ojo en toda la noche pero no nos sent¨ªamos cansados. Javier Baviano me entreg¨® las llaves de un apartamento que hab¨ªa alquilado a nombre de un desconocido por si yo estimaba que era peligroso volver a casa. Lo mismo hab¨ªa hecho, sin consult¨¢rmelo, un hermano m¨ªo. Yo no hab¨ªa sentido otro temor durante toda la jornada que el que me inspir¨® brevemente la decisi¨®n de publicar la edici¨®n especial. Desapareci¨® de inmediato gracias a la actividad desplegada y al convencimiento de que la ¨²nica manera de resistirnos ante la barbarie era cumplir con nuestra obligaci¨®n profesional. A la hora de la siesta, tumbado sobre el lecho, me dije que en realidad los redactores y trabajadores de EL PA?S no hab¨ªamos hecho sino lo que nos correspond¨ªa: contar las noticias a nuestros lectores y emitir, libremente, una opini¨®n al respecto. Pero ahora pienso que fue precisamente aquel d¨ªa el que consagr¨® a nuestro diario, dentro y fuera de Espa?a, como el icono medi¨¢tico de la Transici¨®n.
Cuatro a?os m¨¢s tarde, en la presentaci¨®n de la edici¨®n andaluza de EL PA?S, en Sevilla, se acerc¨® una persona a darme un abrazo. ?Te acuerdas de m¨ª?, me pregunt¨® con una sonrisa iluminada. La verdad es que no, le confes¨¦ entre t¨ªmido y aturdido. "Soy Antonio Ramos. Estuve en tu despacho el 23-F y me pediste que te aguardara diez minutos mientras se aclaraba lo que pasaba en el Congreso". No nos hab¨ªamos vuelto a ver desde entonces.
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