Antruejo en crisis
Henos en pleno Carnaval, noticia que no dejar¨¢ de sorprender a algunos, bien porque no vean cambios apreciables en su entorno o porque se hayan echado el alma a la espalda y decidido, como el viejo augurio, que todo el a?o es Carnaval. Cualquier interpretaci¨®n es v¨¢lida, ?hagan juego!
Resido en una vieja provincia donde estas obsoletas tradiciones suelen seguir siendo observadas y perviven por el af¨¢n de los mayores en transmit¨ªrselas a los hijos y hacerles part¨ªcipes. Alguna vez he imaginado la vida en los medievales tiempos de hierro, cuando el horizonte de la gente se acababa donde llegaban sus ojos, cuando el amanecer no quer¨ªa decir otra cosa que hincar el pico, arrimar el hombro, arrancarle a la tierra las patatas y entregar el diezmo acrecentado al se?or conde o al se?or obispo. Y me recorre un estremecimiento al pensar que la m¨¢s generosa oferta de distracci¨®n y alejamiento del castigo que supon¨ªa el trabajo, era asistir a interminables actos religiosos, donde sospecho que lo ¨²nico que se aprend¨ªa era a estar sentado.
La Castellana y Recoletos se colmaban de carrozas que compet¨ªan por galardones plat¨®nicos
Pero el ser humano dispone del ingrediente irrenunciable de la alegr¨ªa, la imaginaci¨®n, la risa, la farsa y al amor. Y los perspicaces sanedrines cayeron en la cuenta e inventaron d¨ªas jubilares, tanto m¨¢s preciosos cuanto m¨¢s cortos y espaciados. Como era preciso conservar a la parroquia en buena salud, sin demasiadas y prolijas explicaciones, se decidi¨®, desde la superioridad, que un periodo de dieta era necesario y conveniente.
Los moros tuvieron peor suerte, cuando les prohibieron una de las delicias terrenales m¨¢s exquisitas, como es el jam¨®n bien curado, pero los cristianos fuimos sometidos a la Cuaresma. Al objeto de que aceptaran aquel recorte en el magro y mon¨®tono men¨² habitual, decidieron dar rienda a las poblaciones, que tuvieran la sensaci¨®n de hartazgo y permitieran la explosi¨®n de los sentidos, eso s¨ª, con cierto comedimiento. Para preparar las carnestolendas, la dieta de la carne, tan escasamente gustada a lo largo de la vida, y reflexionar sobre lo bien que se deber¨ªa estar en el cielo, fueron permitidas las fiestas de Antruejo, derivada del lat¨ªn introitulus, anuncio de la dilatada Cuaresma.
En esta tierra asturiana se mantiene con entereza la tradici¨®n. Lo llaman antroxu y salta a la calle donde las gentes se mezclan y lo celebran, casi por obligaci¨®n.
Las mujeres -que aqu¨ª siempre mandaron- celebran sus comidas y cenas de comadres, disfrazadas con mantones y ropa de alegres colores; los peque?os esperan con impaciencia estos d¨ªas sin cole, con la cara pintada y ropas de seres extra?os. Creo que as¨ª ocurre en toda la regi¨®n. Por las calles estrechas de la parte vieja y porticada, bajaba una marea de m¨¢scaras que cambian cada a?o, seg¨²n normas o caprichos. Este a?o ha sido la Revoluci¨®n Francesa el tema y con gran liberalidad se entremezclaron mar¨ªa antonietas con robespierres, napoleones con sarkozys, la cuesti¨®n era ponerle contrapunto multicolor a La Marsellesa, cuya letra nadie conoc¨ªa, salvo alg¨²n verso suelto.
He querido recrearme en los Carnavales de mi infancia, en el Madrid de los a?os veinte y recuerdo que la costumbre o la oportunidad de disfrazarnos se limitaba a saquear los arcones donde se encontraba, entre alcanfores, la ropa conservada de los abuelos y abuelas. Hab¨ªa hasta coquetos sombreros de plumas de marab¨², corpi?os para talles de avispa, generosas enaguas ce?idas por encajes y largos trajes de terciopelo o urdimbre cara y dulce, que fueron vestidos de calle, de visita, de ceremonia y era lo que se pon¨ªan las chicas de la familia. En el fondo de un ba¨²l de mimbre la guerrera, el morri¨®n y el espad¨ªn de alg¨²n bisabuelo que fue alf¨¦rez en alguna guerra carlista.
Madrid viv¨ªa el Carnaval en la calle. No como Venecia, o Niza, pero los paseos de la Castellana y Recoletos se colmaban de carrozas que compet¨ªan por galardones plat¨®nicos. Y los desfiles de m¨¢scaras a pie, tambi¨¦n en pos de un premio al ingenio y el buen gusto. Todo ello amenizado por las destrozonas, gentes bienhumoradas y con alguna copilla de m¨¢s, que vestidas de harapos, enarbolando una escoba, danzaban saltaban, daban vueltas al aire, meti¨¦ndose con todo el mundo. Las personas mayores iban a los bailes, donde se desataban la mayor¨ªa de las convenciones. El antifaz era pasaporte seguro para la dama que quer¨ªa correrse una juerga transgresora y parece que lo hac¨ªan con empe?o y decisi¨®n. Algo ayuda, en tiempo de crisis, el rompedor antruejo.
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