Desorden en la biblioteca
Desconozco la soberbia de las grandes bibliotecas. La m¨ªa est¨¢ fragmentada, se divide en dos estancias distintas de la casa y se organiza, adem¨¢s, de la peor manera. En ella no hay espacio para la vanidad. Y no porque el propietario est¨¦ a salvo de eso, sino porque la disposici¨®n de los libros viene guiada por el azar. Toda la ficci¨®n est¨¢ en mi lugar de trabajo, como si la cercan¨ªa de autores excelentes pudiera ayudarme a la hora de escribir. En cambio, todo lo que no es ficci¨®n -historia, pol¨ªtica, arte, divulgaci¨®n cient¨ªfica y bastante econom¨ªa- se encuentra en el sal¨®n. Cualquier persona que nos visite y examine la librer¨ªa del sal¨®n no podr¨ªa adivinar la m¨¢s m¨ªnima querencia literaria entre nosotros.
Caigo en la cuenta de que mis autores favoritos, a los que regreso con frecuencia, est¨¢n en lugares inaccesibles. Para empezar, el estudio s¨®lo dispone de luz indirecta, de modo que descifrar t¨ªtulos y autores resulta complicado. Pero adem¨¢s los que me gustan, los que verdaderamente importan, descansan en lejanos acantilados, m¨¢s all¨¢ de toda clase de accidentes geogr¨¢ficos. Borges se oculta tras una decorativa escalerilla coronada por un florero atiborrado de flores artificiales. Albert Camus, en el extremo superior izquierda de un pa?o de libros que s¨®lo alcanzo de puntillas. Los cuentos de Nabokov y Cort¨¢zar, de Ribeyro, Arreola y Scott Fitgerald, tras un sill¨®n y una l¨¢mpara de pie. Y algunos de mis poetas favoritos, como el Panero cuerdo, Mart¨ªnez Mesanza o Philip Larkin, se esconden a la altura de las suelas de los zapatos: tomarlos y deslomarse es todo uno. Eso por no hablar de los libros de amigos, que cuando vienen a casa se buscan de reojo y nunca logran encontrarse, lo cual quiz¨¢s les lleve a imaginar que mis encendidos elogios fueron fruto del cinismo. Pero nada m¨¢s lejos de la verdad: por razones que desconozco, mis autores preferidos se vuelven invisibles, acceder a sus vol¨²menes exige ejercicios de contorsionista.
Esto tambi¨¦n afecta a la biblioteca no literaria, la del sal¨®n, aunque en ella est¨¢ el ¨²nico sector cuya disposici¨®n s¨ª es premeditada: como son escasas mis lecturas afines al pensamiento oficial, he puesto en un lugar discreto a ciertos pensadores (liberales, agn¨®sticos) y en uno a¨²n m¨¢s discreto a algunos otros (conservadores, cat¨®licos), consciente de que mi maltrecha reputaci¨®n es susceptible de empeorar.
Recientemente, un joven escritor (de los mejores, sin duda, de su generaci¨®n), visit¨® por primera vez mi casa. S¨®lo despu¨¦s de la cena y de la larga tertulia, antes de despedirse, se acerc¨® a la librer¨ªa con ¨¢nimo de curiosear. Y lo hizo, como es obvio, examinando lo que ten¨ªa m¨¢s a mano. Pues bien, all¨ª encontr¨® (ostentosa, casi exhibicionista) mi abultada colecci¨®n de manuales para dejar de fumar. Y decid¨ª no decir nada: al fin y al cabo, hay cosas que no se pueden explicar.
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